Me gustan las películas de Quentin Tarantino. Me volvió loco Reservoir Dogs, y recuerdo cómo salí aullando de la sala. Aullando de dolor, con el interrogatorio-tortura más bestia que había visto hasta entonces. Me volvió loco Pulp Fiction, e intenté copiar su ritmo, su espiral temporal y su delirio en mi segunda y desastrosa novela Discothèque. Me gustaron, aunque bastante menos, Jackie Brown y Kill Bill, cuyas peleas me cansaron más que a Uma Thurman, por la que también siento debilidad.
Grind House: Death Proof me ha parecido una tontería. Salí del cine cabreado: siempre espero lo mejor de Tarantino. Espero al menos que no me dé brasa metacinematográfica para estudiantes de segundo de bachillerato. El propósito era homenajear a las películas de serie b y de programa doble de los años setenta, y por eso en su pase estadounidense iba acompañada de una película de Robert Rodríguez, Planet Terror, que en España se ha estrenado no sólo en solitario sino en fechas diferentes. Yo no viví esas sesiones dobles, pero me vi toda la serie b en el cine del colegio y en las salas de reestreno, en su último suspiro. Me resultaban divertidas, con sus mamporros continuos, su cutrerío y la victoria indudable de los buenos frente a los malos.
Grind House: Death Proof cuenta la historia de un antiguo “especialista” de olvidadas cutreseries de televisión que se excita estrellando su coche contra los coches de las chicas guapas, a las que antes ha seguido como un cazador a su presa. Y todavía se excita más si consigue matarlas. El antiguo “especialista”, con la cara llena de cicatrices más falsas que un dentífrico de “todo a cien”, es Kurt Russell, que está mucho mejor cuando hace de lobo embaucador que de lobo malo.
Grind House: Death Proof cuenta la historia de dos grupos de chicas. El primero, formado por chicas liberadas, profesionales, metidas en el barro de la vida, sufre hasta las últimas consecuencias al lobo violento. El segundo, formado chicas liberadas, profesionales del mundo del cine, con sus preceptivas “especialistas” también, consigue acabar con el lobo malo.
Lo peor de Grind House: Death Proof no es que Tarantino intente copiar, sin éxito, las películas de serie b de los años setenta, sino que se intente copiar a sí mismo tan descaradamente. El famoso diálogo de las hamburguesas bigmac europeas frente a las bigmac americanas de John Travolta en Pulp Fiction es en esta película de autos locos remedado por una conversación a propósito de la edición italiana del Vogue. Quizá Tarantino quiere mostrar algún tipo de pensamiento profundo sobre las diferencias entre la cultura popular de ambos lados del Atlántico, pero a mí se me escapa. También vuelve a Reservoir Dogs para copiarse la escena en la mesa circular del diner, y consigue copiarse mal, perezosamente.
Pero estos autoplagios serían chorradas si de verdad la película funcionase: si te divirtieras durante esas dos largas horas. La primera parte aún aguanta el tirón, y tiene un par de escenas buenas: cuando Kurt Russell se presenta por primera vez a una de sus caperucitas y cuando mata violentísimamente a la pasajera que lleva en su coche invulnerable.
La segunda parte es eterna y cutre. Tan mala en blanco y negro como en color. Tarantino cierra una polvorienta carretera regional y pone a correr a dos coches que no paran de darse golpes y más golpes. Sin la tensión sexual de Crash, otra película de golpes automovilísticos, y con un look de peli porno conseguido a precio de diamantes.
Tarantino dice que lo bueno de su película es que no hay efectos digitales, sino efectos especiales “reales”. Pero comparar la persecución de Tarantino, larguísima y aburrida, con, por ejemplo, la que se desarrolla en las calles de Tánger en El ultimátum de Bourne, que coincide en las salas con Grind House: Death Proof, es como comparar una cabaña con una mansión.
El esfuerzo de Tarantino por redescubrir la verdadera cultura popular es inútil, porque la verdadera cultura popular sigue viva. No hay más que recordar la desfibrilación de Daniel Craig en Casino Royale, la última peli de Bond.
– Félix Romeo
(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.