Santiago está lleno de autores.
Así lo anuncian los flamantes carteles que nos rodean con su brillo ardiente, solar.
No sé si esta confluencia debiera alegrarnos, o agobiarnos, o desesperarnos incluso –como nos desesperaba, como llegó a desesperarme a mí en una época–, que Chile fuera “un país de poetas”. Un país tan lleno de versadores que alguno se declaró antipoeta para definir su singularidad en la legión de la poesía chilena.
Era cosa de levantar una piedra para que aparecieran cientos de autoproclamados poetas sacudiéndose el polvo, y los versos, y lanzando alguna declaración solemne sobre su propia marginalidad a espaldas de la verdadera marginación.
Pero poetas y antipoetas fueron cumpliendo años y centenarios, y si ahora levantáramos una piedrecita aparecerían no solo vates sino una horda de ensayistas y dramaturgas, y de cronistas y de gentes dadas a la prosa.
Chile está lleno de autores y de autoras de calibre. Como si esto no fuera suficiente, Santiago recibió en octubre un ejército premunido de palabras, de asuntos que discutir, de libros y de autores que recomendar. No sé por qué, lo confieso, esta multitud a la que pertenezco me resulta desconcertante, me parece incluso peligrosa. Pero me sacudo estas aprensiones para darle curso a la pregunta que me ha traído hasta aquí. La pregunta por el autor.
Por qué apasionarnos con la posibilidad de escuchar las voces de tantos escritores en esta vieja Estación Mapocho donde alguna vez se agitaron pañuelos y se derramaron lágrimas de bienvenida, donde parejas ahora idas para siempre se reencontraron o se dijeron su último adiós. Por qué dedicarle toda una feria, la Feria Internacional del Libro de Santiago, a la figura del autor y a su mundana identidad; por qué invertir más recursos que nunca en movilizar a escritores contemporáneos, y en celebrar a otros tantos ya muertos que continúan presentes en la palabra viva de los libros que les otorgaron reconocimiento.
Permítanme un rodeo.
Mientras daba vueltas alrededor de mi escritorio, sin sentarme todavía a redactar estas palabras, me preguntaba, como autora que soy, si las vidas de los escritores habían tomado la delantera y dejado atrás sus obras. Si no sería que el fulgor de la persona-que-escribe, del escritor-vuelto-celebridad (en una época que privilegia el efímero estrellato), iba a terminar desplazando al texto y acabando definitivamente con ambos.
El texto completo puede leerse en nuestro número de diciembre de la versión para tabletas
Letras de un país que arde
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