Carta de Reims: Dígame, licenciado

El desuso del no-título, me hace pensar que la nobleza igualitaria da todo menos prestigio. En el pasado, o se era licenciado, o no se era nada.
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Una de las mayores y mejores sorpresas que me llevé la primera vez que fui a España para vivir, en 1997, fue la de encontrar un país en el que el título de licenciatura no se presumía cuando se gestionaba una cita. Me sentí, por fin, con mis iguales cuando llamaba por teléfono preguntando por el señor Vázquez o la señora De Alba, sin que una mujer aleccionada me respondiera: “el licenciado no se encuentra”, o “el ingeniero” o “el arquitecto” o el “doctor Vázquez está reunido”.

Aquella lección de igualdad se extendía al ámbito público: no fallaba por las mañanas ver mezclarse en una cafetería al barrendero o a los hombres y mujeres de los servicios de limpieza municipales, con aquellos otros seres humanos que en México distinguiríamos como licenciado, ingeniero, arquitecto, esto es, un hombre con corbata; o licenciada, ingeniera, arquitecta, esto es, una mujer maquillada. La igualdad, con la crisis, supongo que en España se habrá incluso acentuado: todos parecen ser cada vez más pobres que no imagino a nadie recordando los cuatro o cinco años que se pasó en la universidad para hacer referencia a ellos cada vez que se presenta frente a otro (“Ingeniero González, para servirle”, “Licenciado Gutiérrez, encantado”). No en México, sin embargo, donde el estatus y los complejos impiden que unos se mezclen con otros, en el metro, en los centros comerciales, en los bares o en los cafés; y peor, que no salga a relucir, si hay que mezclarse, nuestro grado universitario.

Escribo esto porque es ahora que reparo que en Francia haber pasado por la escuela, el bachillerato, la universidad, es importante desde luego (más de lo que imaginamos para un país que encarna desde su Revolución, los valores de libertad, igualdad y fraternidad), para obtener un buen puesto laboral, como en todo el mundo, pero no para que el otro, su igual en términos de derecho, incline la cabeza sumisamente y se vea obligado a nombrar a su interlocutor como licenciado, ingeniero, arquitecto, o lo que quiera que haya estudiado –a excepción, que confirma la regla, de cuando se habla de “el señor ministro”, “el señor presidente”, “el señor juez”, donde juez, ministro o presidente sería algo así como nuestro equivalente mexicano de licenciado, ingeniero, arquitecto.

Sentir que para efectos prácticos todos somos Madame o Monsieur, en la panadería, en la universidad frente a los alumnos, en el mundo laboral frente a nuestros superiores y compañeros, en el social, e incluso en ese mundo artificial en el que se nos dice que “hay que saber venderse” fairplay, sin exagerar, ni mentir, acaso mencionando que uno se pasó varios años sentado escuchando a un profesor, resulta tranquilizador, sobre todo cuando en efecto, uno se pasó esos varios años sentado escuchando a un profesor para colgar un título en algún rincón, aunque sea incluso en Rectoría, donde, por ejemplo, lo dejó siempre Jorge Ibargüengoitia sin molestarse en recogerlo. Perdón, en México debería decir “el licenciado Ibargüengoitia” que, para el caso, también lo fue.

No resulta extraño que por el mismo motivo, a esa mujer que ha caído en desgracia por su añeja estafa a los trabajadores de la educación en particular, y a toda la sociedad mexicana en general, se le nombrara, en una ecuación a la inversa, haciendo del grado humilde un prestigio solemne e impoluto, “Maestra Gordillo”. O, peor, “La Maestra”, cuando bajo la lógica de los cargos, licenciado, ingeniero, arquitecto, debería haber matado maestra, aunque parecía paradójicamente lo contrario: Maestra mataba Presidente, así como dinero suele matar carita, pero eso es harina de otro costal.

El desuso del no-título, me hace pensar que la nobleza igualitaria da todo menos prestigio. En el pasado, o se era licenciado, o no se era nada. La sociedad se nos dice que avanza, de manera que, actualmente, la escala de nivel ha subido un escalón: doctor. Lejos quedó la época en la que lo importante era sencillamente nuestro nombre, y no nuestro pedigrí universitario.

Afortunadamente, yo guardo un ejemplo de una lección de humildad loable e ilustrativa: en 1999 busqué al cantante Joan Manuel Serrat por cielo, mar y tierra para hacerle una entrevista; le dejé un mensaje en su productora, le envié una carta (entonces aún se enviaban), le envié un fax (no existía Twitter, ni whatsapp, y apenas incluso el correo electrónico), le hice saber que La Jornada, para quien escribía en aquel momento, era un diario respetable (entonces lo era), pero en dos semanas no pude dar con Serrat. Una mañana, sin embargo, sonó el teléfono de mi casa en Madrid (entonces, apenas había celulares). Y, como habrán adivinado, no era la secretaria de Joan Manuel Serrat para decirme que el licenciado no podía tomar mi llamada; quien hablaba era el propio Joan Manuel Serrat en persona, disculpándose por no poder atender a mi solicitud de entrevista, por una agenda cargada y un viaje en puerta precisamente a México; si hay alguien a quién llamar Maestro en esta vida, es a esa clase de personas que nos dan lecciones que difícilmente pueden darse en los nichos universitarios que hacen creer que el estatus lo da un título universitario pronunciado por un subordinado.

 

 

 

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Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".


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