Borrar todas las huellas

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No era tan tarde cuando Savarini llegó. Meses más tarde, cuando tuvieron que hacer memoria e intentar recordar a qué hora exactamente hizo su entrada en el local, no lograron ponerse de acuerdo. Por fortuna, pagó con su tarjeta de crédito antes de salir, y esa transacción electrónica quedó registrada: dejó el bar poco después de las diez, así que todos aquellos que sostenían que no entró hasta pasadas las nueve y media quedaron desacreditados; se podía engañar a los sentidos, a la esposa, al barman más curtido, pero a Visa no la podías engañar (: sabía tus vicios, tus gastos, tus deudas, tus miserias, tus hábitos, tus horarios, tus pagos fraccionados, tus gustos, tu aficiones, todo.)

Aquella noche no era tan tarde, y eso desató las especulaciones. No podía haber sido él. Por lo visto, si era cierto –nadie quería dar todo el crédito a la información irrefutable de la tarjeta de crédito, pero no había otro remedio– era imposible que hubiera sido él. Tuvo que ser otro. Otro que no era Savarini pero que todos asumían que se le tenía que parecer. Un Savarini más enjuto quizá, más nocturno, más escurridizo y oscuro, un Savarini que haya engañado a todos hasta el punto de hacerles creer que han visto a alguien a quien no han podido ver.

Savarini habia hablado mucho de la mala suerte en ese mismo bar antes de que sucediera lo suyo. Lo suyo es que lo encarcelaron durante casi dos años, hasta que pudo demostrar que no, que no había sido él. Y eso que al segundo día ya había pedido a su abogado que se pusiera en contacto con Visa para que pasase el extracto del bar. Savarini había trabajado en algún tipo de empresa de import-export, probablemente en el puerto. Sabía que estas operaciones dejan constancia y que las entidades de crédito conservan los datos durante mucho tiempo. Mucho más tiempo del que es legal, casi seguro. O al menos más tiempo del que debería serlo. A la semana ya hubiera podido estar libre, pero no.

Tanto había hablado Savarini de la mala suerte que lo más probable es que la llamara, no se sabe si queriendo o sin querer. El caso es que la niña, sin duda, murió entre las nueve y las diez, lo sabían muy bien porque cuando encontraron el cadáver había transcurrido muy poco tiempo, tan poco, porque fue en esa misma noche que las malas lenguas que siempre lo saben todo dijeron que ni siquiera el rigor mortis se había instalado, y por eso hilaba tan fino el forense. Todos podían imaginar encontrar a la nena e intentar reanimarla y luego tomarla en los brazos y levantarla como si se la acunase, y que estuviera como dormida, muerta hacía tan poco que aún se le caía un brazo, laxo. Nadie la conocía, pero todo el mundo le hacía un vestido con vuelo, unos zapatitos rojos y una melena larga de color castaño. Mierda, era lo siguiente que se pensaba, sin pensar. Nos la robaron, nos la robó un cabrón, fue ese cabrón de Savarini. Pero no fue, y eso quedó claro, y no pudo ser porque estuvo en el bar por horas.

Nosotros llegamos al caso muy tarde, cuando el caso ya estaba más que prescrito, cuando el caso era ya más bien algo que contaban los detectives mayores, a punto de retirarse. De todos modos, lo de Savarini nos seguía llamando la atención, por raro.

¿Cómo percibimos el tiempo? En los primeros interrogatorios, todo el mundo parecía de acuerdo: Savarini llegó pasadas las ocho de la noche, pidió un bourbon tras otro durante por los menos dos horas, ya que bebió siete, como quedaba reflejado en la cuenta que pagó. No invitó a nadie, dijeron amargamente los testigos. Eso significaba que bebió solo. Bebió solo y los demás le debieron de mirar con odio, porque no invitó a nadie. Y enseguida supieron lo de la nena, al cabo de un rato, la encontraron a dos cuadras del bar como un pajarito que se hubiera caído del nido. Nadie tenía dudas de que fue Savarini. A la policía le pareció bien.

Nada tenía sentido: el error de apreciación de tiempo de los testigos, el cálculo mal hecho de los investigadores… Si llegó a las ocho aproximadamente al bar, ¿cómo pudo matar a la nena antes, y que no se instalase en ella la rigidez de los muertos? ¿Cómo creyeron todos que llegó tan tarde? ¿Por qué nadie le escuchó durante dos años? Ni a él ni a su abogado.

Savarini ya no se lamenta de su mala suerte. Sigue yendo al bar. La niña ya tendría edad de tener una niña. Nadie sabe muy bien a qué se dedica Savarini. Tiene una oficina en el puerto, import-export o algo así, pero siempre es algo muy vago. No tiene hijos. No tiene mujer. O al menos nadie sabe que tenga mujer o hijos, o que los haya tenido. De todos modos, no lo parece. Siempre toma solo, no invita a nadie, la gente le tiene manía. Lleva pegado al monstruo, eso lo sabemos todos, aunque no cometiera ese crimen. Estamos siempre a la espera de que lo cometa. De oficio, cuando desaparece una nena, comprobamos dónde estaba Savarini. Porque aunque esa vez no lo hiciera, estamos seguros de que puede hacerlo, con la certeza que tendríamos para decir que estamos seguros de que volverá a hacerlo, aunque insisto en que esa vez pudo demostrar su inocencia.

A veces los jóvenes investigadores nos hacemos una pregunta muy inquietante: ¿qué si el asesinato se hubiera producido a las diez y cinco y no a las diez, como dijo el forense? Entonces Savarini hubiera podido cometerlo tranquilamente al salir del bar, anestesiado con siete bourbons, previo pago con tarjeta de crédito y con la coartada bien establecida, e ir a casa a dormir. Claro que pensamos que es una fantasía, si fuera el asesino en ese momento no podría saber que el forense establecería la hora de la muerte a las diez en punto, como máximo, en fin, encontraron a la niña a las diez y cuarto, y a las diez y media de la noche dijo el forense que podía haber muerto media hora antes o una hora y cuarto antes, pero hasta las nueve –ponía la mano en el fuego, para que no cupieran dudas– hasta las nueve esa niña estaba viva.

Savarini se quejaba siempre de su mala suerte, y casi parecía llamarla. Quizá lo que hizo fue conjurarla poniéndola a prueba. La suerte tiene un punto de orgullo que hace que cuando se la convoca intente siempre estar, la suerte no se pierde nunca un evento importante en tu vida: buena o mala. La fortuna. Savarini no se queja, pasa todos los días dos veces por la acera en que el cadáver de la niña se halló, acurrucado. Todos sabemos que el criminal siempre regresa al lugar del crimen, pero… ¿qué criminal resistiría pasar miles de veces por el lugar del crimen? Yo me lo pregunto y aunque la respuesta que me doy siempre es Savarini, espero que no. Y no dejo nunca que mi hija me venga a recoger al trabajo. ~

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