Bye bye Pekín

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En el verano de 1991 me gradué del bachillerato y mi destino era la Universidad de Pekín, uno de los semilleros del movimiento a favor de la democracia que terminó en la protesta de la plaza Tiananmen dos años antes. Después de la matanza de junio de 1989, empero, el gobierno había decidido tomar precauciones y enviar a todos los estudiantes que habrían de entrar a la Universidad de Pekín a cumplir un año de adiestramiento, o “reeducación política”, en el ejército.
     Este programa estuvo vigente hasta que la universidad había “cambiado de sangre” —lo que significaba que los estudiantes más jóvenes no tendrían contacto directo con los alborotadores de Tiananmen.
     En septiembre de 1991 llegamos al campo militar de Xinyang, una ciudad gris en la región central de China con una plaga de carteristas y otra de hepatitis A. La Unión Soviética acababa de derrumbarse y, durante los primeros tres días, se nos sometió a un entrenamiento ideológico de emergencia. China era ahora el único líder del mundo comunista y debíamos mantenernos más que alertas. En el camino a nuestras barracas cantábamos una marcha soviética. También cantábamos una canción polaca con el estribillo “Hala, Varsovia, marchemos adelante con valor”, aunque, por supuesto, Polonia también se había quedado a medio camino.
     Desde entonces me pregunto, ¿cómo es que China se mantuvo comunista en medio de la agitación de finales de los ochenta y principios de los noventa? El país estaba abriéndose y cerrándose al mismo tiempo. A diferencia de Corea del Norte y Cuba —ambas aisladas y controladas rigurosamente por dictadores—, desde principios de los ochenta China había decidido darle la bienvenida a la inversión capitalista y a las influencias occidentales. En 1980, cuando yo tenía siete años, nuestros vecinos compraron la primera televisión de nuestro edificio. Como si este acontecimiento no fuera lo suficientemente asombroso por sí mismo, se anunció al mismo tiempo que el canal más importante de la televisión gubernamental transmitiría una serie británica. Todas las tardes de martes y jueves a las ocho de la noche, los niños del edificio aparecían en el departamento de nuestros vecinos para ver un programa llamado David Copperfield, reputado como bueno para el público infantil. Recuerdo claramente el cuarto repleto en el que nos sentábamos en filas, todos los ojos fijos en el aparato de nueve pulgadas y en blanco y negro. La historia de David Copperfield, oscura y pavorosa y alejada de mi entendimiento, me deprimía. Pero mis padres no me permitían faltar al espectáculo —se trataba de una oportunidad que ellos no habían soñado cuando eran jóvenes. Más adelante, ese mismo año, la señora Mao fue juzgada públicamente como contrarrevolucionaria. El juicio fue transmitido y muchos adultos se unieron a los niños en el departamento de mis vecinos. Aun cuando mis padres me informaron sobre la importancia del hecho, yo empecé a cabecear justo después de que la señora Mao fuera escoltada al interior de la corte, y dormí durante el acontecimiento más significativo del año.
     Mientras que el sistema permaneció el mismo, el país cambió rápidamente. Los artículos suntuarios de importación se hicieron más evidentes: refrigeradores, lavadoras, televisiones a color, estéreos… Libros recién traducidos aparecían a una velocidad apabullante. Para 1986, siendo una estudiante de secundaria, yo leía cartas de Richard Nixon, las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau, La tercera ola de Alvin Toffler —libros que se consideraban formativos. Pero cuando los cambios más profundos afloraron, el Estado dejó clara su postura. En diciembre de 1986, los estudiantes universitarios de Pekín, Shanghai, Hefei y otras diez ciudades tomaron las calles en una marcha para exigir el fin del sistema totalitario. Las protestas —preludio de lo que sucedería en 1989— duraron menos de un mes y terminaron el 10 de enero de 1987. En su primer comunicado oficial del año, el gobierno declaró que utilizaría la violencia para reprimir cualquier actividad que pugnara por la democracia.
     Durante los siguientes dos años, tanto la economía como la moral de la nación se desplomaron. La corrupción de los funcionarios comunistas en todos los niveles estaba tan ampliamente difundida que ninguna historia nos sorprendía —ni la prisión privada y el sistema de tortura instaurado por un empresario comunista en la provincia de Hebei, ni las mansiones en California que los hijos de altos funcionarios del Partido compraban en efectivo. La inflación se disparó. En mi familia, tratábamos de almacenar todo: el jabón estaba apilado bajo el baño, el papel sanitario y las cajas de detergente se acumulaban sobre el calentador. Los fósforos se humedecieron; las larvas de polilla se contorsionaban en las bolsas de arroz. Los años 1987 y 1988 estuvieron marcados por las polillas del arroz que volaban a ciegas por toda nuestra casa. Para principios de 1989, la situación parecía fuera de control. Afuera, en las calles y en los autobuses, la gente hablaba de lo inútil que era todo. “¿Cuándo se acabará?”, se preguntaban.
     Esta libertad para expresar descontento terminó cuando centenares de personas fueron acribilladas cerca de Tienanmen. A la matanza le siguieron ocho meses de ley marcial en Pekín. El optimismo de 1985 y 1986 fue reemplazado por un silencio temeroso. Cada día, antes de salir a la escuela, mis padres me recordaban que debía permanecer callada en público. Nuestra maestra de mandarín, una pequeña viejecita, nos aconsejaba no escribir nada sobre la situación política en nuestra bitácora semanal. Después, nos suplicaba que no la acusáramos con las autoridades de la escuela.
     Desde 1989, se han suscitado numerosos debates, especialmente dentro de comunidades chinas en ultramar, sobre qué fue exactamente lo que condujo a la matanza: la resolución de los conservadores por controlar la ciudad capital a cualquier precio, la pérdida de poder por parte de los reformistas del Partido, o bien la inmadurez de los estudiantes, que se manifestaron, especialmente a finales de mayo y principios de junio, cuando sus lemas anticomunistas y antigubernamentales dieron la excusa para la intervención militar. Los debates sobre Tienanmen se vuelven candentes cada año alrededor del aniversario en junio, pero la pregunta más general sobre por qué el comunismo chino fue capaz de sobrevivir a los terremotos ideológicos de finales de los ochenta y principios de los noventa permanece sin respuesta. Mi carrera militar puede iluminar un poco la cuestión.
     Cuando llegué al campo militar, la primera sorpresa que me llevé fue que no todas mis compañeras estudiantes sabían por qué estaban en el ejército. Más tarde, mi esposo, que proviene de un pequeño pueblo en una provincia fronteriza al noreste de China, y que asistió al mismo campo, me dijo que, cuando realizó los trámites para ingresar a la Universidad de Pekín, no escuchó nada sobre un año de reeducación, hasta que en sucarta de admisión se le pidió reportarse a un campo militar.
     Antes de partir para unirme al ejército, mis padres me habían advertido que no hablara sobre política, particularmente sobre la matanza de Tiananmen. “Imagina que tu boca tiene un cierre”, decía mi madre. “Córrelo con firmeza.” Sin embargo, de las nueve chicas que integraban mi escuadrón, yo era la única que provenía de Pekín y, a pesar del consejo de mis padres, después de un mes de entrenamiento, sentí la necesidad de traer el tema a colación. Sucedió una tarde de domingo, en la junta semanal de nuestro escuadrón. Primero cantamos juntas una canción (sólo había unas cuantas apropiadas para estas ocasiones: “El comunismo es tan bueno”, “La canción de las Mujeres Guerreras Rojas”, “Prepárense para la guerra”), luego leímos por turnos nuestros informes ideológicos semanales. “Durante la última semana, he mantenido mi amor por nuestra patria comunista” —todas comenzábamos así. Cuando fue mi turno, leí las dos líneas escritas en mi cuaderno: “En la última semana, he mantenido mi amor por nuestra patria comunista. Y en la última semana he sido entusiasta respecto de nuestro entrenamiento.”
     —¿Eso es todo? —preguntó Xing, la líder de mi escuadrón y mi compañera de estudios.
     —Sí —dije.
     —Necesitas entregarme un reporte más completo.
     —No hay nada más que quiera decir.
     —Pero estás mintiendo en tu informe —dijo Xing—. La semana pasada perdiste puntos en dos ocasiones por tus “asuntos internos” y justo ahora no cantaste con nosotras.
     Ella tenía razón. Yo siempre abría la boca sin emitir sonido alguno. Me obstiné en este gesto pequeño y fútil durante el año entero. Los puntos de “asuntos internos” aludían al hecho de que cada día teníamos media hora entre los ejercicios matutinos y el desayuno para tender nuestra cama de manera impecable: las cobijas y las sábanas debían doblarse en ángulos rectos, como cubos de tofu con cortes afilados. Yo me negaba a pasar más de cinco minutos lidiando con las cobijas, y en varias ocasiones mi escuadrón perdió las estrellas de honor semanales por mi culpa.
     Pero esta vez dije: “¿Acaso no estamos en el ejército sólo para aprender a mentir? ¿Alguien cree lo que nos enseñan a decir aquí?”
     Nadie contestó; mis compañeras de escuadrón me miraron fijamente. Yo misma estaba sorprendida por mis palabras. Pero su silencio me enfureció. Proseguí a con un discurso anticomunista y anticastrense. No pude detenerme. Hablé sobre la muerte de un niño de ocho años que mi madre había presenciado el 4 de junio, le habían disparado en su casa y la herida en su pecho era del tamaño de un tazón. Hablé sobre cómo, contra las instrucciones de mi padre, me había escabullido desde nuestro departamento al hospital cercano, al otro lado de la calle, y había visto veintenas de cuerpos yaciendo unos encima de otros, el brazo y la mitad del tronco de un joven estudiante habían desaparecido. Quería que mis compañeras de escuadrón admitieran que una matanza había tenido lugar dos años antes en Pekín, y que nuestra estancia en el ejército era un castigo por lo que nuestros mayores habían hecho —y que ellos no habían hecho nada malo. ¿Queríamos ser entrenadas como pericos, con nuestros cerebros vacíos? Olvidé correr el cierre de mi boca.
     Tras un largo silencio, una chica preguntó: “¿Es cierto que mataron a la gente?”
     —No difundas rumores —dijo Xing con severidad.
     —Fue cierto —dije—. Gente inocente.
     —Los soldados del Ejército de Liberación Popular fueron asesinados por la turba, todos vimos eso en la televisión —replicó Xing. Así que, muy tontamente, me dirigí hacia el resto de mis compañeras. —¿Acaso todas creen en la propaganda, o creen lo que la gente vio con sus propios ojos?
     Ellas no respondieron. Algunas estaban atentas, otras me miraban con aversión. A los dieciocho años, yo era muy joven para comprender el derecho de una persona a guardar silencio, en especial cuando se encuentra ante el peligro. Quizás a todas las chicas de mi escuadrón sus padres también les habían dado un cierre. Tras el incidente, algunas de ellas mantuvieron su distancia, pero dos o tres aún eran amigables. Sin embargo, todas pensaban que yo estaba loca. Estaba consternada. Olvidé que durante los dos años anteriores la gente en Pekín había vivido en el mismo silencio. Y no entendía ese miedo —el mejor amigo de todo gobierno totalitario— que había amedrentado a la gente y la había hecho obediente.
     Mas yo también conocía el miedo. A pesar de mi jactancia a la luz del día, por la noche estaba aterrada. Temía ser enviada a prisión por lo que había dicho a mis compañeras de escuadrón; temía reprobar mi lavado de cerebro y ser retenida en el ejército durante otro año o ser expulsada de la Universidad de Pekín. Fue entonces cuando una noche, mientras estaba en el almacén del pelotón, descubrí la canción American Pie.
     Yo no era la única dueña del almacén después de que se apagaban las luces. Otras tres chicas de mi escuadrón habían compartido el costo de un foco más brillante. Cada noche, cuando me deslizaba dentro del cuarto, ellas ya estaban en posición, dos de ellas memorizando vocabulario en inglés y la tercera leyendo un grueso volumen fotocopiado de Lo que el viento se llevó. A veces otras chicas trataban de apretujarse en el interior, pero con nosotras cuatro ocupando el espacio entre palas y escobas, no había lugar para otra persona. Se exploraron otras opciones —el pequeño y húmedo cuarto donde colgábamos nuestra ropa lavada fue tomado por unas cuantas ocupantes asiduas, así como los baños más socorridos: los que tenían puerta. La mayoría de las merodeadoras nocturnas pertenecían al grupo que pensaba que su único futuro era irse a Estados Unidos; estudiaban inglés por la noche y vivían con sus sueños estadounidenses durante los días monótonos. Yo no me consideraba una de ellas, aunque también escuchaba cintas con conversaciones en inglés.
     Cuando la última de las tres chicas había terminado sus estudios nocturnos entre la una y las dos de la mañana, reemplazaba el foco con el original, un foco grasoso de diez watts. Después de que había cerrado la puerta, yo sacaba mi diario del bolsillo del uniforme y escribía en la luz mortecina. No quería que nadie se sentara a mi lado mientras escribía. Incluso estando sola en el almacén, escribía en un lenguaje sumamente metafórico, no sobre mi vida, sino sobre los grillos de otoño cantando en el pasto, los cerdos paseando por la tierra surcada, las arañas hambrientas atrapando las moscas aún más hambrientas. Cada día cuando estaba ejercitándome me preocupaba que alguien encontrara mi diario bajo mi delgado colchón de paja. Lo que no podía escribir era el motivo de mi escritura, así que escribía cosas irrelevantes de manera obsesiva para poder hacer a un lado mi inquietud.
     Cierta noche, puse una cinta sin nombre en mi reproductor. En lugar de la acostumbrada conversación en inglés, escuché a un hombre tocando la guitarra y cantando la canción más triste que jamás había oído. Yo tenía la cinta porque un amigo del bachillerato, enamorado de la maestra de inglés, había grabado la canción a partir de una cinta que su hermana le hizo llegar desde Estados Unidos. Su pasión se terminó antes de que tuviera la oportunidad de mostrarle la cinta a la maestra así que, en lugar de ello, había metido la cinta en el montón de cintas de inglés que yo había traído al campo.
     Me acurruqué en el suelo y lloré antes de que la última chica abandonara el almacén. Ella me miró por un instante y regresó a su novela fotocopiada. No entendía la mayor parte de la letra, pero unas cuantas líneas, tristes y lentas, me provocaron escalofríos. “Y en la calle los niños gritaban / los amantes lloraban y los poetas soñaban / Pero ni una palabra se pronunciaba / Las campanas de la iglesia estaban todas rotas.”
     Yo no comprendía cómo este hombre podía conservar la calma ante tal calamidad, cómo podía cantar con tanta serenidad sobre una palabra silenciada que uno podía amar, pero que aun así no concedía la esperanza del amor y el cambio. Yo era una adolescente solitaria en un mundo hostil, con tan sólo una cinta de música para consolarme. Pero incluso la música, el cantante, me decían una y otra vez que iba a morir.
     Pensar en ello me hizo pasar por alto una orden durante los ejercicios, lo que terminó con todas dando la cara al mayor Tang, nuestro director ideológico, y conmigo de pie, de espaldas a él. Me tomó unos cuantos segundos captar la realidad, cuando el mayor Tang ya estaba frente a mí, espetando una pregunta sobre mi cerebro de cerdo.
     El mayor Tang tenía la costumbre de gritarnos directamente a los ojos, rociando saliva en nuestras caras. Cuando nos descubría leyendo en inglés, nos decía que éramos los perros de los estadounidenses imperialistas. Una vez, en una noche de sábado, alcanzó a escuchar a unas chicas que cantaban canciones pop sobre amor y noviazgos. Hizo el llamado para una junta de compañía esa misma noche. “Me recordaron a las gatas en primavera, cuando chillan por la noche porque necesitan aparearse”, dijo el mayor Tang.
     Yo tenía pavor de que supiera sobre los discursos que di en nuestras juntas de escuadrón. Estaba segura de que Xing, u otra chica, me delatarían.
     Después imaginaba que le había contestado al mayor desafiante, llamándolo una avestruz estúpida por tener un cuello largo y una cabeza pequeña. También imaginaba que él se había aprestado a una ejecución in situ. Yo no tenía miedo cuando apuntaba la pistola hacia mí: escuchaba la canción que se encumbraba sobre el ruido de la muerte.
     En realidad sólo puse más empeño en evitar estas humillaciones públicas. A fin de cuentas, el único otro roce que tuve con el mayor Tang fue cómico.
     Había una mesa de ping-pong en nuestra sala de actividades, y los domingos aguardábamos en fila para jugar un partido. Para asegurarnos de que todas tuviéramos oportunidad de jugar, teníamos una regla: cada juego sólo tenía tres puntos, y ninguna persona podría jugar más de dos partidos en su turno.
     Un domingo, el mayor Tang entró a la sala. “Con que sí, domingo de ping-pong; permítanme jugar un partido”, vociferó, y se abrió camino hasta llegar frente a la mesa. La jugadora de un lado le cedió la raqueta. La jugadora del otro lado, una campeona de ping-pong del pelotón, y amiga mía, sonrió y dijo: “¿Listo, señor?”
     “Sí, vea cómo la derroto”, dijo el mayor Tang, zarandeando la raqueta y golpeando el suelo con un pie. La chica sirvió y me dio gusto ver que el mayor Tang colocó su raqueta en un ángulo equivocado. La pelota voló hasta la pared. Al lado de la mesa, anuncié: “Uno a cero.”
     Cuando mi amiga hubo ganado tres puntos, recogí la pelota. “Tres a cero. Señor, ha perdido.”
     “¿Qué? Ni siquiera he calentado. Tres puntos no son suficientes. Juguemos un juego a seis puntos.”
     Cuando la chica lo venció seis a cero, insistió en un juego a once puntos. Siguió subiendo a quince, luego a un juego completo de veintiún puntos. Algunas de las chicas que esperaban formadas comenzaron a irse. Cuando el mayor Tang perdió de nuevo, anuncié con inocencia: “Veintiuno a cero. Señor, ahora ha perdido.”
     El mayor Tang me miró fijamente antes de salir bullendo. Dos minutos después, sonó su silbato y convocó a ejercicios extra de formación, ya que, según dijo, nos habíamos dado a la holgazanería. El partido fue un pequeño triunfo, aunque perdimos el resto del domingo realizando ejercicios y escuchando su discurso.
     Como representante del Partido Comunista, el mayor Tang era dueño de la situación. Cada unidad de trabajo, como un pequeño imperio, era gobernada por el Partido, y el abuso de poder era (y es) muy común. En muchos casos, los funcionarios del Partido que violan leyes nacionales son sometidos, en primer lugar y a veces únicamente, a la disciplina interna. Por supuesto, para beneficiarse del sistema, uno debe ser miembro del Partido. En el segundo mes de nuestra estancia en el ejército, Xing, nuestra líder de escuadrón, envió una solicitud para afiliarse. Esto le garantizó el control sobre el resto de nosotras. Por extraño que parezca, pese a todos mis gestos de resistencia, fui yo quien tuvo que redactar la mayor parte de sus discursos públicos, pues de las nueve chicas de mi escuadrón, yo era la que mejor escribía. Incluso ahora es difícil para mí conciliar mis críticas a la propaganda del Partido y las páginas de propaganda que yo misma escribía. En realidad, entre más desafiante me volvía en las juntas de escuadrón, más asustada estaba de Xing y su posible venganza —el que yo escribiera para ella era un trueque por un espacio limitado de desobediencia. ¿No es éste el dilema perpetuo que enfrentan muchos intelectuales chinos?
     Xing se unió al Partido el año en que regresamos a la Universidad de Pekín. A diferencia de lo que sucedía a finales de los ochenta, unirse al Partido se volvió común para los estudiantes universitarios de los noventa. Con una pistola en una mano y la promesa de privilegios en la otra, el Partido, en la era posterior a Tiananmen, reclutó con éxito a la siguiente generación. Ya en la Universidad, estaba claro que sólo había dos caminos posibles para mi vida: unirme al Partido o, como muchos de mis compañeros, solicitar el ingreso a un posgrado en Estados Unidos.
     Escogí Estados Unidos por muchas razones, pero la persona que hizo esto posible fue la lugarteniente Chang, la oficial de mi pelotón. Ella se había unido al ejército después de la secundaria y había trabajado durante tres años como operadora de conmutadores antes de ser enviada a una escuela militar de enfermería. Después de su graduación, estuvo entre las afortunadas que fueron elegidas como oficiales de entrenamiento para los estudiantes de Pekín. Como todas las demás mujeres soldado que habían trabajado durante algunos años en los conmutadores, la lugarteniente Chang estaba un poco sorda, y hablaba con una voz atronadora. Tenía veinticuatro años y era alta, pero no bonita.
     Algo de la lugarteniente Chang hizo que yo bajara la guardia con ella desde el principio, aunque era tan desagradable como los demás oficiales. Hace poco, cuando volví a leer las cartas a mis padres, descubrí que estaban llenas de informes sobre Chang. “La lugarteniente Chang no ha estado de buen humor últimamente; por cada falta, debemos escribir una autocrítica de mil quinientas palabras”, escribía. “La primera desventurada que recibió esta tarea fue una chica que cayó accidentalmente mientras corríamos. La lugarteniente Chang le ordenó a la chica explicar a profundidad su fracaso para correr bien.” La lugarteniente Chang nos arrebataba la mitad del domingo para hacernos debatir sobre el significado de lemas como: “La pistola apunta adonde yo la dirijo; yo la dirijo adonde el Partido me indica.” En cierta ocasión, obligó a una chica de mi escuadrón a hacer cincuenta “lagartijas” porque había escondido la mitad de una manzana en su bolsillo para los ejercicios; la forma en que esa chica gemía en cumplimiento de las órdenes me provoca escalofríos aún hoy.
     Pero yo no le temía a la lugarteniente Chang de la forma en que temía al mayor Tang, o incluso a Xing, y dejaba que mi desagrado se hiciera evidente cuando ella hablaba demasiado. No era una persona elocuente, y una vez incluso me ofrecí voluntariamente a hablar en nuestro debate porque quería que ella supiera que yo podía hablar mejor, incluso cuando no creía una sola palabra de lo que estaba diciendo.
     Después de unos meses de entrenamiento, la lugarteniente Chang me descubrió leyendo una novela de Hemingway en una de nuestras clases sobre fe comunista. Yo estaba tan concentrada en el libro que no escuché la tos de advertencia de una chica sentada a mi lado. Chang me arrebató el libro y me ordenó buscarla al final del día.
     Era la primera vez que entraba a su cuarto. Se trataba de una habitación pequeña, con una cama perfectamente tendida, numerosos diplomas enmarcados y colgados en la pared, y un librero vacío, excepto por algunas revistas populares. Sonrió y me preguntó cuál era mi parecer sobre mi entrenamiento militar.
     —Nada es más honorable que estar aquí para recibir la mejor reeducación que puede haber —dije.
     Me preguntó de nuevo qué era lo que en verdad pensaba del ejército.
     —En verdad pienso que es un honor para mí el estar aquí —contesté.
     La lugarteniente Chang estaba decepcionada. “¿Qué piensas sobre esto?”, dijo Chang, hojeando la novela. “Un libro en inglés, durante un entrenamiento de fe comunista. ¿Reconoces tu error?” Sólo después de que repitió la pregunta, contesté: “Sí.”
     —Escribe una autocrítica y te devolveré el libro —dijo la lugarteniente Chang.
     Yo esperaba algo peor. Pero de alguna manera, su gesto de misericordia exacerbó mi terquedad. —No tengo nada que escribir —dije.
     Chang me miró fijamente y dijo: “Debes escribir o no tendrás de vuelta el libro”.
     —¿Por qué no se lo queda, entonces? —dije—. Podría aprender un poco de inglés, para variar.
     La lugarteniente Chang me miró, y yo sostuve su mirada. Sus ojos estaban llenos de consternación y odio. Vi cómo sus dos manos apretaron el libro; esperé a que me golpeara con él. Ella podía hacer lo que quisiera, pero ambas sabíamos que pese a todo yo ganaría. Yo era más lista, estaba mejor educada, tenía un futuro en el que ella no podría participar. Rompió el libro por la mitad y yo no me inmuté. Con voz cansada me ordenó abandonar su habitación. Por un instante, sentí simpatía por su vergüenza, pero más que eso, me sentí orgullosa de lo que había hecho para hacerla sentir avergonzada.
     Durante el resto del año, para mi sorpresa, Chang fue muy amable conmigo; retribuí su amabilidad evitando hacer burla de su persona. El día que salimos del ejército, todas mis compañeras de escuadrón fueron a despedirse de ella, pero yo me rehusé. Un rato después, me envió la orden de buscarla en su habitación. Me presenté con una sensación de liviandad, lista para dejar el campo y ser una persona libre de nuevo. No había ninguna señal de que fuera a ser retenida por otro año; no existía la amenaza de una condena en la cárcel esperándome.
     En el momento en que la vi, supe que había estado llorando. “Siéntate”, dijo, y señaló a la única silla en el cuarto. Me senté y ella se recargó en la mesa, manteniendo su altura, pero me negué a mirarla hacia arriba.
     —Te llamé sólo para una plática —dijo.
     Asentí con la cabeza.
     —¿Qué harás después de la universidad? —me preguntó.
     —No lo sé. Tal vez intente ir a Estados Unidos.
     —¿Qué hay en Estados Unidos?
     —No lo sé. Debes asomarte para saberlo.
     Asintió. “Tienes un futuro brillante”, dijo, y sacó el libro confiscado. Estaba remendado cuidadosamente con cinta adhesiva. Me entregó el libro. “Toma. A mí no me sirve”, dijo.
     Acepté el libro y le di las gracias distraídamente. Movió su mano para descartar mi agradecimiento y agregó: “No estás contenta en el campo.”
     —Claro que no estoy contenta. ¿Cómo podría estarlo?
     Chang movió la cabeza. “Eres demasiado terca. Escucha —ésta es la única cosa que puedo decirte porque soy mayor que tú. Eres lista y tendrás una vida feliz si aprendes a no aferrarte a las cosas. No pienses demasiado sobre lo que está bien y lo que está mal. Sólo te harás daño a ti misma.”
     La miré hacia arriba y sonrió. “Te conozco mejor de lo que piensas. Leí los reportes de Xing sobre ti. No los entregué a los oficiales de la compañía porque no habría sido bueno para ti. Pero debes saber que no todo el mundo te estará cuidando.”
     Ése fue el final de mi año de disidencia. Chang había hecho la única cosa dentro de su autoridad que realmente me había ayudado: mantenerse en silencio cuando su papel era otro.
     Dejé el ejército sin miedos, pero también sin el deseo de propagar mi opinión. Había tenido suerte. Había sido necia, ingenua e idealista, pero no podría seguir siendo una soñadora porque esta suerte no estaba destinada a durar.
     Otros miles de personas deben haber experimentado una epifanía semejante a principios de los noventa. El dinero seconvirtió en el tema central de las conversaciones cotidianas. En 1992, el Partido reemplazó la “economía planificada” por una política de “economía comunista de mercado”. La gente de Pekín no tardó en olvidarse de Tiananmen. El silencio y el dolor por las muertes fueron sustituidos por la costumbre de bromear cuando se traía a colación el año de 1989. Había sido una época diferente, todos habían sido jóvenes e inmaduros, pero la realidad nos había dado una lección. Ahora habíamos adquirido la sabiduría para mirar hacia atrás y reírnos de nosotros mismos.
     Pasé mis años de universidad con un solo objetivo en mente: ingresar a un posgrado en Estados Unidos para poder abandonar el país. De ciento diez graduados del departamento de biología en 1996, setenta fueron a estudiar a Estados Unidos. Cinco años más tarde, casi cien de nosotros estábamos ahí. En la era posterior a Tiananmen, el sueño de la democracia estaba rebasado, y las preocupaciones más inmediatas del bienestar personal habían tomado su lugar. Fue un triunfo para el gobierno también. Los integrantes de una generación joven se habían convertido en migrantes o en colaboradores.
     Cuando la lugarteniente Chang me dio permiso para dejar su cuarto al final de nuestra conversación, le dejé mi cinta de American Pie. No sabía inglés, pero siempre tuve la esperanza de que entendiera la canción. Tenía veinticuatro años, y aún era joven para buscar una vida distinta. Cuando se lo dije, me sonrió y contestó que el ejército era la única vida que conocía desde los quince años. Le pedí que viniera a Pekín a visitarme; dijo que sí, pero cuando me despedí en la estación de trenes, ambas sabíamos que nunca nos veríamos de nuevo. –
     — Traducción de Marianela Santoveña
     — Publicado originalmente en la edición de octubre de 2004 de la revista Prospect.

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