"Es feísimo rascarse delante de otras personas. Al hombre bien educado se supone que no le pica nada"
Joaquín Abati. La buena crianza o Tratado de urbanidad
Llevábamos un año de idilio cuando mi novia me confesó, durante una cena romántica, que yo sacaba la lengua al comer. Creí que era un preámbulo sádico para cortarme. Le pregunté, casi indignado, “¿Cómo?” “Sí –me dijo–, en especial con la sopa.” Me explicó que no le gustaba ver cómo mi lengua salía a recibir cada bocado acompañada de una parte del bocado anterior. El bolo alimenticio es, al menos en nuestra cultura, repugnante a la vista, y cada vez que comíamos juntos ella padecía el espectáculo gore de mi masticación. Me sorprendió ser inconsciente de ese vicio tan conspicuo, y me propuse erradicarlo. Han pasado dos años. No ha sido fácil. Cuando algo está muy sabroso, mi lengua no resiste la tentación de anticiparse y emerger de su gruta, como una bestia insaciable, a arrebatarme la presa.
Este episodio me recordó que las buenas costumbres son un lubricante imprescindible para evitar las fricciones sociales. Si nadie tuviera el cuidado de cubrirse la boca al toser, guardar silencio cuando empieza una película, o ceder el paso a los que bajan del metro, viviríamos en eterno conflicto, molestándonos unos a otros por, cito a mi abuela, “falta de urbanidad”.
¿Por qué suena tan anticuada esa palabra, ‘urbanidad’? Acaso sea culpa de Manuel Antonio Carreño, cuyo Manual de urbanidad y buenas maneras, para uso de la juventud de ambos sexos (Caracas, 1853) se convirtió en un éxito de ventas inmediato y duradero en el mundo hispanohablante. El problema con la urbanidad del Manual de Carreño es que, aparte de dictar normas razonables, que apelan a valores vigentes (higiene, honradez, respeto), incluye muchas reglas caducas (fundadas en una jerarquía clasista y sexista) o llanamente absurdas.
Leamos primero una norma sensata. En el inciso 18 de la sección 5a (De las narraciones), del artículo 1o (De la conversación), del capítulo V (Del modo de conducirnos en sociedad), dice: “Antes de resolvernos a referir un hecho o anécdota cualquiera, pensemos si bajo algún respecto puede ser desagradable a alguna de las personas presentes…”. Si uno está platicando con un diabético atormentado, sería muy cruel ponerse a hablar de los deliciosos camotes poblanos; en tal caso es mejor ponderar las virtudes del brócoli o denostar la política hacendaria de López Portillo.
Ahora veamos un precepto de urbanidad espuria: “Evitemos el leer en la ventana, para que los que pasan no crean que hacemos ostentación de estudiosos o aficionados a las letras” (9.12.III). Carreño puede descansar en paz: cada vez hay menos aficionados a las letras.
En relación con la lengua, el Manual no dice nada explícito, pero advierte: “Respecto del tenedor y la cuchara, no introduciremos en la boca sino aquella parte que es absolutamente indispensable para tomar la comida con comodidad y aseo…” (23.1.5.V, las cursivas son mordazmente mías). Esta frase revela que a Carreño le resultaba absolutamente inconcebible que, en lugar de introducir los cubiertos a la boca, la “juventud de ambos sexos” sacara la lengua a la hora de comer.
Si uno sigue leyendo la sección De la mesa, al llegar al inciso 51 se topará con una prohibición infame: “Es una imperdonable grosería el separar del pan parte de su miga, para traerla entre las manos y jugar con ella. Respecto de llegar en esto hasta formar pelotillas y arrojarlas a las personas o hacia cualquiera otro objeto, este es un acto tal, que no se concibe pueda verse jamás ni entre personas de la más descuidada educación”. Desde niño acostumbro moldear cubitos de migajón durante la sobremesa. Es lo más cerca que he estado de ser escultor. Además de ser una forma inocua de entretener las manos mientras se platica, deja un aroma agradable en los dedos. Pero Carreño, como una especie de AntiFreud empeñado en agravar la represión de los deseos subconscientes, lo prohíbe y con ello previene que la forma compacta y redonda de la “pelotilla” nos obligue a usarla como proyectil.
El Manual de Carreño tiene casi cuatrocientas páginas. Es una mina inagotable de etología burguesa y comicidad involuntaria. Aunque el concepto de urbanidad haya pasado de moda, los manuales de buen comportamiento siguen siendo muy solicitados. Ya existe en la red un Manual de Carreño para Facebook que condena tosquedades como “#abusar #de #los #hashtags #para #todo”. Proliferan los blogs y los videos de Youtube dedicados a dictar reglas de “Netiqueta” (me pregunto si entre mis costumbres virtuales hay algún defecto equivalente al de sacar la lengua a la hora de comer). En este nuevo mar de prescripciones, habrá que aprender a distinguir lo genuino de lo espurio, lo práctico de lo banal. En internet, por desgracia, no hay pan que nos incite a jugar con el migajón.
(ciudad de México, 1987). Narrador y ensayista. Autor de la novela Las mutaciones (Antílope, 2016) y del ensayo Yonquis de las letras (La Huerta Grande, 2017).