Elogio del ensayista

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Llama la atención que el así denominado ensayo –convengamos saber de qué se trata, aunque luego hagamos lo contrario– sea un invento de la modernidad. Lo debemos al francés Michel de Montaigne y al español Pero Mexía. No data de los siglos anteriores al xvi y es mucho decir en cuanto a su novedad. Los otros géneros literarios –de nuevo: admitamos que sea un género cabal– son tan antiguos como la escritura, si renunciamos a rastrear su antelación oral. La épica, la lírica, la dramaturgia, las reflexiones de los filósofos y las prédicas de los sacerdotes, hasta la misma novela, epopeya en prosa y en lengua vulgar, exceden con bastante distancia al ensayo en cuanto a tiempo histórico.

El dato es significativo: estamos ante algo esencialmente moderno. Más precisamente: ante un discurso que exige una cultura del sujeto como individuo, del Único que se entrega a lo de todos, a lo común: al lenguaje. Hace falta Alguien que sostenga: “Yo digo acerca de mi mundo y ese decir será leído por otros sujetos similares y distintos que integran, cada cual con su mundo, el mundo.”

En este punto, los matices de Montaigne y Mexía divergen y pueden concordarse, o sea que proponen una dialéctica. Montaigne recorta su tarea en la conocida afirmación: Je suis moi-même le sujet de mon livre. Se suele traducir por: “Soy yo mismo el tema de mi libro”. Pero sujet es más que tema. Es, precisamente: sujeto. El principio activo del decir, ese Quien sin el cual nada puede decirse, a la vez que el resultado del decir, el que ha de quedar “sujeto” (sujetado, amarrado, determinado) por cuanto dice, está doblemente articulado y, por lo mismo, escindido. Ahora bien: el sujeto monteñano no cuenta con certificados de garantía. Ningún dios lo ampara en su tarea de ser Montaigne ni le promete salvarlo en la hora peligrosa. Su yo es intermitente, fragmentario o, por decirlo con su peculiar adjetivo: ondulante.

El sujeto monteñano tiene realidad pero no realidad sustancial: su realidad es virtual. Flota en la rizada superficie del tiempo y su única posibilidad de anclaje es la escritura. A ella, a su punta clavada en el lecho arenoso del mar temporal, volvemos. ¿Qué encontramos en estas vueltas y revueltas, cada vez que retornamos a las páginas de los Ensayos? Arriesgo que hallamos la propuesta de Pero Mexía.

En efecto, su tarea es una Silva de varia lección. Una labor silvestre, ajena a toda profesión. Una internación en la variedad posible de las lecturas, que es una espesa selva. Y, lo que más me importa ahora, la posibilidad de que la lección (la lectura) sea plural. Leer sin atenerse a especialidades profesionales (variedad, digamos, objetiva) y leer con variedad de claves el mismo texto (variedad, digamos, subjetiva).

Aquí, en esta indeliberada convergencia, don Miguel y don Pero nos señalan la pista del ensayo y también de la modernidad en la lectura, en la lectio que da lugar, a su vez, a la moderna noción de literatura: tener literatura es tener lecturas. Un sujeto que se busca en el lenguaje de modo laico y secular, se encuentra con que el lenguaje da lugar a una diversidad de discursos que se entrelazan como una selva, al tiempo que admite una pluralidad de lecturas. No está sometido a la verdad y, si ella existe, no puede formularse sino con las palabras del lenguaje, que son pasibles de varia lección. La verdad no es un dato ni un contenido acotado, sino un proceso.

Siglos más tarde, preocupado por esta temblorosa realidad del ensayo, Ortega intentó conceptuarlo. Le salió una paradoja en forma de oxímoron, un adjetivo que deroga cierta calidad esencial del sustantivo al que complementa. El ensayo es la ciencia sin demostración, afirma Ortega. Pero una ciencia sin demostración no es científica. Oxímoron y paradoja: el ensayo es una ciencia acientífica.

No creo que a Ortega se le escapara esta realidad contradictoria de lo que intentaba definir. Más bien lo opuesto: estaba afirmándose en el razonamiento paradójico. Tal vez pensó la ciencia, anchamente, como todo discurso del saber organizado. La falta de una demostración, entonces, lo desorganiza. Y la obra orteguiana es, acaso, un ejemplo, de este quehacer desorganizado, de ese ensayismo que se pretende científico y destituye su propia cientificidad. Ortega se pasó la vida prometiendo una suerte de tratado de la razón vital, que nunca escribió, y no por pereza ni por falta de tiempo. Hizo otra cosa, que es su obra, y que surge de la imposibilidad de escribir la Obra. Razón y vida son intratables como yunta, viene a concluirse calladamente de tal empresa. La razón escinde, divide, clasifica, mide. La vida es unidad, imprevisión, imprecisión, inexactitud. Los escritos de Ortega son el precioso residuo de una tarea impracticable. Otra clave para adentrarnos en el espacio del ensayo.

En efecto, ensayar es poner en práctica, intentar, experimentar, someter a prueba. Los ensayos de una pieza teatral, por ejemplo, propenden a una representación que se entiende definitiva y fija pero que nunca resulta serlo. Dos funciones de la misma obra nunca son idénticas. Se ha ensayado, pues, para abrir el campo a sucesivos ensayos. De nuevo: la varia lección de Pero Mexía.

En la imposibilidad orteguiana y la apertura de Mexía reside la calidad del discurso ensayístico. Se trata de un saber que no concluye y que, en vez de llegar a saber, sigue intentando saber, sigue sabiendo. Un saber en gerundio, si se prefiere la escueta precisión gramatical. Saber y no conocimiento, porque éste demanda la demostración y la estructura consecuentemente organizativa de la ciencia.

Esta característica de intento deriva hacia lo que podríamos llamar aspecto corporal del ensayo. Intentar viene de tentar que, entre otras cosas, significa tocar. Decía Severo Sarduy que el ensayo actúa por una intervención del cuerpo en el discurso, que se puede escribir bailando como, más o menos, bajaba Zaratustra danzando y adoctrinando por la colina que conduce a y aleja de la llanura. Más aún: los alemanes llaman Versuch al ensayo, a partir del verbo suchen (buscar) y, si cargamos las tintas, obtenemos Versuchung, la tentación, con lo que se cierra el ciclo del intento.

El ensayo ni parte de ningún principio ni llega a ninguna meta. Se interrumpe como si proviniera de una interrupción anterior, por una decisión formal que resulta ostentar un sesgo más bien estético. No carga con la obligación de la prueba y sí, en cambio, cuenta con la facultad de la conjetura. Por eso es saber y no ciencia, según quedó dicho.

Lo anterior afecta asimismo al tema del discurso ensayístico. Se puede escribir un ensayo sobre tal o cual cosa, pero no un ensayo de tal cual cosa. Un tratado o una monografía tienen su campo temático acotado de antemano y ponen todos sus medios al servicio del mismo. El ensayo no cuenta con ningún tema sino que lo busca sin saber que lo hace, o ironizando, como si no supiera que lo hace. Es el mundo de la inventio o, por usar una palabra más de moda, de la serendipity. El ensayista encuentra lo que no busca y se ve en la apretura de admitir que lo estaba buscando sin saberlo. Estrictamente: inventa. Así los descubridores europeos inventaron América hasta que Vespucci le puso tal nombre.

Ahora bien: ¿quién buscaba sin saber eso que ha encontrado? El sujet de Montaigne. Quien moviliza el discurso y es sujetado por él.

Volviendo a Ortega, a su paradójica ciencia sin demostración, se puede pensar que estamos ante un fenómeno estético. O, si se prefiere, más estrictamente: poético. Para definirlo me valgo de un par de autoridades. Una es Paul Valéry, con su figura de la obra de arte como un excremento precioso: ámbar gris, perla. Algo que, por su carácter residual, se expele, no es utilizable, carece de función instrumental en el funcionamiento del organismo. Sobra, es suntuario. Pero se convierte en una sustancia muy calificada y entra en el mercado del excedente social como valor de cambio simbólico, carente de todo valor de uso.

El otro apoyo lo encuentro en Octavio Paz y El arco y la lira. Desde una diversa entonación, coincide con Valéry en el valor residual de la palabra poética. Es la palabra que no puede ser reducida a ninguna categoría clasificatoria –política, moral, filosófica, científica, etc.– y sin embargo, sigue significando. Es el residuo de la tópica, la palabra que no ocupa el lugar de otra palabra, sino el propio, quedando en libertad.

Al principio señalé la modernidad, la necesaria modernidad del ensayo que, si es un género, lo es sin generalidades, porque se define por exclusión, más por su pragmática que por su tópica, más por su quehacer que por su ser. El ensayo existe y convendría evitar atribuirle un ser separable de su existencia.

Esta insoslayable modernidad del ensayo lo hace especialmente apto a los tiempos que vivimos o creemos vivir, tiempos en que los sistemas han sido arrumbados y la misma ciencia prefiere referirse a lo que puede ser verdad antes de lo que es verdad. La variedad de sujetos que pueden aparecer bajo un mismo nombre en la obra de los llamados ensayistas apunta a la libertad del decir que implica la intermitencia monteñana. Apela, además, al diálogo, pues todo escrito se expone a la varia lección, a la variada lectura, a la pluralidad de los otros, que implica la fórmula de Pero Mexía.

Ya estoy imaginando, por ejemplo, al lector de estas páginas que se/me pregunta: si se trata de no clasificar, ¿por qué este señor se refiere a los ensayistas? ¿No está clasificando al hacerlo? Es posible que sí y, como es posible, exige que este ensayo se abandone y se interrumpa, dando lugar a una probable respuesta, generadora de nuevas preguntas. ~

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(Buenos Aires, 1942) es escritor. En 2010 Páginas de Espuma publicó su ensayo Novela familiar: el universo privado del escritor.


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