(Escenario): Bitácora de Semana Santa

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Cruz Primera

(El bebé Felipe)

Caminar por debajo de una jacaranda en flor es semejante a la Semana Santa para un creyente: el color violáceo inunda profundo los ojos y matiza cualquier acento cromático en el mundo. Los noticieros arruinan toda la belleza del mundo antes de ellos; eliminan el anonimato y, en esta ocasión, bombardearon a todas horas con las fotos y la descripción de cada uno de los participantes de la última representación de la Pasión de Cristo en Iztapalapa. Querer hablarle a José Jaime Domínguez (Judas Iscariote) para conversar, era como predecir que saldría en la televisión en una nota, como postal representativa, de lo doloroso que es para él mentirle a Cristo. En mi caso, los intentos por entablar contacto con los intérpretes se sucedían como una línea de fichas de dominó que caían con toda decepción. Shalom Lamas (Virgen María) estuvo a punto de contestarme el teléfono, pero los noticieros me robaron metafísicamente la primicia y desistí nuevamente. De Francisco Gerardo Serrano (Jesús) puedo decir que era tan notoria su ocupación entre su preparación física y las múltiples visitas de los medios que me pareció el indicado para ser seguido.

En los años sesentas y setentas, la desorganización de la Pasión en Iztapalapa te impedía conocer los horarios y la ruta del Vía Crucis. Por eso, si asistías, de repente se escuchaba “por ahí va” (así, sin emoción) y la gente corría para ver sólo el final de la columna. Algo en este tenor fue mi búsqueda de lo que yo quise que fuera una hierofanía privada: para seguir al Cristo, mis amigos, que sabían que yo lo andaba buscando en buena lid, me avisaban cuando lo veían. Mensajes de celular llegaban y hasta una llamada, todos para decirme que el Cristo caminaba cerca del eje Ermita. La verdad, el sol estaba tan fuerte que no atendí todas las amables orientaciones; además, las veces en que me animé a encontrarlo no se veía con muchas ganas de conversar mientras entrenaba; pero sí aceptaba los “ánimos” que le eran enviados desde autos y casas.

La representación en serio, con el aire como una tela grisácea que anuncia que todo lo que veas lo vas a recordar, comienza el Jueves Santo. El eje Ermita es tomado por una feria en la que es preciso detenerme: yo soy asiduo consumidor de los juegos mecánicos y, con la licencia que da la experiencia puedo decir que los operadores de esa feria estaban más sanguinarios que la media; la gente apenas podía gritar y algunas cabelleras daban brochazos al cielo sin que se viera el sentido de sufrir tan rápido. Caminar entre los juegos, con la cabeza a punto de rozar el estribo de una banca de la rueda de la fortuna, puede verse como rito de paso si es que uno tiene ánimos de héroe. He de reconocer que por algún momento se me olvidó mi objetivo principal, pero todo cobró sentido cuando una banda (una mezcla entre tambora y banda oaxaqueña) marcó una marcha fúnebre con todo el peso de una letanía. Imponente. Sencillamente vi pasar al Cristo y los pómulos me cimbraban el rostro todo.

Luego vendrían Dimas y Gestas, más cientos de romanos montados en flacos jamelgos con el tatuaje casi marcado en los huesos. Quizás, quien más gustó entre los niños fue Luzbel, que apareció con lo que parecía ser una cornamenta, pero asemejaba más un tocado isabelino: un toque de moda que nunca hubiera imaginado. La representación entonces, sin sangre, en mero ámbito significativo —con todo el boato que antecede a la tormenta— le pertenece al barrio; no a los medios. “Barrio” es el nombre que recibe una comunidad. Se puede ser “del barrio” como decir “del rumbo”; pero no se es barrio únicamente por compartir la demarcación geográfica: el barrio implica valores entre los que la amistad fraterna comparte la traición y la violencia en el mismo Beatus ille. Los participantes, los convidados a la Última Cena, eran todos del barrio: las calles llenas de observadores, los penitentes, la gente que comía en los puestos y disfrutaba el dolor de los juegos; todos. No es noticia que el barrio esté reunido.

La procesión recorría las calles y yo con ellos, pero en sentido contrario. Quería encontrar la procesión más de una vez para identificar la emoción de ver venir a Cristo con sus apóstoles y un guardaespaldas etéreo (el Arcángel Gabriel). Y es que asistir a la Pasión de Cristo, como se debe, es en verdad una hierofanía: la gente permanece de pie, esperando a la procesión por horas para ver, por unos segundos, a Cristo representado. Caminar por 5 de mayo, antes de mi segundo encuentro con el Cristo, me confirmó el espíritu sanguinario que dominaba el ambiente: en una casa abrieron una hoja del zaguán para dejar ver tres vitroleros y un letrero que ofrecía “Aguas rojas”. La visión era un sueño: un hombre joven con las manos sucias moviendo insistentemente agua de sandía, Jamaica y otra cosa, “que si no comprabas, no sabrías”. Decliné el ofrecimiento para caminar por la calle de Ayuntamiento.

Se es partícipe activo en la representación con la madurez y se es espectador desde siempre. El Jueves Santo en Iztapalapa estuve parado al lado de una señora que cargaba a un bebé en la banqueta de la calle Ayuntamiento, en el Barrio La Asunción (justo debajo de un árbol que tiene por frutos un sinfín de balones ponchados de futbol). Para el que esto escribe, el espíritu de la representación se ciñó absolutamente en ese bebé: moreno, de camisita sucia y con apenas la posibilidad de balbucear, miraba azorado el paso de la procesión dirigida por el Cristo de Iztapalapa. Su mamá, minutos antes de que pudiéramos distinguir al Cristo, comentaba su asombro ante la coincidencia entre la luna llena y la Semana Santa: siempre había luna llena en Semana Santa. Es cierto que el calendario lunar es consultado (paganamente) para determinar las fechas de la Semana Santa; pero ante el bebé, eso adquiere una segunda importancia. Incluso es secundaria la forma en que se levantaba la gente al ver el cortejo que acompañaba al Cristo: al momento en el que todos corrían para alcanzar una mejor perspectiva adelante del Cristo, todos —unas setenta personas— saludaron al bebé, uno por uno lo acariciaron rápido y lo llamaron por su nombre: Felipe. El bebé Felipe contemplaba los símbolos de los que se pueden hacer innumerables análisis y repeticiones. El bebé Felipe tenía ante sus ojos siglos de fe y “civilización”, cámaras fotográficas, micrófonos y un raudal de gente que pasaba saludándolo con cariño; porque él, sin saberlo, es el barrio y el último y el primer eslabón de estos actos de fe.

– Jorge Betanzos

(Foto tomada de iztapalapa.gob.mx)

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