La buena noticia es que ya sabemos cómo empezó la epidemia de influenza porcina. Su origen se esconde en las profundidades de un laboratorio, como demuestra la naturaleza híbrida de un virus entre humano, porcino y aviar que, evidentemente, no podría haber nacido de las limitadas capacidades alquímicas del mundo natural. ¿Que a quién se le ocurrió crear semejante apocalipsis de probeta? Sobra la pregunta. Igual que todos los genocidios de la historia, éste tiene como patrocinador a un gobierno superpoderoso convencido de que es indispensable diezmar a la población humana, que, francamente, ya rebasó cualquier dimensión demográfica tolerable. En este caso, como en tantos otros, habría que voltear hacia los Estados Unidos, no sólo porque es el único país con capacidades reales para desatar una guerra biológica de esta naturaleza, sino sobre todo porque la influenza en quien se ceba es fundamentalmente en los pobres, y ya sabemos lo que hacen las potencias neoliberales con los pobres.
Claro que, si lo pensamos con calma, las buenas noticias pueden tener un origen cien por ciento mexicano. El responsable de la histeria colectiva de los últimos días es Felipe Calderón, como cabeza de un gabinete que, dicho sea de paso, resulta a un tiempo profundamente cretino y profundamente astuto, más o menos como pasa con los gringos. Ante el fracaso de la política económica, que también es neoliberal, y de la lucha contra el narco, a su vez un producto del neoliberalismo, este gabinete decidió utilizar a todos los medios (neoliberales) a su servicio para tender una sutil pero impenetrable cortina de humo, es decir, para distraer las indignadas atenciones de un pueblo a punto del alzamiento al hacerlo creer que es víctima de una epidemia que, dicho en una palabra, no existe.
Si hablo de buenas noticias es porque las teorías de la conspiración –y las reproducidas arriba, sobra explicarlo a estas alturas, no son otra cosa– resultan, antes que nada, consoladoras, de ahí su persistencia. Hace unos días me preguntaron en un programa de radio si la información abierta y abundante podía frenar la proliferación de especulaciones complotistas. Francamente, lo dudo. Ahora, como ocurrió cuando la muerte de Mouriño, el gobierno se ha esforzado en informar a la población de lo que pasa con claridad, día a día, sin omitir cifras ni evidencias, a veces incluso a costa de su buena imagen. Por ejemplo, sabemos que no existe una vacuna contra este virus y que no existirá antes de cuatro o cinco meses, cuando se invente en el extranjero porque aquí de plano tal cosa es imposible dado el estado de nuestra ciencia, o que la cifra oficial de muertos certificados bajó de veintidós a siete, lo que significa un inusual reconocimiento de falibilidad en las autoridades, responsables asumidas de ambas cifras.
Y sin embargo, las teorías de la conspiración proliferan en la Red. Nada de qué sorprenderse: esto es tan viejo como la humanidad, o casi. Lo que subyace a las teorías conspiratorias es la necesidad de creer. Estar convencido de que hay un cónclave malintencionado que controla nuestros destinos es inquietante, pero más aún lo es reconocer que el mundo, a menudo, se nos sale de control, y que en una u otra medida somos incapaces de controlar nuestros destinos. Las teorías de la conspiración, decía Karl Popper, son versiones laicas del pensamiento religioso o, si se prefiere –añadiría yo– una forma del pensamiento religioso singular, porque no se asume como tal y apuesta por la fabulación de dioses nefastos que se disfrazan de humanos, responsables universales de todo cuanto ocurre y, por lo tanto, amables canceladores de la posibilidad del azar.
Mejor, pues, un dios retorcido e inescrupuloso que la orfandad propia de nuestra condición mortal, aunque ese dios se parezca a un mediocre sujeto con bata o a un panista michoacano.
– Julio Patán