“Cada época”, escribía Alejo Carpentier en un texto llamado El adjetivo y sus arrugas, “tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas”. El cubano detalla que los poetas del romanticismo, que “amaban la desesperación -sincera o fingida” usaron un “riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos”.
Nuestra época, que no es un movimiento literario pero parece más sabia que cualquiera de ellos, ha preferido descontinuar la mayoría de los adjetivos. Si “los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico”, hoy en día basta con ser “cool”.
El Urban Dictionary cita 164 definiciones de la palabra, todas muy similares entre sí. Cool es “la mejor forma de decir que algo es bonito, increíble o extraordinario”; es también “una palabra que puede usarse cuando no sabes qué decir, o cuando no te interesa la conversación”; es, finalmente, “cualquier cosa popular”. Como adjetivo, cool es eficaz porque puede usarse para calificar casi cualquier cosa –una película, un libro, una canción, un estado de ánimo–, pero es poco descriptivo, no nos dice si la película es larga o chistosa, si el disco es ruidoso o festivo, si el libro es bueno o malo. Basta con que sea cool para que sea aceptable, y se entiende que esa característica tiene más importancia que cualquier otra.
Lo único más cool que ser cool es ser “demasiado” cool”. De un tiempo acá, se usa el adjetivo y adverbio “demasiado” para calificar positivamente algo. Muy probablemente se trate también de una copia del inglés, donde el adverbio too se usa así coloquialmente. Es común oír cosas como “el concierto estuvo demasiado bueno”, o “estoy demasiado contento”. Un concierto puede estar “muy bueno”, “buenísimo”, “excelente”, “fantástico”, o directamente, “chingón”, y uno puede estar “exultante”, “eufórico” o “feliz” (o, en cualquiera de los dos ejemplos, “cool”). Pero “demasiado” significa “en mayor número, cantidad, grado, etc., de los necesarios o convenientes”. Puede hacer demasiado calor, cuando este no es soportable. Puede llover demasiado, cuando los canales se rompen y el estado de México se inunda. Comer demasiado provoca indigestión. ¿Pero cómo se siente gustar demasiado de algo? ¿Como un éxtasis seguido por la condenación eterna? ¿O como la falta de palabras para expresar una idea simple?
Mientras buscaba, en la página de la Fundación del Español Urgente (Fundeu), argumentos en contra del demasiado uso de “demasiado”, una nota me llamó la atención: “bizarro no significa raro, sino valiente”.
“Bizarro” es otra de esas palabras de moda, pero además una que da cierto estatus, y hasta le ayuda a uno a pasar por culto. Se usa la palabra “bizarro”, por ejemplo, para describir una película de David Lynch, con sus diálogos absurdos, sus atmósferas oníricas y sus personajes extravagantes. O para caracterizar un evento improbable: “Me encontré a mi tía Socorro haciéndose un tatuaje, estuvo super bizarro”.
Todos estos usos del adjetivo “bizarro” son más o menos correctos en inglés y en francés, pues en ellos la palabra designa algo “que se aleja de lo común o que sorprende por su naturaleza extraña”, pero absolutamente incorrectos en español. Según la RAE, “bizarro” tiene las siguientes acepciones:
1. adj.Valiente (‖ esforzado).
2. adj. Generoso, lucido, espléndido.
El cine de Lynch no es generoso, aunque sí valiente; el encuentro improbable no es por ello esforzado. Este hallazgo me llevó, casi simultáneamente, a asombrarme y a encogerme de hombros. No importa que diga la Real Academia, encuentro poco probable que alguien se ponga a cantar loas de “nuestro bizarro cuerpo de bomberos”. Según el diccionario de María Moliner, “bizarro no se aplica corrientemente más que a militares, frecuentemente como epíteto humorístico, y los que le usan le dan más bien sentido de ‘apuesto’: ‘La acompañaba un bizarro militar’”.
El mencionado texto de Carpentier partía de la siguiente consideración:
“Los adjetivos son las arrugas del estilo. […] Cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga”. Habría que decir que las arrugas son rasgos tan distintivos como los ojos o los labios o la nariz. Las arrugas, como dicen los lugares comunes, son reflejos de las alegrías, las tristezas. Podrán ser signos de vejez, pero son signos más o menos irrepetibles.
Está claro que tres ejemplos no se traducen en un estilo, pero, ¿qué clase de arrugas serán los adjetivos de esta época? ¿Cómo se verán millones de rostros marcados por lo “cool”, trastocados por lo bizarro, buscando la satisfacción al grado de demasía? Yo creo que no habrá arrugas: me imagino rostros planos, indistintos, con la boca abierta en círculo, pronunciando una “u” sin sonreír.
es editor digital de Letras Libres.