Bitácora de Semana Santa (3)

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Cruz central

(Quinto Misterio: crucifixión y muerte de Nuestro Señor)

El gran ojo mediático tuvo un eje no declarado pero evidente: el Viernes Santo. El gran símbolo de perdón, compasión y entrega que es la imagen de Cristo Crucificado es sometido a una regresión en la que Cristo es descendido innecesariamente de la cruz para representar el martirio de su aprehensión, las catorce caídas con la cruz a cuestas y su crucifixión: esto es el Vía Crucis de Viernes Santo. Por segundos, parecía que el Cristo de Iztapalapa era la calca de la imagen del Señor de la Columna o el Cristo Caído de cualquier iglesia. En fin, el Jesús de Iztapalapa no es humano —ni ningún Cristo en procesión—: su atuendo y su carga son suficientes para despertar el Gólgota que habita en el Cerro de la Estrella —y en cualquier lugar.

El ingreso de la procesión al Cerro de la Estrella se realiza por la calle La Estrella. Ésta, a su vez, hace esquina con la calzada Ermita Iztapalapa. Como fue anunciado diariamente en los noticieros, una concentración de granaderos estaría esperando la llegada de la procesión en esa esquina para amenizar los fervores. Ingresar a la crucifixión no es tarea sencilla: se debe apartar lugar en el Cerro desde la ocho de la mañana, pues a las doce del día se cierra el acceso y sólo podrán ver de primera mano la crucifixión aquellos asistentes que pecaron de pacientes. El objetivo de los granaderos es reducir la columna progresivamente para evitar la entrada de los vivos que, ocultos tras la inercia del flujo humano, quieren burlar las normas y tener el mejor lugar sin merecerlo.

Los granaderos habían colocado vallas a los costados, cercando el acceso de los que esperaban al Cristo sobre la calzada Ermita y facilitando el paso de la columna religiosa. Primero accedió un grupo de nazarenos que tenían prisa por abandonar el ardiente asfalto de La Estrella. Como es de suponerse, los nazarenos emulan el sacrificio de Jesús de forma ligeramente más tenue. Por las cruces que cargan y las lastimaduras que se provocan al andar descalzos, podría pensarse que son penitentes en busca de la expiación de una culpa; pero esto no es una regla: había niños calzados con tenis, arrastrando cruces pequeñas de triplay y sonriendo a la cámara de los únicos que consideraban esto una ternura: sus padres. Más atrás vendrían algunos nazarenos completamente en éxtasis, con la mirada fija en el camino y la severidad de su penitencia; y mucho más atrás llegarían los nazarenos que cedían la carga a los amigos y, avergonzados, se dedicaban a justificar su nula capacidad con gestos y muecas que distaban mucho del porte místico que se esperaba.

Creo que todo el público se distrajo cuando pasaron Dimas y Gestas: sólo se alcanzaron a ver sus pelucas y sus torsos desnudos. Luego ingresaron esporádicamente algunos nazarenos: todos fueron una falsa alarma de la llegada del Cristo. Otra falsa alarma le daba escenario a un nazareno en compañía de sus amigos. Los cuatro caminaban muy despreocupados y fueron el blanco de fotógrafos que, seguramente, utilizarían las fotos para ridiculizar su actitud poco entregada. La mayoría de los fotógrafos que vimos pasar por aquella esquina se distinguían por sus dreadlocks y chalecos con múltiples compartimentos. Su altanería era ofensiva; sobre todo cuando, riendo, giraban hacia los espectadores y capturaban nuestra imagen de animales cercados.

Ya había transcurrido más de una hora desde la aparición del primer nazareno y la rabia comenzaba a concentrarse. Un hombre tatuado —con gafas y playera de tirantes— se animó a ganar espacio entre los que teníamos vista preferencial (no porque presumiéramos un tarjetón VIP; sino porque legítimamente habíamos llegado temprano). Poco a poco, el hombre daba un paso hacia la izquierda, dos pequeños al frente y un coqueto paso más hacia adelante. Todos sabíamos que iba avanzando, pero nadie le cedería fácil el terreno… Ocurrió que una niña quiso ocupar los sanitarios portátiles y el hombre se aprovechó del descuido para ganar el lugar que el metabolismo le arrebató a la pequeña y a su madre. Fue grande su ganancia y algunos lo miramos con envidia. Fue tanto su agrado por el éxito obtenido que se animó a celebrar palpando el derrière de una damita muy corpulenta. La señora se volteó tranquila, sin perder la calma; pero cuando sus suposiciones fueron corroboradas por la imagen de tan simpático donjuán, su inmensa y musculosa espalda rotó para darle respuesta a tan sincero gesto de júbilo. El moreno conquistador tuvo que ceder sus tierras, regresar a su estamento inicial, y no le quedó más que fingir interés en una nueva falsa alarma.

Poco después de tan usual incidente, llegó un grupo pequeño de personas: escoltaban a un nazareno que se evitó el Vía Crucis y quiso incorporarse por donde nosotros contemplábamos la marcha. Evidentemente, un granadero le cerró el paso y le sugirió que reconsiderara su objetivo. Él, con la adrenalina a tope, insistió en que su conducta era adecuada y pasaría la cruz por encima de la valla. Casi todos guardábamos silencio, pero algunas señoras se animaban a echar voces de apoyo “porque está cargando”. Los más fraternos le abrimos paso. El granadero se sintió agredido y quiso hacer respetar la valla que le fue conferida: después de haber cedido se negó rotundamente y los observadores de la procesión se enardecieron. El nazareno retrocedió con su cruz, auxiliado por varones considerados. Algunos se animaron a incitar al granadero mostrándole fajitos de billetes de a cincuenta y cien pesos y moviéndolos como tentempié canino. Un padre de familia muy enardecido incitó al nazareno: “¡Sobre su pinche madre!”; y el recuerdo del amor inmenso de Dios se perdió cuando ocuparon la cruz como ariete. Habían retrocedido para que su carga tomara fuerza y casi habrían derrumbado la valla si el granadero no hubiera cedido el paso y algunas señoras no hubieran gritado. El nazareno pasó y sólo faltaba que alguien le ayudara elevando la cruz por encima del cerco. Cuatro voluntarios le ayudaron y aprovecharon para seguir a la cruz y quedar al frente.

Nadie le tomó importancia a los vivales porque en esos momentos ocurría algo más grave frente a nosotros: un hombre en estado alterado manipulaba ferozmente a un caballo de mediano cuerpo. El hombre perdió el control y el equino avanzó atropelladamente por entre los granaderos que, poco a poco, iban cerrando el paso de la columna religiosa: el Cristo se acercaba y nadie pasaría detrás de él a su crucifixión. El hombre fue despojado de su montura y tranquilizado con gritotes y amenazas de humillantes cachetadas. Mientras el hombre descendía lentamente de su alteración, el Cristo arribó al umbral del Cerro de la Estrella. Se escucharon muchas voces de desilusión debido a sus heridas falseadas y a la pintura que emulaba el líquido vital. Naturalmente todos se movían para corroborar su apariencia: la gran desilusión fue no verlo lacerado. Repentinamente, los granaderos se enfrentaron a una columna de jóvenes con la apariencia de las estrellas del reggaetón contemporáneo: todos querían colarse al espectáculo. Por enfrentar a la escuadra juvenil, los granaderos descuidaron al Cristo, que se balanceaba de izquierda a derecha con la cruz más grande de la procesión. Cristo tomaba un respiro y todos los periodistas registraban en tropel “el enfrentamiento”. Algunos fotógrafos, en lugar de auxiliar al Cristo, se preocupaban por obtener la imagen del día; que, supongo, era tomada de tan cerca que sólo capturaba un ojo cerrado del Cristo, su oreja o la peluca.

El Cristo prosiguió su marcha y la formación de los granaderos se vio penetrada por una cuadrilla de jóvenes avivados. El resultado había sido dictado. Todos podían retirarse a las pantallas gigantes: la crucifixión sería transmitida en vivo. El hombre que perdió el control de su montura fue liberado y se dispuso a buscar a su rocín. Algún cobarde le dijo “pinche teporingo” y se escondió. Él, enardecido por el maltrato de los granaderos, se dirigió firmemente hacia el público para encontrar el “pinchi culero” que lo había ofendido. Todo el público se disipó y algunos se retiraron para hacer fila en los juegos mecánicos. Otros compraban platillos tradicionales y los que seguíamos hambrientos de ceremonia fuimos a ver la crucifixión en las pantallas gigantes. El Arcángel Gabriel fue subido al brazo derecho de la cruz mediante una escalera. Iba atado con un arnés de cuerda de henequén y, a todas luces, era incapaz de comprender cuál era su papel en ese lugar. Se recargó en la cruz como si fuera la barra de un desayunador, acomodó los codos y contempló desde arriba la muerte del Cristo de Iztapalapa de este 2010.

– Jorge Betanzos

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