Dado que el empleo siempre ha escaseado en nuestro paĂs, cualquier forma de ocupaciĂłn aparatosa pasa por trabajo. Esto resulta en un montĂłn de chambas inĂștiles, cuyos requisitos de clasificaciĂłn oficial son los siguientes: 1) Siempre se darĂĄn en el ĂĄmbito de los servicios; 2) Deben resultar completamente dispensables para el consumidor; 3) Dada su dispensabilidad, tendrĂĄn por caracterĂstica comĂșn que nos fuercen a adquirir el supuesto servicio y a realizar el pago correspondiente; 4) Con su solo ofrecimiento nos tildan, implĂcitamente, de imbĂ©ciles; 5) Muchas veces incluyen una amenaza velada; y 6) Muchas veces, al pagar, los efectos secundarios son: coraje, impotencia, sumisiĂłn, vergĂŒenza y miedo en lo emocional; y en lo fĂsico: sudor, tensiĂłn muscular, llanto, tortĂcolis y, en casos extremos, vĂłmito o ganas de partirle la madre al extorsionador. Veamos.
Como hemos dicho, los trabajos inĂștiles deben darse en el ĂĄmbito de los servicios, y nunca en el de la producciĂłn o la comercializaciĂłn, por una razĂłn elemental: no aportan siquiera materia prima suficiente para que valgan algo. Ejemplo de ello son los despachadores de toallas desechables en los baños pĂșblicos, quienes se obstinan en ahorrarnos el metro de distancia que nos separa del expendedor automĂĄtico de papel. La comprobaciĂłn de que su trabajo es inĂștil radica en que han tenido que diversificarse: ahora venden Tutsi Pops, cigarros y chicles para llevarse algo a la bolsa.
QuizĂĄ la caracterĂstica principal de las chambas inĂștiles sea su dispensabilidad. Los vienevienes o franeleros, por ejemplo, obvian los retrovisores y los espejos laterales, pues sĂłlo con ello logran engañarse acerca la falsa necesidad que pretenden suplir: ayudarnos a estacionar el auto. Son tan dispensables que a veces colocan un pedazo de cartĂłn sobre el parabrisas (algo que con certeza serĂa ilegal y causa de demandas en otros paĂses menos âlibresâ), para que no se caliente el tablero del coche ni el volante. Esto, tristemente, exprime algunos pesos a los dĂ©biles.
Como nadie los necesita, los ejecutores de las chambas inĂștiles deben forzarnos a consumir sus servicios. Los limpia-parabrisas que abundan en los semĂĄforos son ejemplo claro de ello: en lugar de ofrecer sus servicios sĂłlo para quien guste, al estar a dos o tres metros del auto tiran hasta el cristal de este un chorrito de agua con una botella âque la normativa dicta debe ser de Coca Cola de 600 mlâ y cuando el conductor los avista ya es demasiado tarde: tiene que pagarles por lo menos para que limpien el agĂŒita que le regaron por todos lados.
Todos estos ejemplos comprueban algo: que las chambas inĂștiles nos suponen idiotas. Idiotas para tomar por nosotros mismos el papel desechable, idiotas para usar el retrovisor y los espejos laterales al estacionarnos, idiotas para encender los limpiadores elĂ©ctricos del parabrisas. El ejemplo que quizĂĄ retrate de mejor modo cĂłmo nos insultan los trabajos inĂștiles es el valet parking. Esa costumbre, tan asumida en el Distrito Federal y âtodavĂaâ tan indignante en ciertas provincias, es, para acabar pronto, una afrenta a la aptitud de conducciĂłn de cada quien, pues se da por sentado que nadie es capaz de estacionarse por sĂ solo.
Cualquiera podrĂa objetar que, en realidad, nadie nos fuerza a consumir estos servicios, pero se equivocarĂa: todos sabemos lo que puede pasar si no asentimos ante el cuidacoches, si le negamos las llaves al valet o si nos portamos mal con el limpiaparabrisas. En todos los caso la amenaza es velada: cuando el cuidacoches nos dice âÂżle cuido su coche, patrĂłn…â bien podemos imaginar la frase extensiva: â…o se lo descuido?â; no darle las llaves del coche al valet puede resultar en que le den llave al coche; y maltratar al limpiaparabrisas implica meterse con sus compañeros de semĂĄforo, quienes se guardan una fidelidad sindical, acĂ©rrima.
Con la amenaza velada, los trabajos inĂștiles buscan hacerse indispensables. En este sentido no existe un ejemplo mĂĄs emblemĂĄtico que el de los despachadores de gasolina. Admitamos que existen ciertos oficios sencillos y milenarios que merecen toda nuestra admiraciĂłn (como la albañilerĂa o la carpinterĂa), pues gozan de un complejidad sutil que podrĂa abrumar a cualquiera, y admitamos, tambiĂ©n, que el oficio de despachador de gasolina no se cuenta entre ellos: las labores que Ă©ste realiza no requieren de adiestramiento alguno y no merecen ni una pizca de nuestro respeto. Como muestra de su dispensabilidad basta mirar a los paĂses desarrollados, donde podemos constatar que los ciudadanos no son tratados como imbĂ©ciles, ya que ellos mismos sirven su consumo energĂ©tico. Hacia allĂĄ deberĂamos ir, pero no es asĂ: en nuestro paĂs esta inutilidad ha sido perpetuada por las nuevas mĂĄquinas despachadoras de Pemex, que no se pueden utilizar si uno no es un despachador certificado con posesiĂłn plena de pulsera digital (y de plaza en el sindicato).
Para no hacer corajes, me he obligado a pensar que estos pagos forzosos son, hacia los individuos que los ejercen, una especie de impuesto justiciero que intenta eliminar la inequidad social, supliendo asĂ la estulticia de nuestros polĂticos, ademĂĄs de mucha, mucha corrupciĂłn concretada a lo largo de tantos años en los que se ha evitado generar verdadero valor agregado. Sin embargo, como yo pago impuestos por la vĂa institucional, no me puedo quitar de la cabeza que los vienevienes, los del valet y los despachadores de gasolina son timadores tan listos que les basta una franela vieja, un talĂłn de boleto sin soporte legal o una botella de Coca Cola con agua gris para embaucarnos.
â Jorge Degetau
es escritor. Colabora habitualmente en la revista Este PaĂs y en el diario El Nuevo Mexicano. Su cuento âNombres propiosâ ganĂł el XV Concurso de Cuento de Humor Negro.