Colombia se rompe en archipiƩlago

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Mis amigos no me dejaron quedar mucho tiempo en BogotĆ”, tras participar en Cartagena en un curso sobre la Ruta Garciamarquiana que ademĆ”s la recorrĆ­a por la costa Caribe, y al poco me metieron en un coche y me llevaron a la Ćŗltima UtopĆ­a.

ĀæCĆ³mo llamar si no a un lugar en el que grandes pĆ”jaros blancos y de pico largo vuelan a ras de agua sobre pequeƱos lagos tranquilos e iguanas de plata se pasean por prados que parecen haber sido arreglados con mĆ”quinas de afeitar? Casas que desbordan el anticuado concepto de bungalow se dispersan por jardines sin lĆ­mites ā€“es decir de propiedad difusa, como el ParaĆ­so, o acaso Ć©ste no pertenece a nadie, de ahĆ­ su nombreā€“, y el mundo en general parece ser un jardĆ­n nacido con el Ćŗnico objeto de permitir el crecimiento libre de los sĆ”manos, un Ć”rbol que como es sabido por tamaƱo y belleza sĆ³lo puede crecer en el EdĆ©n. En nuestro mundo urbanizado no cabrĆ­a ni en los parques.

AdemĆ”s ā€“y Ć©sa es otra caracterĆ­stica paradisĆ­aca, o si se prefiere, UtĆ³picaā€“, no habĆ­a nadie. Quiere decirse que no se veĆ­a a nadie. Alguna vez debe de haber alguien pues los prados afeitados a navaja pueden ser en ocasiones pistas de golf, a veces se adivina alguien a lo lejos, invisible, inaudible e inodoro, y los trabajadores que mantenĆ­an todo como en un hotel de lujo lo hacĆ­an como en un hotel de verdadero lujo: no se les veĆ­a. Cuando preguntĆ© cĆ³mo era posible que la piscina de nuestra casa se mantuviese inmaculada pese a tanta vecindad de aves y Ć”rboles del ParaĆ­so, me contestaron: ā€œĀæNo oyes al hombre que viene a limpiarla todos los dĆ­as a las seis de la maƱana?ā€ Pues no, no lo escuchaba pese a que trabajaba a no mĆ”s diez metros de mi almohada. Su silencio era pues angĆ©lico. Y cuando ademĆ”s se les veĆ­a, no ocupaban sitio, sabĆ­an misteriosamente lo que uno querĆ­a antes de pedirloā€¦ y ademĆ”s eran guapos. Y si no lo eran, se vestĆ­an y comportaban de forma que el resultado era el mismo.

Otro tanto pasaba con nosotros: revestidos de los modales, el lenguaje y las ropas de los ricos ā€“tenis, baƱo, bailes, bronceadosā€¦ā€“ tambiĆ©n nosotros habĆ­amos embellecido.

Y eso a dos horas bajando desde las alturas de BogotƔ, es decir hacia Tierra Caliente, cerca de Girardot, una ciudad en la que, como en cualquier otro lugar de la tierra, incluidos Mallorca y Montecarlo, hay mƔs feos que guapos, mƔs pobres que ricos y mƔs ruido que silencio.

Ɖsa era pues la demostraciĆ³n definitiva de que estĆ”bamos en la UtopĆ­a: allĆ­ no habĆ­a lugar para la fealdad.

Dos dĆ­as despuĆ©s de regresar a la capital ā€“llena de ruido y de injusticias, aunque quizĆ” un poco menos que lo que yo recordaba y eso que la ciudad va camino de convertirse en una de las megalĆ³polis del continenteā€“, me ofrecieron ir por un dĆ­a, y en transporte militar, a una de las bases del ejĆ©rcito en la selva, en el sur del paĆ­s, en la cuenca AmazĆ³nica. QuizĆ”, en calidad de escritor, me podĆ­a resultar interesante.

Ni quĆ© decir tiene que aceptĆ©ā€¦ no sin vacilaciones, claro. Como comentarĆ­a alguien que iba conmigo en un lanchĆ³n militar por el rĆ­o, en una breve gira por una base no mĆ”s grande que unos cinco o seis campos de fĆŗtbol, ā€œeste viaje no hay ninguna agencia de viajes en el mundo que lo pueda ofrecerā€. En efecto, en una de las riberas se encontraba el territorio de la base, y en la otra, el muro espeso de la selva virgen, que tiene poco que ver con cualquier idealizaciĆ³n romĆ”ntica: aparte de los gritos estridentes de aves exĆ³ticas, o de los aullidos de los monos, cuando les da, uno se pregunta cĆ³mo es posible que de esa muralla alta y verde pueda salir nada vivo, ni siquiera una bala, como era en efecto el riesgo (aunque improbable).

Para mi sorpresa la base colombiana tenĆ­a mucho que ver con el Ćŗnico par de bases militares que conocĆ­a, y que estĆ”n en Europa. Esto es, aparte de pistas de aterrizaje e instalaciones militares, un aspecto como de club social no demasiado cuidado, con casas para los oficiales de tamaƱo directamente proporcional al rango y galpones para los soldados, prados necesitados de cariƱo, una piscina, una pista de tenis, una tienda, y el mundo cerrado de ā€œmi tenienteā€ o ā€œmi capitĆ”nā€ y de taconazos (dentro de un orden) previsible. O sea nada en apariencia distinto, lo militar constituye en sĆ­ mismo una especie de nacionalidad.

Pero aquello, como es obvio, sĆ­ era distinto. ComencĆ© a darme cuenta cuando hacia el final de la breve gira me presentaron a una guacamaya enorme y pacĆ­fica, y luego a un loro, y luego a otros pĆ”jaros mĆ”s, preciosos e inverosĆ­milesā€¦ Ninguno de ellos hablaba pero todos eran dĆ³ciles y amigables y se instalaban en tu brazo o en tu hombro con una confianza anterior al pecado original. Lo cual se debĆ­a a su condiciĆ³n de mascotas y animales de compaƱƭa de los soldados que hacĆ­an guardia ahĆ­, y durante meses seguidos, en el borde mismo de la base: casamata, sacos terreros, soldados con casco mirando por binocularesā€¦ sĆ­, ahĆ­ estaba en efecto la razĆ³n de la base. El enemigo, mĆ”s allĆ”, entre los Ć”rboles, y siempre invisible. Una representaciĆ³n americana de El desierto de los tĆ”rtaros, del visionario Dino Buzzati.

Luego pensĆ© que ese enemigo invisible era en cierto modo otra isla y pertenecĆ­a al mismo archipiĆ©lago. Esto es, en la base cierto nĆŗmero de soldados intenta impedir que la guerrilla entre en ese territorio por asĆ­ decir fronterizo de Colombia. Pero es que a su modo la guerrilla tambiĆ©n intenta impedir que el ejĆ©rcito entre en la selva, una especie de isla nocturna en la que uno se pregunta cĆ³mo pueden sobrevivir, perseguidos por armas sofisticadas y radares de calor, y sobre todo cĆ³mo lo hacen (a veces no lo hacen) sus cientos de rehenes que esa guerrilla en teorĆ­a izquierdista retiene durante aƱos, en busca de ya nadie sabe quĆ©, aunque existen sospechas, y con una crueldad que se inserta por derecho en la del siglo XX y que sĆ³lo es comparable a la de los ā€œparamilitaresā€ de enfrente. Lo Ćŗnico claro es que ese proceso que llaman ā€œpolĆ­ticoā€ corre a toda velocidad hacia su descrĆ©dito, mientras sus protagonistas, de uno y otro lado, se van convirtiendo en los mĆ”s deslavazados (y viejos) guerrilleros del mundo.

Con los ojos abiertos por esas dos (o tres) grandes experiencias de islas, por asĆ­ decir, pronto percibĆ­ que tambiĆ©n habĆ­a sido una experiencia similar la primera: el curso sobre GarcĆ­a MĆ”rquez y los lugares de su juventud en el Caribe colombiano, en el que dictĆ© una conferencia, con la participaciĆ³n de jĆ³venes profesores y periodistas de toda LatinoamĆ©rica, organizado por una universidad de Cartagena. Un congreso como otros, se dirĆ”, pero Ć©ste tenĆ­a la peculiaridad de incorporar una larga excursiĆ³n por los lugares del joven estudiante, periodista y bohemio GarcĆ­a MĆ”rquez, y la oportunidad de visitar los sitios todavĆ­a inocentes, o casi, de lo que en un futuro mĆ”s prĆ³ximo que lejano serĆ” una suerte de peregrinaciĆ³n temĆ”tica. En Aracataca, el pueblo no tan pequeƱo del que saliĆ³ GarcĆ­a MĆ”rquez y que inspira Macondo en buena parte, existe una gran escultura amarilla de homenaje a Remedios la Bella y la estaciĆ³n de tren estĆ” decorada con mariposas amarillas, a la espera de un tren, amarillo, que traerĆ” turistas desde Santa Marta. O sea, una suerte de Disneylandia tropical, con las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia en lugar de los 101 dĆ”lmatas.

Que el congreso fuese mĆ³vil o, por asĆ­ decir, errante, no significa que no fuese una isla, incluida una excursiĆ³n al pequeƱo archipiĆ©lago de las Islas del Rosario, en las que tiene casa, como en un sĆ­mbolo, toda persona que quiera pertenecer en Colombia al cogollo del cogollito. Como la balsa de piedra de Saramago, los congresos intelectuales se mueven de una forma autĆ³noma, con reglas propias, conformando un universo particular, y en ocasiones divertido y estimulante como fue el caso: islas habitadas por los adeptos de cultos que van surgiendo. El de GarcĆ­a MĆ”rquez los crea con facilidad tropical.

El de los congresos-isla y los cultos como nuevas patrias puede ser un fenĆ³meno internacional, lĆ©ase al divertido primer David Lodge, cronista del gueto acadĆ©mico anglosajĆ³n, pero no tan previsible en BogotĆ” ā€“ya estamos de regresoā€“, una ciudad que se caracterizĆ³ por un urbanismo altamente civilizado y armĆ³nico y que ahora vive uno, por asĆ­ decir, especializado. Se dirĆ” que en Sevilla convergen en una sola plaza casi todos los comercios relacionados con las novias, pero lo de BogotĆ” desafĆ­a otras muy altas concentraciones como las calles llenas de bares de las ciudades vascas, llamadas senda de los elefantes por el bamboleo de los clientes al entrar y salir de los bares en el esforzado deporte del chiquiteo. Ahora en BogotĆ” los restaurantes, variados y a veces excelentes y que poco tienen que envidiar, sobre todo en el muy latinoamericano sentido del ambiente, se concentran en diversas calles de la ciudad. Y forman como pequeƱas islas gastronĆ³micas.

La lectura de este fenĆ³meno de la archipielizaciĆ³n, si se me permite, es tentadoramente fĆ”cil: Colombia es un paĆ­s muy grande (tres veces EspaƱa) y hoy por hoy inseguro, aunque menos que su leyenda, y no es extraƱo que la gente se agrupe como los beduinos del desierto, en torno a un oasis: sea un gigantesco club social a dos horas de BogotĆ”, y en el que los socios ricos destierran la fealdad y la pobreza durante el fin de semana, ya sea una base militar para impedir la llegada de una supuesta revoluciĆ³n, ya sea un congreso de fervorosos seguidores de un escritor que se quieren meter en su culto y en su mundo igual que si fuese un club MediterranĆ©e.

Colombia se rompe en un archipiĆ©lagoā€¦ y no es otro sĆ­ntoma del cambio climĆ”tico. A las siguientes preguntas no he podido responder: ĀæEs algo nuevo? ĀæEs colombiano? ĀæQuĆ© es lo que pasa ahĆ­ afuera para que la propensiĆ³n a encerrarnos en islas sea el nuevo urbanismo universal? ~

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Pedro Sorela es periodista.


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