El liberalismo, ha escrito Michael Walzer, “es una doctrina extraña, que parece continuamente dedicada a socavarse, a desdeñar sus propias tradiciones y a producir en cada generación renovadas esperanzas”. Es una doctrina, en ese sentido, particularmente dispuesta para la autocrítica: para combatir la falsa certeza de las ideas recibidas, para no apoltronarse en la comodidad del aplauso fácil, para hacerse cargo de las tensiones inherentes al encuentro entre viejos hábitos y nuevas circunstancias.
No es, con todo, una doctrina invulnerable a las tentaciones que suelen conspirar contra la posibilidad de examinar honesta y rigurosamente nuestras propias insuficiencias, puntos ciegos o debilidades. Es una doctrina muy dotada para la autocrítica, pero no por ello inmune a las causas por las cuales esta suele ser una empresa tan poco frecuente.
En primer lugar, porque al calor del debate siempre es más fácil exigir autocrítica a los demás que practicarla uno mismo. Y siempre existirá la opción de postergarla, o incluso eludirla por completo, por motivos estratégicos: para no mostrar debilidad, no darle armas a los adversarios, no titubear a la mitad de un alegato. Esos motivos pueden ser legítimos o espurios, coyunturales o de fondo, pero con el paso del tiempo unos y otros corren el riesgo de convertirse por igual en pretexto para el autoengaño, en coartada para la autoindulgencia.
En segundo lugar, porque la autocrítica supone inflingirse una suerte de herida narcisista. No tanto admitir errores y vicios sino, más bien, desgarrar al “yo”: habérselas con el hecho de que uno puede mirarse a uno mismo sin dejarse llevar por la benevolencia de su propio ego y reconocer que la imagen que tiene o quisiera tener de sí mismo no es su realidad. Bien decía Ortega en sus Meditaciones del Quijote que “de querer ser a creer que se es ya, va la distancia de lo trágico a lo cómico”.
Y en tercer lugar, porque la autocrítica suele ser una juiciosa compañera en la derrota pero no una invitada bienvenida en la victoria. El fracaso engendra, en el mejor de los casos, humildad; el triunfo, en el peor, arrogancia. Ni uno ni otro constituyen, sin embargo, un argumento: son hechos susceptibles de ser interpretados, no expresiones inapelables sobre cuál es el lado correcto o incorrecto de la historia.
El dossier que presentamos a continuación, coordinado por nuestro editor invitado Carlos Bravo Regidor, constituye un esfuerzo por examinar algunos problemas, déficits y tensiones de la tradición liberal… pero desde la tradición liberal misma. Son intervenciones animadas por el genuino propósito de revisar críticamente una tradición muy viva pero cuya vitalidad ha sido, en más de una ocasión, presa de sus batallas, de su imagen de sí misma, de su propio éxito. Autocríticas, pues, de una tradición intelectual que Letras Libres siempre ha defendido pero por cuya saludable renovación rompe, con este número, una lanza. ~