El principio de que la competencia es buena para el consumidor puede dañar al consumidor, cuando se invoca ciegamente. El principio es válido si todos los competidores ofrecen lo mismo, y la diferencia está en el precio. Pero la realidad no es tan simple.
Si el mercado es perfecto, es decir: si todos los compradores y vendedores están igualmente informados; y no hay barreras para entrar ni salir; y la entrada o salida de ningún participante afecta los precios (nadie puede imponer los precios que le convengan); y el acceso a la tecnología es igual para todos; el mercado encuentra el precio de equilibrio (el más bajo para comprar y el más alto para vender) automáticamente: sin necesidad de que intervenga el Estado o cualquier otro regulador.
Suponer esto simplifica las demostraciones teóricas, pero no corresponde a las realidades prácticas. Para que la descripción se aproxime a la realidad, hay que modificar las teorías o modificar la realidad. Las matemáticas del mercado teórico empezaron en el siglo XIX, pero no avanzaron mucho. Prácticamente se abandonaron, cuando aparecieron las computadoras que permiten transformar los censos económicos en grandes tablas descriptivas de la economía censada (las llamadas tablas de insumo-producto). La econometría empírica desplazó a la teórica. En cuanto a modificar la realidad para que se parezca más al pizarrón, no deja de ser paradójico: intervenir para que el mercado funcione sin intervención…
El mercado nació precisamente como intervención. Nació para superar la ley de la selva. La tradición que permitió pasar (en muchos casos) de la guerra y el despojo a un intercambio de regalos entre tribus viene de la prehistoria. De esa reciprocidad ritual, que transformó la hostilidad en amistad, nació también la práctica del trueque y después la moneda y el mercado.
El mercado es una institución: la mejor solución para infinitas cosas (no para todas), dentro de un marco regulador establecido, primero por la costumbre y luego por el Estado. Otra cosa es que muchas intervenciones sean absurdas, innecesarias, destructivas o abusivas.
Cuando se habla de una tercera cadena de televisión abierta (no de paga), se apela ciegamente al principio de que aumentar la competencia es bueno para los televidentes. Así se ignora la cuestión central: el precio. La tercera cadena no puede bajar el precio a los televidentes porque siempre ha sido cero. Lo que bajaría es el precio para los anunciantes. Y ¿qué ganarían con eso los televidentes? Nada. Por el contrario, si los anuncios fueran más baratos, las televisoras tratarían de recuperarse metiendo más anuncios, a costa de los televidentes. Las interrupciones para comerciales aumentarían. Además, bajaría la calidad de la programación.
Cuando la segunda cadena entró a competir con la única empresa que había, muchos dijeron que el competidor estaba loco; que de dónde iba a conseguir anuncios y programas al precio necesario para sacar los gastos. Los contenidos propios son costosos de producir, y los proveedores internacionales, ¿qué le ofrecerían? Las sobras: lo que la empresa dominante no quisiera comprar. Pero sin programas atractivos, habría pocos televidentes y pocos anunciantes.
No es verdad que la programación más taquillera sea necesariamente chafa. Pero si bajar el precio es imposible (porque es cero) y es de vida o muerte tener más televidentes para tener anunciantes, pierde importancia que la programación sea chafa, mientras sea taquillera. La televisión mexicana empeoró cuando entró la segunda cadena y empezó la competencia. Va a empeorar más, si entra una tercera.
Esta degradación no le conviene al país. La tercera cadena que hace falta es una que ofrezca mejores contenidos, aunque no sean muy taquilleros; una especie de BBC o PBS y otras cadenas semejantes. Lo malo de estos ejemplos es que son de países donde el servicio público tiene una tradición menos mala que la nuestra. El apetito de los políticos mexicanos (inclusive rectores universitarios) por las cámaras y el micrófono es insaciable. Se ha visto en el escandaloso ejemplo de los funcionarios que otorgan recursos y concesiones a las televisoras para que les construyan una imagen de presidenciables. Y hasta en el mínimo ejemplo de Radio Universidad, puesta al servicio del narcisismo institucional con interrupciones larguísimas y autoelogios lamentables.
No hay que suprimir el sector público cultural. Por el contrario, necesita un presupuesto mayor. Pero hace falta más iniciativa privada. Hay antecedentes, desgraciadamente desaparecidos: la Estación de la Buena Música (XELA) y el Canal 9 de Televisa. La XELA existió mientras hubo patrocinadores dispuestos a sostenerla. El Canal 9 existió mientras Televisa temió que el gobierno le quitara un canal. Si el gobierno quería quitárselo, arguyendo que hacía falta una programación de nivel superior, no podía quedarse con el Canal 2 y sus utilidades: tenía que quedarse con el 9 y sus pérdidas. Desaparecido el peligro, el 9 dejó de ser cultural.
Hace falta más televisión cultural patrocinada por la iniciativa privada, aunque se limite (para reducir los costos) a los contenidos disponibles en la oferta internacional: películas concursantes en los festivales, buen cine que ya no se exhibe, documentales de todo tipo. Limitándose a escoger bien y subtitular, este enriquecimiento cultural no tendría un costo excesivo. La licitación de la cadena debería estipular la finalidad cultural, y los grandes empresarios deberían aprovechar la oportunidad de legitimarse con un buen servicio público. Todavía se habla de los Medici, y no por los grandes negocios que hicieron, que ya nadie recuerda, sino por la cultura que patrocinaron.
Otra cosa es impedir los abusos del duopolio televisivo. Pero esto no se logra aumentando a tres el número de los abusivos. Para enfrentar los abusos, no hace falta una tercera cadena, sino un buen número de autoridades dispuestas a poner el interés público por encima de su interés personal. Y muchos ciudadanos dispuestos a llamar a cuentas a las autoridades que no vean por el interés público.
Reforma, 26 de febrero de 2012
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.