Ilustración: André da Loba

Calandria

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Cuando pasó la temporada de vientos fuertes, altas temperaturas y lluvias prolongadas, decidí viajar al sur de Chile. Allí estaba radicado mi antiguo vecino desde hacía una buena cantidad de años. El vuelo estuvo bien, el avión se detuvo en cada una de las escalas pautadas, en ninguna otra. Las esperas podían variar entre un par de horas y medio día; y esos intervalos dentro de la nave o en las terminales de tránsito me permitían concentrarme en las perspectivas de la visita –aunque sobre ello no pensara nada en particular–, y en el curioso encadenamiento de hechos pasados que ahora me llevaba hacia aquel legendario lugar.

La tercera o cuarta de las transferencias coincidió con un muy inhabitado aeropuerto: no solamente eran escasos los viajeros que transitaban sin rumbo por las áreas de espera y las salas de embarque, amplias sin necesidad, sino que la proliferación habitual de vehículos de todo tipo, dentro y fuera del edificio, así como de mobiliarios seriados, de aparatos de registro, de vallas o alcabalas de diferente naturaleza, todo eso también parecía en retirada o directamente en trance de desaparición. La ausencia de hechos visibles acentuaba paradójicamente el protagonismo de lo que a primera vista podía considerarse más inerte, me refiero a la extensa alfombra sobre la superficie del piso, siempre igual a sí misma y de indistinto color, que se desplegaba abrazando cualquier obstáculo y hacia todas las direcciones. Podía imaginarla discreta y parecida a algo vivo, una especie de organismo horizontal al que nada se le escapaba, copioso como el agua incesante cuando se derrama.

En cierto momento, mientras me entretenía observando una pista de maniobras bastante desolada, vi pasar por el costado de mi asiento dos juguetes-robot que ensayaban una especie de persecución. Un niño los secundaba, dirigiéndolos con un control escondido entre sus manos, de por sí bastante pequeñas. Estos juguetes-robot eran un gato y un elefante, ambos con ruedas invisibles en la base. Varios detalles de su construcción revelaban un muy cuidado criterio en cuanto a colores y proporciones realistas, y el hecho de que mantuvieran rígidas las patas mientras se deslizaban acentuaba esa preocupación, ya que a nadie le habría parecido creíble que se movieran como las de unos animales de verdad. El elefante perseguía de cerca al gato; pero a veces, cuando emergían de una hilera de asientos que los había ocultado momentáneamente, yo descubría que los papeles se habían invertido, ahora el perseguidor era el gato, para lo cual sin embargo ensayaba el mismo rostro de alarma y jovialidad que había tenido antes y que seguiría teniendo, y que podía interpretarse de cualquier manera, al igual que el del elefante, con las pestañas muy levantadas a modo de gesto exaltado y siempre con la trompa en modo sifón.

No sabía qué papel estaría jugando cualquiera de ellos tres ni, especialmente, si acaso la escena era un hecho verdadero con alguna señal dirigida a mí. Sí alcanzaba a escuchar, gracias a la soledad del lugar, una cadena de zumbidos intempestivos, como si los vuelos rasantes de una mosca lejana me llegaran amplificados, zumbidos que podían corresponder al deslizamiento del gato y el elefante sobre la alfombra para ellos rugosa, o que acaso provenían de la garganta del chico, cuya débil pero notoria carraspera imitaba los rugidos de las bestias, si hubiesen sido reales, o de los motores que las empujaban. Nunca llegué a aclarar el origen de ese ruido, porque si bien faltaba todavía bastante para mi embarque, en cierto momento esos tres personajes se perdieron de vista como si hubieran quedado definitivamente atrapados en una hilera de butacas. Quedó sin embargo rebotando en mi pensamiento la sospecha de que la escena me había reservado un papel, que por algún motivo no llegué a advertir en ese momento ni, por supuesto, a asumir. Tal tipo de cosas me ocurrieron en esos prolongados trasbordos, mientras, como dije, pensaba en la particular cadena de acontecimientos que me llevaban a un sitio tan legendario como el sur de Chile.

El lapso de convivencia como vecinos del mismo edificio fue minúsculo comparado con el periodo de separación. Una sólida pared dividía nuestros espacios, sin embargo no lo bastante eficaz para filtrar ruidos o señales inesperadas. Sentía cuando su puerta se abría –no al cerrarse–, así como escuchaba ciertas inflexiones de la voz, cuando por un motivo u otro le salía más grave. Pero más allá de lo que podía saber o imaginar sobre él, me consolaba pensando que allí vivía alguien, una existencia tan humana, por poco que eso signifique, como la mía, en la profundidad del edificio enjambrado y en medio de un barrio sin precisos límites donde nunca conocería a nadie. La vida de mi vecino irradiaba una energía para mí palpable que, si bien solo podría describir con la vaga idea de “presencial”, teniendo en cuenta la elaborada soledad del conjunto al que estaba sometido me resultaba suficiente y hasta necesaria.

Probablemente a él le ocurriera lo mismo, porque una mañana, después de escuchar que su puerta se abría, sentí un papel rozando el canto de la mía, desde el exterior. Me informaba que partía hacia el sur de Chile, donde lo demandaban unas tareas de observación vinculadas con el paisaje en constante cambio. Debía aprovechar los cuatro o cinco días de calma atmosférica, después de los cuales y por bastante tiempo probablemente no tuviera otra oportunidad de viajar. Al leer el mensaje, abrí de inmediato la puerta para ver si lo pescaba; pero el pasillo estaba desierto y solo pude escuchar el silbido acelerado del ascensor cuando efectúa el descenso.

Después pasó el tiempo, y la falta de señales que indicaran una nueva presencia al lado me hacía pensar constantemente en el antiguo vecino y sobre todo en su nota, que conservaba en una carpeta de documentos principales, protegida de cualquier olvido o distracción. La nota era la prueba de su partida, aunque sobre todo de su presencia inmediata durante una buena cantidad de tiempo previo. No había nadie en su departamento, pero esa hoja de papel reemplazaba su ausencia y la de cualquier otro nuevo vecino que aún no se hubiera manifestado. Extraje de ello una primera enseñanza vinculada con las cartas: que siguen operando en el tiempo, parecidas a una voz monocorde que no deja de pronunciar las cosas que en cierto momento se propuso decir. Al igual que su nota, lo imaginaba hiperprotegido por trajes a prueba de gases corrosivos y temperaturas insoportables para la piel humana. Lo imaginaba vestido así, aparatosamente, con una parafernalia que no cabía en mi imaginación; y asumiendo una afectación que contrastaba con la pasividad que, como observador profesional del paisaje, debía asumir.

Cuando bajé del avión en el sur de Chile me llamó la atención el manto de nubes que comprimía los confines del horizonte. Comprimía y acercaba. Eran nubes espesas, de un gris bastante oscuro, y en su interior se distinguían vetas de color púrpura que parecían latir –probable señal de la fuerza acumulada, a punto de manifestarse con violencia–. En ese momento alguien se acercó y me dijo, en un idioma que me pareció extraño, que no me preocupara, que ya me iría acostumbrando al aire cargado de electricidad. Debo aclarar que el lugar no me pareció particularmente hostil ni chocante, ni siquiera ajeno; sobre todo me pareció estrambótico, producido en detalle por alguna mente efectista con el objeto de impresionar con sus exageraciones o contrastes, incluso con sus excesos negativos, me refiero a los vacíos medio siderales que se presumían, a las profundidades telúricas, a los ominosos silencios minerales, etc. Tanto así que me dieron ganas de acostarme sobre el asfalto caliente y medio deshecho de la pista, acostarme y contemplar el cielo, como en el pasado hiciera un poeta sobre lo que llamó un río de piedras. El lecho de piedras y el inmaculado cielo esférico le habían servido para trasladarse en el tiempo. ¿Pero de qué me servirían a mí, que viajaba tras mi exvecino, el asfalto blando y las nubes sulfurosas?

Naturalmente, las nubes ocultaban las montañas y desplazaban el mar, y en apariencia lograban reducir el tamaño infinito de la tierra a unos pocos centenares de metros a la redonda. Mi antiguo vecino esperaba detrás de un cristal, y desde allí me hacía unas señas que, dada la distancia, no pude saber si estaban dirigidas a mí. Sentí que había aterrizado en el sur de Chile en el último momento posible, porque desde entonces toda comunicación con el exterior quedaría interrumpida hasta nuevo aviso. Comencé a caminar sobre el pavimento y se me encresparon los pelos, y enseguida la piel de los brazos también se erizó como si estuviera a merced de un violento e inminente cambio de estado.

El exvecino convivía con varios animales en su casa. Eran seres famélicos, sus cuerpos lucían bastante estropeados y daban la impresión de haber envejecido tan prematuramente que sus aturdidas mentes resultaban incapaces de asimilar los cambios de los que eran víctimas o testigos, y por lo tanto sobrellevaban la situación sin mucha dignidad. Quizá debido a ello tenían siempre los ojos entrecerrados, como si quisieran calibrar bien lo que ocurría a su alrededor. A veces, cuando mi vecino estaba de regreso, yo lo ayudaba a desprenderse del traje. Entonces algunos de esos seres, digo seres para no llamarlos directamente exanimales, se acercaban y observaban nuestras operaciones sin mucho interés, o acaso fuera cansancio; la escena para ellos sería apenas un pliegue de descanso en su perpetua resignación.

Una mañana cuando las nubes estaban más bajas que nunca, escuché continuos e insistentes ladridos. Parecían provenir de lejos y hacerse presentes gracias a una rara combinación ambiental-acústica; por eso en un primer momento no les di importancia. Pero al rato pensé que el mismo estado de debilidad de los animales podía llevarlos a expresarse con muy poco énfasis, como si estuvieran enfermos o físicamente –y hasta mentalmente– apartados. En fin. Me encaminé hacia el grupo que se congregaba cada día alrededor de la cisterna, con la intención de identificar al autor de los ladridos. Todos los animales parecían estar a punto de la propia extinción. Miraban el agua como si tuvieran sed, aunque sin fuerzas para beberla. Y si gracias a la forma de sus cuerpos algunos de ellos exhibían todavía su fisonomía propiamente bestial, la pasividad y hasta cierto punto desconfianza o resquemor que mostraban hacia cualquier cosa que tuvieran cerca los convertía en incongruentemente humanos.

Me acerqué un poco más y alcancé a oír, como si se tratara de un hilo de voz apenas perceptible dentro del grupo, alcancé a oír otra nueva serie de débiles ladridos, ahora también un poco lentos, en realidad parecidos a los de algún perro mecánico al que se le estuviera acabando la cuerda o la batería. Como es sabido, cuando envejecen los animales abandonan las diferencias que los separan de los humanos y se parecen a ellos. Por eso en un primer momento no advertí que en el grupo no había ningún perro de verdad. Me quedé pensando. Hasta estuve tentado de preguntarle a un oso que tenía cerca, con el hocico casi adherido al piso. Pero una nueva andanada de ladridos exhaustos, aunque en este caso pertenecientes a otra raza canina, o acaso sonaron como berridos de desaliento, se puso de manifiesto.

Finalmente pude advertir, gracias a los cambios de tonalidad y altura por parte del ejecutante, dicho esto en términos exclusivamente musicales, momentos después de fijar la atención en un ser bastante diminuto pude advertir que quien ladraba no era un perro sino un pájaro, quien no contento con ello perfilaba su pico como si gorjeara. Esto le daba a la escena un cariz medio inverosímil, ya que naturalmente el movimiento del animal no era compatible con la acción de ladrar, que como se sabe requiere de diferente actitud, de movimientos más toscos y sobre todo de una distinta capacidad pulmonar.

Tomé la decisión de pedir explicaciones a mi vecino apenas regresara. Los truenos y tempestades de la lejanía, localizados en la frontera invisible, pero acotada, de la planicie sureña, llegaban bajo la forma de una melodía que no alcanzaba a desarrollarse, quedaba trunca y arrancaba de nuevo como un silbido siempre recomenzado, en apariencia mal restituido. Supuse que eso explicaba los ladridos del pájaro: el temor del aire, la conciencia del peligro, un afán de advertencia. Observé con atención: el pájaro era una calandria de tres colas, el de más virtuoso canto entre todas las aves del universo, capaz incluso de aprender el canto de otros pájaros y repetirlo luego sin menoscabo durante días enteros. Me quedé pensando: frente a ese cuadro de extenuación quizá estuviera a punto de recoger la segunda enseñanza.

Había leído hacía tiempo que entre los pájaros ladradores, el hued-hued era en términos prácticos el insuperable decano. Habitaba en las antiguas selvas frías y húmedas de la región, entre las frondas confundidas de los árboles y las enramadas del nivel inferior, probablemente sin advertir, al ladrar, que su canto tenía poco en común con el de casi cualquier otro individuo de género alado. Quise preguntarle a la calandria si había adquirido esa virtud gracias a un contacto reciente con alguien del grupo de los hued-hued o parecido, pero para entonces se me había perdido de vista y comencé a buscarla entre el grupo de animales contiguos al estanque. No la encontré, y eso que caminé largo rato entre los cuerpos tendidos sobre el piso, debido al cansancio terminal, junto a otros que con gran estoicismo se mantenían en pie, lo que me permitía recorrer mejor la zona en varias direcciones.

Sin embargo, lo que alcancé a ver fue un gran número de casos humanos excepcionales, no sé cómo llamarlo mejor, inadvertidos hasta ese momento. Faquires impávidos que jamás habían comido, e ignoraban por lo tanto ser dueños de algún arte; mujeres con labios gigantes e impedidas de hablar, que solo emitían largos sonidos vocálicos asimilables, debido a la impresión que producían sus bocas, a letanías difíciles de resumir; siameses unidos por la espalda, condenados a caminar siempre de costado –salvo cuando un hermano cargaba al otro–; pensadores que se lamían la frente con su lenguas camaleónicas, como si quisieran atrapar o despejar las ideas; etc. Todos estaban en el límite de sus fuerzas y parecían preparados para morir. Algunos estaban agradecidos de ello, un sentimiento que los humanizaba, y otros se comportaban con la tosquedad del avaro cuando siente amenazados los fundamentos de su codicia.

Mi vecino se demoraría, me dijeron unas gaviotas parlantes, o acaso me lo dijeron varios otros animales que tomaban voces prestadas; no sabían por cuánto tiempo. Yo estaba ansioso por anunciarle la presencia de la calandria de tres colas. Resultaba curioso mi entusiasmo frente a un descubrimiento que no era tal. Pero lo que más llamaba mi atención era que varios de los presentes parecían incapaces de oírme. Debían inclinarse y acercar sus orejas a mis labios, obviamente sin garantías de éxito ante el particular idioma –débil o extranjero, o ambas cosas– que yo profería con marcado esfuerzo. Después alcancé a ver un burro acostado, que en su intento de doblar el cuello para mirar hacia el cielo –¿o quería escuchar mejor?– alargaba desusadamente las patas. ~

 

 

 

 

 

 

 

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Este relato, un tanto modificado en esta versión, pertenece a un libro colectivo organizado por Jordi Carrión y Reinaldo Laddaga que será publicado en breve por Adriana Hidalgo Editora (Buenos Aires). El libro se propone recoger relatos escritos como espejos más o menos deformantes de casos e historias pertenecientes al famoso Believe It or Not, del más famoso aún Mr. Ripley.

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Nació en Buenos Aires en 1956. Vivió 15 años en Venezuela y residió en Nueva York, donde fue profesor de la NYU, y practicante de un "argentinismo reticente".


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