Cervantes, notas 2

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Unos caballeros franceses “tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras”, que acompañan una embajada de su país en la corte de Madrid, preguntan por Cervantes, a quien su Quijote ha vuelto célebre en Francia: “preguntáronle muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad”, narra Francisco Márquez Torres, amigo de Cervantes, quien refiere el suceso, “halleme obligado a decir que (Cervantes) era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: ‘Pues ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?’ Acudió otro de aquellos caballeros […] y dijo: ‘Si la necesidad le ha obligado a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia…’”.

Bueno, sí y no. ¿Quién puede creer que el agobio de la miseria haya ayudado alguna vez a alguien? Pero también es verdad que ciertas ayudas de las que se creía merecedor Cervantes, como el famoso destino en el Soconusco, de habérselas concedido, si el rey Felipe II hubiera anotado en el margen del memorial presentado por Cervantes, “Como se pide”, en vez de escribir, como escribió: “Busque otra cosa en que se le haga merced”, no habría Quijote que festejar.

Consignemos que no quedó del todo in albis nuestro escritor, pues el cardenal Rojas le señaló una suma, “un tanto al día”, para que pasase su vejez con menos incomodidad…

“El primer signo de talento es ser infatigable”, dice Chéjov. Cervantes fue infatigable, pero sin resultados, y vivió anheloso, frisando siempre en la pobreza extrema. Sus empleos duraderos fueron repulsivos: trabajo a tanto alzado para el Consejo de Hacienda, primero como proveedor de víveres para la incomprensible Armada Invencible, y después recaudador de impuestos atrasados. Trabajo de publicano universalmente aborrecido, pero que obligó a Cervantes a recorrer el campo castellano y familiarizarse con todo tipo de gente. Familiaridad sin la que no habría podido lograr los elocuentes y precisos matices del vagabundeo de don Quijote y Sancho.

Y bueno, ese desdichado escritor fue víctima constante de eso que recoge el expresivo verbo castellano ningunear. Pero ¿por qué ese ninguneo? No suceden las cosas por una sola razón, siempre hay diversas causas actuando juntas, pero una causa principal fue, sin duda, esa que ha desarrollado con su talento habitual Américo Castro: se trata del asfixiante universo del cristiano nuevo. Cuando Cervantes fue sentenciado al exilio por diez años de la corte y a la mutilación de la mano izquierda (ya lo estaba esperando ahí el destino) ese funesto “Sépades que por los alcaldes de nuestra corte y villa se ha procedido y se procedió en rebeldía contra un Miguel de Cervantes”, el remedio que intentó alcanzar su mortificado padre fue conseguir pruebas de limpieza de sangre; la sola expresión causa horror, pues a un cristiano viejo no se le podían aplicar castigos corporales. Pero no lo logró. Una razón más para pensar que Cervantes fue segregable cristiano nuevo. Por parte de su abuela materna como dijimos. Y el cristiano nuevo era, para usar la palabra ineludible, discriminado, preterido en todos los estamentos sociales, ahogando todo posible progreso.

Cervantes, hidalgo que trata de alcanzar sosiego, parece no haber sido agresivo u hostil, pero no por eso fue uno de esos buenazos pasivos, incapaces de indignación o autodefensa. Su genio era satírico, ligero, burlón, prodigioso en la parodia. Y con él se defendió.

Es incuestionable que, aunque todos los entremeses tienen mérito, vitalidad y vigencia teatral, El retablo de las maravillas se alza sobre los demás como una obra maestra. Este entremés halla su trasfondo en esa desdichada política de la pureza de sangre. Conocido es el argumento de la pieza, es el mismo esquema de “El traje nuevo del emperador” de Andersen, que todos conocemos, ese del niño que vocea que el rey anda desnudo, uno de los cuentos predilectos de George Orwell que halla en él, como halló Cervantes, penetración política.

El argumento es sencillo: Chanfalla, gran histrión, recuerda al mago mussoliniano del cuento “Mario y el mago” de Thomas Mann, persuade al público, compuesto por provincianos de Castilla, gente ignorante, envanecida de su pureza de sangre. El actor persuade a este presuntuoso rebaño, de que, en ese escenario ahí improvisado, se va a presentar un gran espectáculo de títeres, pero que solo los que tengan pureza de sangre podrán percibirlo. Da comienzo el espectáculo, Chanfalla lo va narrando con gran eficacia histriónica: allá van “dos docenas de leones rapantes y de osos colmeneros”, narra, por ejemplo, aunque el escenario está vacío, no hay nada ahí. Por supuesto, todos en el público se animan, ríen, aplauden como si estuvieran viendo una función. Pero en el escenario no hay nada, solo está la pared con la lechada blanca, desnuda. En esta ficción los villanos expresan su oculta duda de ser en efecto cristianos viejos.

¿Quién puede estar seguro de su ascendencia? Puede uno pasarse la vida hablando de Cervantes. Ya seguiremos después. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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