Centenario de la NRF

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El 1 de febrero de 2009 se cumplieron cien años de la aparición de la Nouvelle Revue Française (NRF), que fue, durante muchos años del siglo pasado, la revista literaria más importante del planeta. Fundada por seis escritores, de los cuales sólo André Gide (1869–1952) se impuso (y de qué manera) más allá de las fronteras de la literatura francesa, la NRF fundó un estilo y creó una sensibilidad que nunca pudo ser del todo imitada por nadie. A la distancia parece milagroso el equilibrio audaz, no pocas veces peligrosísimo, que la revista logró entre cualidades en apariencia contradictorias y mutuamente excluyentes: literatura pura y compromiso político, moralismo y libertad, espíritu de cuerpo e individualidades irreductibles, universalismo disfrazado de la creencia inclaudicable en el genio imperial de la lengua francesa.

La NRF, además, procreó una editorial (Gallimard), gracias a Gaston Gallimard (1881–1975), el señorito que cuando en 1911 se avino a ser el gerente de Gide y de sus amigos no sospechaba que su apellido acabaría por confundirse con la literatura mundial. Fue Gallimard el famoso editor que perdió a Proust y a Céline y los recuperó para su catálogo, el hacedor de premios Nobel, el difusor de Faulkner y de la novela negra, el padrino de Sartre, el dueño, tantas veces, de los premios literarios franceses.

“Hay tres poderes en Francia: la banca judía, el partido comunista y la NRF. ¡Comencemos por la NRF!”. La frase, atribuida a Otto Abetz, el embajador de Hitler en París, probablemente es apócrifa, pero a estas alturas, su difusión legendaria prueba la gravitación simbólica que la revista tenía para la conciencia europea. En 1940 la NRF fue requisada por los nazis y durante tres años fue dirigida por Pierre Drieu la Rochelle, el escritor fascista que se prestó para realizar el sueño de Hitler, en su día aspirante a pintorcete y bohemio en Montmatre, de obligar a Francia a secundar, con su buena literatura, al III Reich. En 1953, al ser rehabilitada la revista, aquella resurrección fue saludada, también célebremente, por François Mauriac, quien le dio la irónica bienvenida a esa “vieja y querida dama rapada”, en alusión a las mujeres castigadas por colaboracionismo.

La NRF sigue apareciendo, trimestralmente. Cumple cien años y ya no es lo que era pero estamos en otro siglo. Dicen, quienes en Francia la festejan, que es incómodo mirarse en ese espejo, que la NRF es el anti-blog. Sería cosa de releerla pero basta con fisgonear en las antologías (como L’Esprit NRF que Pierre Hebey publicó en 1990) para destacar lo que la NRF le ha dejado no sólo a la literatura mundial sino al periodismo literario que algunos hacemos y leemos. Fue una tribuna para la reflexión larga y meditada pero profunda y actual, un espacio donde se escribía esencialmente ensayo, género en extinción tanto en la prensa como en la academia. En la NRF se adelantaron capítulos de grandes novelas (de En busca del tiempo perdido, de Los sótanos del Vaticano, de Gide, de La condición humana, de André Malraux) y se publicaron varios de los poemas más hermosos del siglo. Pero sobre todo, se escribieron notas sobre teatro y cine, reseñas de libros, comentarios sobre pintura, en esa revista de actualidades o aparato crítico que es lo que hace verdaderamente grande a una revista literaria. Ninguno de los hombres-literatura que pasaron por la NRF, desdeñó ese trabajo fino donde se destacaron, para citar a los más conocidos, Gide, Paul Claudel, Paul Valéry.

En política, la NRF albergó casi hasta el paroxismo, a los extremos y en los años treinta, aunque volcada hacia la izquierda (con Julien Benda, Malraux, Jean Guéhenno, André Suàres, el joven Sartre) no privó a los conservadores, a los católicos y a los fascistas de una tribuna por la que pasaron Jean Schlumberger, Drieu la Rochelle, Jacques Maritain o Ramon Fernandez. Acompañó la NRF a Gide en su decepción ante la Unión Soviética, documentó desde el principio la quema hitleriana de libros, siguió la guerra civil española y la revista misma, al ser ella misma tomada prisionera durante la ocupación, pagó, quizá, sus pecados y sus frivolidades. Sabido es que Gaston Gallimard le apostó a comprometer el honor de la revista a cambio de salvar a la editorial y a su catálogo, que encarnaba a la literatura francesa o al menos eso simbolizaba, de la hecatombe. Los franceses, de uno y otro bando lo perdonaron en 1944 y la depuración fue un homenaje, equívoca como lo son todos los homenajes, al espíritu de cuerpo que la NRF representaba.

La NRF debió mucho de su carácter menos al espíritu de Gide, su “autor”, que a la categoría de sus directores literarios, dos de ellos (Jacques Rivière y Jean Paulhan) verdaderos directores de orquesta que le dieron la más alta presencia sonora entre la Primera Guerra Mundial y los años cincuenta. La revista fue, en 1919, europeísta y hostil al nacionalismo belicoso; en los años veinte se abrió a la vanguardia (Antonin Artaud y André Breton colaboraron en ella) sin postrarse ante el ídolo de lo nuevo y, a la recepción del psicoanálisis y del marxismo en todas sus variedades debe sumarse la cálida acogida dispensada a Sartre y a los existencialistas. Quizá el declive natural de la NRF y de su espíritu puede fecharse cuando, en 1948, Sartre abandona Gallimard y pasa a editar en otra casa su propia revista, Le temps modernes.

Ecléctica, libre, aristocrática, la escuela de la NRF no tuvo centro y su herencia quedó en todas partes. De la reseña que escribiera Jean Cassou de El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, en 1929 a los textos de Mario Bellatin y Ana García Bergua aparecidos en 2005, la literatura mexicana ha estado presente en la NRF, sin cuya lectura Alfonso Reyes, los Contemporáneos y Octavio Paz no habrían sido los mismos, pues una buena revista literaria es como un castillo de arena que tras cada ola alimenta al mar de la literatura.

(Publicado previamente en el suplemento El ángel de Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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