A lo largo de la historia, la nociรณn de cultura ha tenido distintos significados y matices. Durante muchos siglos fue un concepto inseparable de la religiรณn y del conocimiento teolรณgico; en Grecia estuvo marcado por la filosofรญa y en Roma por el derecho, en tanto que en el Renacimiento lo impregnaban sobre todo la literatura y las artes. En รฉpocas mรกs recientes como la Ilustraciรณn fueron la ciencia y los grandes descubrimientos cientรญficos los que dieron el sesgo principal a la idea de cultura. Pero, a pesar de esas variantes y hasta nuestra รฉpoca, cultura siempre significรณ una suma de factores y disciplinas que, segรบn amplio consenso social, la constituรญan y ella implicaba: la reivindicaciรณn de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos histรณricos, religiosos, filosรณficos y cientรญficos en constante evoluciรณn y el fomento de la exploraciรณn de nuevas formas artรญsticas y literarias y de la investigaciรณn en todos los campos del saber.
La cultura estableciรณ siempre unos rangos sociales entre quienes la cultivaban, la enriquecรญan con aportes diversos, la hacรญan progresar y quienes se desentendรญan de ella, la despreciaban o ignoraban, o eran excluidos de ella por razones sociales y econรณmicas. En todas las รฉpocas histรณricas, hasta la nuestra, en una sociedad habรญa personas cultas e incultas, y, entre ambos extremos, personas mรกs o menos cultas o mรกs o menos incultas, y esta clasificaciรณn resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regรญa un mismo sistema de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse.
En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La nociรณn de cultura se extendiรณ tanto que, aunque nadie se atreverรญa a reconocerlo de manera explรญcita, se ha esfumado. Se volviรณ un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son.
La mรกs remota seรฑal de este progresivo empastelamiento y confusiรณn de lo que representa una cultura la dieron los antropรณlogos, inspirados, con la mejor buena fe del mundo, en una voluntad de respeto y comprensiรณn de las sociedades mรกs primitivas que estudiaban. Ellos establecieron que cultura era la suma de creencias, conocimientos, lenguajes, costumbres, atuendos, usos, sistemas de parentesco y, en resumen, todo aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora. Esta definiciรณn no se limitaba a establecer un mรฉtodo para explorar la especificidad de un conglomerado humano en relaciรณn con los demรกs. Querรญa tambiรฉn, de entrada, abjurar del etnocentrismo prejuicioso y racista del que Occidente nunca se ha cansado de acusarse. El propรณsito no podรญa ser mรกs generoso, pero ya sabemos por el famoso dicho que el infierno estรก empedrado de buenas intenciones. Porque una cosa es creer que todas las culturas merecen consideraciรณn, ya que, sin duda, en todas hay aportes positivos a la civilizaciรณn humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen. Y es esto รบltimo lo que asombrosamente ha llegado a ocurrir en razรณn de un prejuicio monumental suscitado por el deseo bienhechor de abolir de una vez y para siempre todos los prejuicios en materia de cultura. La correcciรณn polรญtica ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmรกtico, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas. Segรบn esta arcangรฉlica concepciรณn, todas las culturas, a su modo y en su circunstancia, son iguales, expresiones equivalentes de la maravillosa diversidad humana.
Si etnรณlogos y antropรณlogos establecieron esta igualaciรณn horizontal de las culturas, diluyendo hasta la invisibilidad la acepciรณn clรกsica del vocablo, los sociรณlogos por su parte –o, mejor dicho, los sociรณlogos empeรฑados en hacer crรญtica literaria– han llevado a cabo una revoluciรณn semรกntica parecida, incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular, una forma de cultura menos refinada, artificiosa y pretenciosa que la otra, pero mucho mรกs libre, genuina, crรญtica, representativa y audaz. Dirรฉ inmediatamente que en este proceso de socavamiento de la idea tradicional de cultura han surgido libros tan sugestivos y brillantes como el que Mijaรญl Bajtรญn dedicรณ a La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento / El contexto de Franรงois Rabelais, en el que contrasta, con sutiles razonamientos y sabrosos ejemplos, lo que llama “cultura popular”, que, segรบn el crรญtico ruso, es una suerte de contrapunto a la cultura oficial y aristocrรกtica, la que se conserva y brota en los salones, palacios, conventos y bibliotecas, en tanto que la popular nace y vive en la calle, la taberna, la fiesta, el carnaval y en la que aquella es satirizada con rรฉplicas que, por ejemplo, desnudan y exageran lo que la cultura oficial oculta y censura como el “abajo humano”, es decir, el sexo, las funciones excrementales, la groserรญa y oponen el rijoso “mal gusto” al supuesto “buen gusto” de las clases dominantes.
No hay que confundir la clasificaciรณn hecha por Bajtรญn y otros crรญticos literarios de estirpe sociolรณgica –cultura oficial y cultura popular– con aquella divisiรณn que desde hace mucho existe en el mundo anglosajรณn, entre la high brow culture y la low brow culture: la cultura de la ceja levantada y la de la ceja alicaรญda. Pues en este รบltimo caso estamos siempre dentro de la acepciรณn clรกsica de la cultura y lo que distingue a una de otra es el grado de facilidad o dificultad que ofrece al lector, oyente, espectador y simple cultor el hecho cultural. Un poeta como T.S. Eliot y un novelista como James Joyce pertenecen a la cultura de la ceja levantada en tanto que los cuentos y novelas de Ernest Hemingway o los poemas de Walt Whitman a la de la ceja alicaรญda pues resultan accesibles a los lectores comunes y corrientes. En ambos casos estamos siempre dentro del dominio de la literatura a secas, sin adjetivos. Bajtรญn y sus seguidores (conscientes o inconscientes) hicieron algo mucho mรกs radical: abolieron las fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante, asegurando que lo que podรญa haber en este discriminado รกmbito de impericia, chabacanerรญa y dejadez estaba compensado largamente por su vitalidad, humorismo, y la manera desenfadada y autรฉntica con que representaba las experiencias humanas mรกs compartidas.
De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrecciรณn polรญtica, los lรญmites que mantenรญan separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos. Basta abrir un periรณdico o una revista para encontrar, en los artรญculos de comentaristas y gacetilleros, innumerables referencias a la mirรญada de manifestaciones de esa cultura universal de la que somos todos poseedores, como por ejemplo “la cultura de la pedofilia”, “la cultura de la mariguana”, “la cultura punqui”, “la cultura de la estรฉtica nazi” y cosas por el estilo. Ahora todos somos cultos de alguna manera, aunque no hayamos leรญdo nunca un libro, ni visitado una exposiciรณn de pintura, escuchado un concierto, ni aprendido algunas nociones bรกsicas de los conocimientos humanรญsticos, cientรญficos y tecnolรณgicos del mundo en que vivimos.
Querรญamos acabar con las รฉlites, que nos repugnaban moralmente por el retintรญn privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creรญan superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero lo que hemos conseguido es una victoria pรญrrica, un remedio que resultรณ peor que la enfermedad: vivir en la confusiรณn de un mundo en el que, paradรณjicamente, como ya no hay manera de saber quรฉ cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es.
Sin embargo, se me objetarรก, nunca en la historia ha habido un cรบmulo tan grande de descubrimientos cientรญficos, realizaciones tecnolรณgicas, ni se han editado tantos libros, abierto tantos museos ni pagado precios tan vertiginosos por las obras de artistas antiguos y modernos. ¿Cรณmo se puede hablar de un mundo sin cultura en una รฉpoca en que las naves espaciales construidas por el hombre han llegado a las estrellas y el porcentaje de analfabetos es el mรกs bajo de todo el acontecer humano? Sรญ, todo ese progreso es cierto, pero no es obra de mujeres y hombres cultos sino de especialistas. Y entre la cultura y la especializaciรณn hay tanta distancia como entre el hombre de Cromagnon y los sibaritas neurastรฉnicos de Marcel Proust. De otro lado, aunque haya hoy muchos mรกs alfabetizados que en el pasado, este es un asunto cuantitativo y la cultura no tiene mucho que ver con la cantidad, sรณlo con la cualidad. Es decir, hablamos de cosas distintas. A la extraordinaria especializaciรณn a que han llegado las ciencias se debe, sin la menor duda, que hayamos conseguido reunir en el mundo de hoy un arsenal de armas de destrucciรณn masiva con el que podrรญamos desaparecer varias veces el planeta en que vivimos y contaminar de muerte los espacios adyacentes. Se trata de una hazaรฑa cientรญfica y tecnolรณgica, sin lugar a dudas y, al mismo tiempo, una manifestaciรณn flagrante de barbarie, es decir, un hecho eminentemente anticultural si la cultura es, como creรญa T.S. Eliot, “todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido”.
La cultura es –o era, cuando existรญa– un denominador comรบn, algo que mantenรญa viva la comunicaciรณn entre gentes muy diversas a las que el avance de los conocimientos obligaba a especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sรญ. Era, asรญ mismo, una brรบjula, una guรญa que permitรญa a los seres humanos orientarse en la espesa maraรฑa de los conocimientos sin perder la direcciรณn y teniendo mรกs o menos claro, en su incesante trayectoria, las prelaciones, lo que es importante de lo que no lo es, el camino principal y las desviaciones inรบtiles. Nadie puede saber todo de todo –ni antes ni ahora fue posible–, pero al hombre culto la cultura le servรญa por lo menos para establecer jerarquรญas y preferencias en el campo del saber y de los valores estรฉticos. En la era de la especializaciรณn y el derrumbe de la cultura las jerarquรญas han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, segรบn el embrollo que iguala las innumerables formas de vida bautizadas como culturas, todas las ciencias y las tรฉcnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mรญnimo de objetividad quรฉ es bello en el arte y quรฉ no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues la nociรณn misma de belleza estรก tan desacreditada como la clรกsica idea de cultura.
El especialista ve y va lejos en su dominio particular pero no sabe lo que ocurre a sus costados y no se distrae en averiguar los estropicios que podrรญa causar con sus logros en otros รกmbitos de la existencia, ajenos al suyo. Ese ser unidimensional, como lo llamรณ Marcuse, puede ser, a la vez, un gran especialista y un inculto porque sus conocimientos, en vez de conectarlo con los demรกs, lo aรญslan en una especialidad que es apenas una diminuta celda del vasto dominio del saber. La especializaciรณn, que existiรณ desde los albores de la civilizaciรณn, fue aumentando con el avance de los conocimientos, y lo que mantenรญa la comunicaciรณn social, esos denominadores comunes que son los pegamentos de la urdimbre social, eran las รฉlites, las minorรญas cultas, que ademรกs de tender puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber –las ciencias, las letras, las artes y las tรฉcnicas– ejercรญan una influencia, religiosa o laica, pero siempre cargada de contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artรญstico no se apartara demasiado de una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara mejores oportunidades y condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento moral para la sociedad, con la disminuciรณn de la violencia, de la injusticia, la explotaciรณn, el hambre, la enfermedad y la ignorancia.
En su cรฉlebre ensayo “Notas para la definiciรณn de la cultura”, T.S. Eliot sostuvo que no debe identificarse a esta con el conocimiento –parecรญa estar hablando para nuestra รฉpoca mรกs que para la suya porque hace medio siglo el problema no tenรญa la gravedad que ahora– porque cultura es algo que antecede y sostiene al conocimiento, una actitud espiritual y una cierta sensibilidad que lo orienta y le imprime una funcionalidad precisa, algo asรญ como un designio moral. Como creyente, Eliot encontraba en los valores de la religiรณn cristiana aquel asidero del saber y la conducta humana que llamaba la cultura. Pero no creo que la fe religiosa sea el รบnico sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errรกtico y autodestructivo como el que multiplica los polvorines atรณmicos o contamina de venenos el aire, el suelo y las aguas que nos permiten vivir. Una moral y una filosofรญa laicas cumplieron, desde los siglos xviii y xix, esta funciรณn para un amplio sector del mundo occidental.
Aunque, es cierto que, para un nรบmero tanto o mรกs grande de los seres humanos, resulta evidente que la trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que no pueden desprenderse sin caer en la anomia o la desesperaciรณn.
Jerarquรญas en el amplio espectro de los saberes que forman el conocimiento, una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la nociรณn bรกsica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie, una รฉlite conformada no por la razรณn de nacimiento ni el poder econรณmico o polรญtico sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, de manera flexible y renovable, un orden de importancia de los valores tanto en el espacio propio de las artes como en las ciencias y tรฉcnicas: eso fue la cultura en las circunstancias y sociedades mรกs cultas que ha conocido la historia y lo que deberรญa volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autรณmatas, hacia nuestra desintegraciรณn. Sรณlo de este modo la vida irรญa siendo cada dรญa mรกs vivible para el mayor nรบmero en pos del siempre inalcanzable anhelo de un mundo feliz.
Serรญa equivocado atribuir en este proceso funciones idรฉnticas a las ciencias y a las letras y a las artes. Precisamente por haber olvidado distinguirlas ha surgido la confusiรณn que prevalece en nuestro tiempo en el campo de la cultura. Las ciencias progresan, como las tรฉcnicas, aniquilando lo viejo, anticuado y obsoleto, para ellas el pasado es un cementerio, un mundo de cosas muertas y superadas por los nuevos descubrimientos e invenciones. Las letras y las artes se renuevan pero no progresan, ellas no aniquilan su pasado, construyen sobre รฉl, se alimentan de รฉl y a la vez lo alimentan, de modo que a pesar de ser tan distintos y distantes un Velรกzquez estรก tan vivo como Picasso y Cervantes sigue siendo tan actual como Borges o Faulkner.
Las ideas de especializaciรณn y progreso, inseparables de la ciencia, son รญrritas a las letras y a las artes, lo que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la mรบsica no cambien y evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la quรญmica y la alquimia, que aquella abole a esta y la supera. La obra literaria y artรญstica que alcanza cierto grado de excelencia no muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo a las nuevas generaciones y evolucionando con estas. Por eso, las letras y las artes constituyeron hasta ahora el denominador comรบn de la cultura, el espacio en el que era posible la comunicaciรณn entre seres humanos pese a la diferencia de lenguas, tradiciones, creencias y รฉpocas, pues quienes se emocionan con Shakespeare, se rรญen con Moliรจre y se deslumbran con Rembrandt y Mozart se acercan a, y dialogan con, quienes en el tiempo en que aquellos escribieron, pintaron o compusieron, los leyeron, oyeron y admiraron.
Ese espacio comรบn, que nunca se especializรณ, que ha estado siempre al alcance de todos, ha experimentado periodos de extrema complejidad, abstracciรณn y hermetismo, lo que constreรฑรญa la comprensiรณn de ciertas obras a una รฉlite. Pero esas obras experimentales o de vanguardia, si de veras expresaban zonas inรฉditas de la realidad humana y creaban formas de belleza perdurable, terminaban siempre por educar a sus lectores, espectadores y oyentes integrรกndose de este modo al espacio comรบn de la cultura. Esta puede y debe ser, tambiรฉn, experimento, desde luego, a condiciรณn de que las nuevas tรฉcnicas y formas que introduzca la obra asรญ concebida amplรญen el horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos mรกs ocultos, o exponiรฉndonos a valores estรฉticos inรฉditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visiรณn mรกs sutil y novedosa de ese abismo sin fondo que es la condiciรณn humana.
Hace ya algunos aรฑos vi en Parรญs, en la televisiรณn francesa, un documental que se me quedรณ grabado en la memoria y cuyas imรกgenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia, sobre todo cuando se habla del problema mayor de nuestro tiempo: la educaciรณn.
El documental describรญa la problemรกtica de un liceo en las afueras de Parรญs, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y รกrabes del Magreb. Este colegio secundario pรบblico, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituรญan un arcoรญris de razas, lenguas, costumbres y religiones, habรญa sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baรฑos o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos. No sรฉ si de todo ello habรญa resultado algรบn muerto, pero sรญ muchos heridos, y en los registros al local la policรญa habรญa incautado armas, drogas y alcohol.
El documental no querรญa ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor habรญa ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando. Por ejemplo, con inocultable satisfacciรณn, el director seรฑalaba que gracias al detector de metales reciรฉn instalado, por el cual debรญan pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzocortantes. Asรญ, los hechos de sangre se habรญan reducido de manera drรกstica. Se habรญan dictado disposiciones de que ni profesores ni alumnos circularan nunca solos, ni siquiera para ir a los baรฑos, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y, ahora, el colegio tenรญa dos psicรณlogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas –casi siempre huรฉrfanos, semihuรฉrfanos, y de familias fracturadas por la desocupaciรณn, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de gรฉnero– inadaptables o pendencieros recalcitrantes.
Lo que mรกs me impresionรณ en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo asรญ como: “Tout va bien, maintenant, mais il faut se dรฉbrouiller” (“Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglรกrselas”). Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaรฑo, ella y un grupo de profesores se habรญan puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro mรกs cercana y caminar juntos hasta el colegio. De este modo el riesgo de ser agredidos por los voyous (golfos) se enanizaba. Aquella profesora y sus colegas, que iban diariamente a su trabajo como quien va al infierno, se habรญan resignado, aprendido a sobrevivir y no parecรญan imaginar siquiera que ejercer la docencia pudiera ser algo distinto a su vรญa crucis cotidiano.
En esos dรญas terminaba yo de leer uno de los amenos y sofรญsticos ensayos de Michel Foucault en el que, con su brillantez habitual, el filรณsofo francรฉs sostenรญa que, al igual que la sexualidad, la psiquiatrรญa, la religiรณn, la justicia y el lenguaje, la enseรฑanza habรญa sido siempre, en el mundo occidental, una de esas “estructuras de poder” erigidas para reprimir y domesticar al cuerpo social, instalando sutiles pero muy eficaces formas de sometimiento y enajenaciรณn a fin de garantizar la perpetuaciรณn de los privilegios y el control del poder de los grupos sociales dominantes. Bueno, pues, por lo menos en el campo de la enseรฑanza, a partir de 1968 la autoridad castradora de los instintos libertarios de los jรณvenes habรญa volado en pedazos. Pero, a juzgar por aquel documental, que hubiera podido ser filmado en otros muchos lugares de Francia y de toda Europa, el desplome y desprestigio de la idea misma del docente y la docencia –y, en รบltima instancia, de cualquier forma de autoridad– no parecรญa haber traรญdo la liberaciรณn creativa del espรญritu juvenil, sino, mรกs bien, convertido a los colegios asรญ liberados, en el mejor de los casos, en instituciones caรณticas, y, en el peor, en pequeรฑas satrapรญas de matones y precoces delincuentes.
Es evidente que Mayo del 68 no acabรณ con la “autoridad”, que ya venรญa sufriendo hacรญa tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los รณrdenes, desde el polรญtico hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educaciรณn. Pero la revoluciรณn de los niรฑos bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamรณ como eslogan del movimiento “¡Prohibido prohibir!”, extendiรณ al concepto de autoridad su partida de defunciรณn. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario mรกs noble es desconocerla, negarla y destruirla. El poder no se vio afectado en lo mรกs mรญnimo con este desplante simbรณlico de los jรณvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayorรญa de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia despuรฉs de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.
Pero la autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder sino, como define en su tercera acepciรณn el Diccionario de la rae, de “prestigio y crรฉdito que se reconoce a una persona o instituciรณn por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”, no volviรณ a levantar cabeza. Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prรกcticamente inexistentes las figuras polรญticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la “autoridad” clรกsica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningรบn campo ha sido esto tan catastrรณfico para la cultura como en el de la educaciรณn. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos –desde la perspectiva progresista– en representante del poder represivo, es decir en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, habรญa que resistir, e, incluso, abatir, no sรณlo perdiรณ la confianza y el respeto sin los cuales era prรกcticamente imposible que cumpliera eficazmente su funciรณn de educador –de transmisor tanto de valores como de conocimientos– ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filรณsofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en รฉl uno de esos siniestros instrumentos de los que –al igual que los guardianes de las cรกrceles y los psiquiatras de los manicomios– se vale el establecimiento para embridar el espรญritu crรญtico y la sana rebeldรญa de niรฑos y adolescentes.
Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanizaciรณn de sรญ mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las mรกs disparatadas secuelas de la ideologรญa de Mayo del 68 en lo relativo a la educaciรณn, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelaciรณn en el rendimiento acadรฉmico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagarรญa la nefasta nociรณn de jerarquรญas, el egoรญsmo, el individualismo, la negaciรณn de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas –de las diatribas y fantasรญas– de Mayo del 68 ha sido que a raรญz de ello se ha acentuado brutalmente la divisiรณn de clases a partir de las aulas escolares. La enseรฑanza pรบblica fue uno de los grandes logros de la Francia democrรกtica, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregรญa, en cada nueva generaciรณn, las asimetrรญas y privilegios de familia y clase, abriendo a los niรฑos y jรณvenes de los sectores mรกs desfavorecidos el camino del progreso, del รฉxito profesional y del poder polรญtico.
El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseรฑanza pรบblica, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseรฑanza privada, a la que por razones econรณmicas tiene acceso sรณlo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revoluciรณn libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes polรญticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca tan cierto aquello de “nadie sabe para quiรฉn trabaja”. Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represiรณn, ni enajenaciรณn ni autoritarismo, los filรณsofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discรญpulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revoluciรณn educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueรฑos del poder siempre con el lรกtigo en las manos.
No es arbitrario citar el caso paradรณjico de Michel Foucault. Sus intenciones crรญticas eran serias y su ideal libertario innegable. Su repulsa de la cultura occidental –la รบnica que, con todas sus limitaciones y extravรญos, ha hecho progresar la libertad, la democracia y los derechos humanos en la historia– lo indujo a creer que era mรกs factible encontrar la emancipaciรณn moral y polรญtica apedreando policรญas, frecuentando los baรฑos “gays” de San Francisco o los clubes sadomasoquistas de Parรญs, que en las aulas escolares o las รกnforas electorales.
Y, en su paranoica denuncia de las estratagemas de que, segรบn รฉl, se valรญa el poder para someter a la opiniรณn pรบblica a sus dictados, negรณ hasta el final la realidad del sida –la enfermedad que lo matรณ– como un embauque mรกs del establecimiento y sus agentes cientรญficos para aterrar a los ciudadanos imponiรฉndoles la represiรณn sexual. Su caso es paradigmรกtico: el mรกs inteligente pensador de su generaciรณn tuvo siempre, junto a la seriedad con que emprendiรณ sus investigaciones en distintos campos del saber –la historia, la psiquiatrรญa, el arte, la sociologรญa, el erotismo y, claro estรก, la filosofรญa– una vocaciรณn iconoclasta y provocadora –en su primer ensayo habรญa pretendido demostrar que “el hombre no existe”– que a ratos se volvรญa mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. Tambiรฉn en esto Foucault no estuvo solo, hizo suyo un mandato generacional que marcarรญa a fuego la cultura de su tiempo: una propensiรณn hacia el sofisma y el artificio intelectual.
Es otra de las razones de la pรฉrdida de “autoridad” de los pensadores de nuestro tiempo: no eran serios, jugaban con las ideas y las teorรญas como los malabaristas de los circos con los paรฑuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen.
Una de las primeras en advertirlo y criticarlo con dureza fue Gertrude Himmelfarb, que, en una excelente y polรฉmica colecciรณn de ensayos titulada Mirando el abismo (On looking into the abyss, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1994), arremetiรณ contra la cultura posmoderna y, sobre todo, el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecรญan frรญvolas y superficiales comparadas con las escuelas tradicionales de crรญtica literaria e histรณrica.
Su libro es tambiรฉn un homenaje a Lionel Trilling, el autor de La imaginaciรณn liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y acadรฉmica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy dรญa pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo econรณmico (en este dominio abrigaba mรกs bien tesis socialdemรณcratas), pero sรญ en lo polรญtico, por su defensa pertinaz de la virtud para รฉl suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicciรณn de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilizaciรณn.
Para un “posmoderno” estas creencias resultan de una ingenuidad arcangรฉlica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb muestra cรณmo, pese a los pocos aรฑos que separan a la generaciรณn de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquel, convencido de que la historia humana es una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginaciรณn con raรญces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizado como axioma que todas las culturas se equivalen y disociado la literatura de la realidad, confinando a aquella en un mundo autรณnomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamรกs con la experiencia vivida.
Aunque no comparto del todo la devaluaciรณn que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault, a quien, con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochรกrsele, por ejemplo en sus teorรญas sobre las supuestas “estructuras de poder” implรญcitas en todo lenguaje (el que, segรบn el filรณsofo francรฉs, transmitirรญa siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemรณnicos), hay que reconocerle el haber contribuido a dar a ciertas experiencias marginales y excรฉntricas (de la sexualidad, de la represiรณn social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural, sus crรญticas a los estragos que la deconstrucciรณn ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, que en nuestros dรญas sea ya poco menos que inconcebible hablar de “humanidades”, para ellos un sรญntoma de apolillamiento intelectual y de ceguera cientรญfica.
Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes anรกlisis literarios o filosรณficos de Jacques Derrida he tenido la sensaciรณn de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crรญtica deba ser รบtil –si es divertido o estimulante ya me basta– sino porque si la literatura es lo que รฉl supone –una sucesiรณn o archipiรฉlago de “textos” autรณnomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoraciรณn y a toda interrelaciรณn con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual–, ¿cuรกl es la razรณn de “deconstruirlos”? ¿Para quรฉ esos laboriosos esfuerzos de erudiciรณn, de arqueologรญa retรณrica, esas arduas genealogรญas lingรผรญsticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacรญos animados? Hay una incongruencia absoluta entre una tarea crรญtica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier รญndole asociables a la problemรกtica humana y que, luego, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar –y a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensiรณn– esos monumentos de palabras inรบtiles. Cuando los teรณlogos medievales discutรญan sobre el sexo de los รกngeles no perdรญan el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestiรณn se vinculaba de algรบn modo para ellos con asuntos tan graves como la salvaciรณn o la condena eternas. Pero desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa naderรญa formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseรฑa sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral, es hacer de la crรญtica literaria una monรณtona masturbaciรณn.
No es de extraรฑar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucciรณn en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacรญos de alumnos (y que se filtren en ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crรญtica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerรญas y donde no es raro encontrarlos, en rincones legaรฑosos, entre manuales de yudo y karate u horรณscopos chinos).
Para la generaciรณn de Lionel Trilling, en cambio, la crรญtica literaria tenรญa que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veรญa en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueรฑos que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estรญmulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginaciรณn liberal (del que Gertrude Himmelfarb ha tomado el tรญtulo de su libro), Trilling se preguntaba si la mera enseรฑanza de la literatura no era ya, en sรญ, una manera de desnaturalizar y empobrecer el objeto del estudio. Su argumento se resumรญa en esta anรฉcdota: “Les he pedido a mis estudiantes que ‘miren el abismo’ (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante ¿no?” En otra palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvรญa saber abstracto la trรกgica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginaciรณn, privรกndolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolรญa toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrรบpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderรญo, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podรญa veinte aรฑos mรกs tarde valerse de la crรญtica literaria para “deconstruir” el Holocausto, en una operaciรณn intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeรฑados en negar el exterminio de seis millones de judรญos por los nazis.
Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseรฑanza de la literatura yo lo he releรญdo varias veces, sobre todo cuando me ha tocado hacer de profesor. Es verdad que hay algo engaรฑoso y paradojal en reducir a una exposiciรณn pedagรณgica, de aire inevitablemente esquemรกtico e impersonal –y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar– unas obras de imaginaciรณn que nacieron de experiencias profundas, y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya autรฉntica valoraciรณn sรณlo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la discreta y reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.
Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los crรญticos literarios, en cambio, sรญ. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generaciรณn de Lionel Trilling y que para mรญ tuvo un efecto parecido al que ejerciรณ este sobre la profesora Himmelfarb, contagiรกndome su convicciรณn de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que ellos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmund Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evoluciรณn de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubriรณ a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo, Hacia la estaciรณn de Finlandia, cayรณ en mis manos en mi รฉpoca de estudiante. En esas pรกginas de estilo diรกfano pensar, imaginar e inventar valiรฉndose de la pluma era una forma magnรญfica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capรญtulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.
Edmund Wilson no tuvo el dilema pedagรณgico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario. En verdad, ejerciรณ un magisterio mucho mรกs amplio del que acotan los recintos universitarios. Sus artรญculos y reseรฑas se publicaban en revistas y periรณdicos (algo que un crรญtico “deconstruccionista” considerarรญa una forma extrema de degradaciรณn intelectual) y algunos de sus mejores libros –como el que escribiรณ sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto– fueron reportajes para The New Yorker. Pero el escribir para el gran pรบblico profano no le restรณ rigor ni osadรญa intelectual; mรกs bien lo obligรณ a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.
Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepciรณn de la crรญtica literaria, con el convencimiento de que el รกmbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella deberรญa ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta en el fondo comรบn de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desรกnimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la funciรณn de la literatura es sรณlo contribuir a la inflaciรณn retรณrica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el รบnico objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingรผรญstico, el crรญtico puede, a la manera de tantos posmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.
La cultura puede ser experimento y reflexiรณn, pensamiento y sueรฑo, pasiรณn y poesรญa y una revisiรณn crรญtica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorรญas y creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la frivolidad, sin riesgo de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresiรณn es que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocaciรณn por el juego y la diversiรณn, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frรกgiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento. ~
Lima, abril de 2010
Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perรบ, 1936) es escritor. En 2010 obtuvo el premio Nobel de Literatura. En 2022, Alfaguara publicรณ 'El fuego de la imaginaciรณn: Libros, escenarios, pantallas y museos', el primer tomo de su obra periodรญstica reunida.