Eso que está allá afuera es Caribe. Reguetón, salsa, librerías ruidosas y tendederos con ropa nueva sobre las aceras vaporosas de una ciudad que tiene el mismo tumbao de Santo Domingo, Cartagena de Indias, Porlamar, Barranquilla, Ciudad de Panamá. Afuera, San Juan es Puerto Rico y Puerto Rico es América Latina, pero aquí adentro, en la Plaza del Mercado de Río Piedras, la influencia de Estados Unidos se nota.
Es un hábito esto de ir al mercado principal de las ciudades que no conozco. A uno le ven la cara de turista y le recomiendan el más bonito para que no se vaya espantado del país. Yo insisto.
No me lleves al más fifí sino al popular de verdad.
Paxie se escribe Paxie y no Patxi porque su padre tardó en entender que el nombre era vasco. Españoles fueron y vinieron de esta isla y se nota en historias así, sin embargo Paxie no parece ibérico y el sonido liviano de esas dos sílabas poco tiene que ver con la presencia amable y totalizadora de este buen tipo que supera el metro ochenta y los cien kilos. Total, que si uno va a decir la palabra fifí y a pedir mercado, lo ideal es que tu guía sea un Paxie.
Aquí es que comen los varones.
Pongámonos serios entonces.
Y es un poco decepcionante encontrarse un mercado principal tan ordenado. Nada que ver con las estructuras laberínticas de los de Guadalajara y México D.F. ni con el tufo espeso del de Caracas ni el caos armónico del de Bogotá. El Mercado de Río Piedras aparece en Yelp! bajo la categoría “farmers market” y si bien está lejos de la sensación aséptica que transmiten sus pares estadounidenses, los pasillos son impecables, los alimentos están bien exhibidos y entre dos stands de frutas no vas a encontrar uno de carne y ni siquiera otro con discos piratas, papel higiénico y estampas de la virgen que corresponda. Es un mercado racional.
No entiendes bien por qué tanto cambio en un abrir y cerrar de puertas, pero esto es Puerto Rico: un show colegial de magia donde ya te esperas el próximo truco y aún así sientes una sorpresa mansa. Si no fuera por la comida, esto de la identidad boricua sería más difícil de precisar y aquí es donde los mercados guardan lo más parecido a eso que llaman nacionalidad.
Al fondo del mercado está el comedero. Limpios locales de comida criolla y sillas incómodas bajo un tragaluz que escupe calor. Paxie se mueve con soltura y yo lo acompaño.
Óyeme, ¿te queda chuleta can can?
Esto fue lo que vine a hacer. Porque Medellín tendrá su gloriosa, sacrosanta y bendecida bandeja paisa, pero los puertorriqueños dieron un paso más allá en esto que podemos llamar freír la grasa.
Leí que los culpables de todo fueron unos galleros en el restaurante La Guardarraya que, sabrá uno si movidos por el sadismo de las peleas de gallos, buscaron en su almuerzo una sensación similar. “Saca una chuleta de cerdo, déjale la piel y la grasa y échala a la freidora”. Sí, eso es la chuleta can can.
Como verán en la foto, lo que están comiendo es una tira de chicharrón con toda la carne de una chuleta, a su vez, frita. Muy frita. Hay recetas que solo sugieren cocción lenta en el sartén y luego subir el fuego y echar más aceite para dorar. Son la versión light. Esta que hay en el mercado de Río Piedras terminó en una freidora con no sé cuántos litros de aceite reutilizado y guarda el sabor de todas las chuletas, pollos y plátanos que han pasado por ese líquido viscoso.
Se supone que el “can can” viene de los cuadritos del chicharrón que, bien cortados, quedan agitándose un poco cual enaguas de mujer hipster o de abuela nostálgica –no sé cuál imagen prefiero–. Comerse una cosa de estas es una experiencia salvaje y lo único que baila es el estómago unas horas después. Y está bien, así debe ser.
El turismo de la isla ha llevado versiones refinadísimas de la chuleta a restaurantes de cubiertos limpios y si bien la cocina siempre es apropiación, estos platos excesivos, pensados para el consumo excepcional de apetitos desvergonzados que buscan taparse todas las arterias nacieron para comerse en platos de plástico y mesas de madera curtida. Freír la grasa es un recuerdo de todo lo racionales que podemos ser como especie: somos creadores de experiencias cuyo consumo prolongado simplemente nos llevaría al subsuelo.
La chuleta can can es dionisíaca como casi todo lo que viene del cerdo y hay que estar en el estado de ánimo correcto para ponerse al frente. Paxie duda.
Un poco más de arroz, sí. Ahora échale un poquito de caldo de mondongo, ¿se puede?… eeeeeso, qué rico. Ajá, amarillos, aguacate…
Aquí los ojos se le van hacia una chuleta bestial tras el mostrador empañado. Ve su plato con arroz húmedo, plátanos maduros (amarillos) y entonces, de improvisto, la mueca de remordimiento.
No, medio pollo de ese que tienes ahí.
Un pollo asado de buena apariencia, sí, pero un pollo, casi un insulto. Lo invade la voz acusadora de su esposa durante 25 años, la tragedia de que es muy joven para morir y dejar dos hijos por culpa de la grasa frita.
Ya con este cuerpecito hay que cuidarse más, Marcel.
Mira, mi primera mascota fue un cerdo bebé, un cochinito, le decimos en Venezuela. Salgo en una foto agarrándolo con miedo, muy torpe, y recuerdo que dos años después fui a visitarlo y había desaparecido del chiquero porque era diciembre y probablemente me lo había empezado a comer con toda la familia. Ese día entendí que estamos aquí para comernos todo, viejo, por eso nada de esto me da remordimiento.
Eso y que L. no está a mi lado, pero ese tipo de confesiones no se hacen con un chuleta sobre la mesa.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.