Aunque los agoreros vienen predicando desde hace tiempo la extinción del libro como objeto, hay bibliotecas que gozan de envidiable salud. “Como ciertas ciudades, como ciertas personas, una parte muy grata de mi destino fueron los libros”, le gustaba decir a Jorge Luis Borges. Y agregaba: “¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano”. Como invitado especial a la celebración de los 75 años del Instituto Iberoamericano de Berlín, Mario Vargas Llosa revivió con similar vehemencia su paso por las bibliotecas que marcaron su vida de lector y escritor. Evocó por ejemplo la Biblioteca de la Universidad de San Marcos en Lima, donde se perdía leyendo novelas de caballerías como las que enloquecieron al Quijote, y donde hacía tanto frío que la gente estaba obligada a leer con el sobretodo puesto. O la Biblioteca Nacional, donde gracias a una generosidad que admitía el ingreso de niños, grupos escolares completos solían jugar a la pelota en la sala de lectura, así que convenía a los lectores mantener la cabeza cuanto más gacha sobre el libro, mejor, a fin de salvarse de un pelotazo. O la Biblioteca de Madrid donde en tiempos del Generalísimo, si alguien deseaba leer Tirant lo Blanc, la novela que el mismísimo Cervantes había considerado como el mejor libro del mundo, por extraños misterios, necesitaba el permiso del Arzobispado… Y así fue recordando don Mario su epopeya de lector hasta que le tocó el turno al Instituto Iberoamericano de Berlín, donde investigó gran parte para su obra La fiesta del chivo. Porque aunque parezca paradójico, la más grande de las bibliotecas de Europa especializada en los países de Iberoamérica está en la capital alemana. Encontrar en pleno corazón teutón esta cantidad y calidad de documentación mayoritariamente en español y portugués es una experiencia inigualable.
Parafraseando a Borges, “Este universo (que algunos llaman Biblioteca)” consta de 1,200,000 tomos que abarcan Ciencias Geográficas, Económicas y Sociales, Etnología y Estudios de América precolombina, Lingüística y Literatura. Cada año adquiere unos 16 mil títulos, y posee, además de libros, unos 29 mil diarios y revistas (4,500 bajo suscripción), colecciones de texto en microficha, mapas, fotografías y una envidiable fonoteca con tesoros de la música de los países iberoamericanos desde sus orígenes a la actualidad. Entretanto se ha especializado en material absolutamente imprescindible para la investigación: Filminas y programas de partidos políticos que ya no existen, territorios del incunable que sobrevuelan el ordenador y los anaqueles, encuentros de libros y diarios desde las últimas décadas del siglo XIX, hacen que esta biblioteca sea el lugar de peregrinación y trabajo de escritores, estudiantes y especialistas e investigadores de todo el mundo.
El Instituto Iberoamericano de Berlín nació en 1930, por obra y gracia de Ernesto Quesada, el primer sociólogo argentino, ”un adelantado de su época: la cuestión obrera así como los derechos de las mujeres le arrancó varios textos”, según escribe la historiadora Dora Barrancos , que donó los 82 mil tomos de su biblioteca particular y la de su padre al Estado prusiano con la condición de que “sirva como célula para fundar un Instituto Latinoamericano, es decir, como la base de un centro para cultivar las relaciones entre la cultura alemana y latinoamericana en el corazón de Alemania”. Dicen que su segunda esposa, que era alemana, tuvo un papel muy importante en esta decisión. A esta donación se le sumaron unos 25 mil volúmenes traídos de la Biblioteca de México por Hermann Hagen, un joven geógrafo de Marburg invitado al país por el presidente Plutarco Elías Calles, así como las colecciones de la biblioteca de un instituto iberoamericano fundado en Bonn y disuelto a los pocos años.
Claro que apenas fundado el Instituto Iberoamericano comenzarían los pasos marciales y el redoble de las marchas alemanas. Mal tiempo para puentes culturales. Así que en aquel período de oscuridad el flamante centro cayó en la órbita de la propaganda nazi. Logró sobrevivir sin embargo a ese oprobio, y también a los duros años de reconstrucción del país de posguerra, y ya por los sesenta comenzó a renovarse el interés académico por la literatura en español y portugués. Llegaron por aquellos tiempos, participando en encuentros literarios, Rosario Castellanos, Eduardo Mallea y J. L. Borges, entre otros, pero es recién en los años setenta, cuando se produce el llamado Boom de la literatura latinoamericana, que la Biblioteca del Instituto Iberoamericano adquiere bríos propios. El edificio del Instituto, ubicado en el ala izquierda de la Biblioteca Nacional, allí donde aterrizaba el ángel de Win Wenders en El cielo sobre Berlín, se encontraba en los confines del sector occidental de la ciudad, a pocos metros de la Potsdamer Platz, entonces el baldío más grande de Europa, sembrado de minas, amurallado. Cuando cayó el muro en 1989, y la ciudad se reestructuró, el Instituto quedó ubicado en pleno centro de Berlín y en el marco de un conglomerado arquitectónico y cultural único. Sin embargo, como después de la unificación las arcas de la ciudad se convirtieron en un bolsillo sin fondo, estuvo a un tris del cierre definitivo. Fue entonces que Ícaro volvió a renacer de sus cenizas y una ola de protestas nacionales e internacionales unida al apoyo de intelectuales como Jean Franco, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, no sólo lograron salvarlo de la debacle sino consolidar su existencia. Ahora el Instituto, que acaba de cumplir 75 años, ostenta una dorada juventud. “La Biblioteca sobrevivirá”, como afirma Borges en su memorable relato. Acaso porque los libros, a diferencia de las personas, cuanto más antiguos más bellos, y cuanto más duraderos, más luminosos. –
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