Cómo escribir la palabra que no se puede escribir

Se supone que hay en nuestro idioma una palabra que no se puede escribir. Se han planteado diversas soluciones para “arreglar” el problema, pero la mejor solución es ver la cuestión desde otra perspectiva.
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Domingo Faustino Sarmiento no sabía de palabras que no se pudieran escribir. A él, de hecho, ninguna parecía resistírsele. La última edición de su obra completa consta de 53 tomos: más de 15 mil páginas. El más famoso de sus libros es, sin duda, el Facundo, publicado por primera vez en Santiago de Chile en 1845. El título alude a Juan Facundo Quiroga, caudillo de la provincia de La Rioja, cuya biografía utiliza el autor como pretexto para hablar de “civilización y barbarie en las pampas argentinas”.

Hacia el final del capítulo 5, Sarmiento dice que “es inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la memoria de los pueblos con respecto a Quiroga”. Y refiere una de ellas, según la cual alguien ha robado algo y el caudillo debe hallar al ladrón. Relata Sarmiento:

Quiroga forma la tropa, hace cortar tantas varitas de igual tamaño cuantos soldados había; hace enseguida que se distribuyan a cada uno; y luego, con voz segura, dice: “Aquél cuya varita amanezca mañana más grande que las demás, ése es el ladrón". Al día siguiente fórmase de nuevo la tropa, y Quiroga procede a la verificación y comparación de las varitas. Un soldado hay, empero, cuya vara aparece más corta que las otras. “¡Miserable! —le grita Facundo con voz aterrante—, ¡tú eres!…” Y, en efecto, él era; su turbación lo dejaba conocer demasiado. El expediente es sencillo: el crédulo gaucho, temiendo que efectivamente creciese su varita, le había cortado un pedazo.

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Encuentro reminiscencias de esa anécdota en un relato de la antología Cuentos breves y extraordinarios, que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares editaron en 1955. Lo atribuyen a un tal Luis L. Antuñano, quien supuestamente lo había incluido en su libro Cincuenta años en Gorchs. Medio siglo en campos de Buenos Aires, publicado en el pueblo de Olavarría en 1911. El cuento se titula “Polemistas”. Dice así:

Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra trara no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito.

—Pago la copa para todos —le dice el santiagueño— si escribe trara.

—Se la juego —contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra.

De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia:

—Clarito, trara.

Leí por primera vez este cuento no en el libro de Borges y Bioy, sino en Respiración artificial, la novela de Ricardo Piglia, publicada en 1980. Uno de los personajes de la novela dice que esa mañana se ha encontrado con un tal Antuñano y que este le ha contado una anécdota. Y reproduce el cuento de manera casi literal. La novela de Piglia rebosa de guiños y alusiones literarias, y esta cita de una cita —sin dudas apócrifa— de Borges y Bioy es una más entre ellas.

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La palabra trara, evidentemente, sí se puede escribir (y designa, según Borges y Bioy, a un “trípode de hierro para sostener la pava del mate”). La palabra que no se puede escribir, según dicen, es otra. Cada vez que alguien habla del tema, el fantasma de Crisanto Cabrera revolotea alrededor y afirma con la mirada que todo lo que se habla puede ser escrito. Yo mismo siento su presencia ahora.

El primer sitio, hasta donde sé, en el que se habló de la palabra que, según dicen, no se puede escribir fue el blog Un arácnido una camiseta. Esto ocurrió hace más de cuatro años. La palabra es la forma imperativa del verbo salirle. El autor del blog transcribió la respuesta que la Real Academia Española dio a su consulta:

La interpretación forzosa como dígrafo de la secuencia gráfica ll en español hace imposible representar por escrito la palabra resultante de añadir el pronombre átono lea la forma verbal sal (imperativo no voseante de segunda persona de singular del verbo salir), oralmente posible si, por ejemplo, ordenáramos a alguien salir al paso o al encuentro de otra persona aludida con el pronombre le: [sál.le al páso], [sál.le al enkuéntro]. Puesto que los pronombres átonos pospuestos al verbo han de escribirse soldados a este, sal + le daría por escrito salle, cuya lectura sería forzosamente [sá.lle], y no [sal.le].

El autor lo llamó “el bug del español”, aplicando un término que se refiere a un error en un programa informático. Parece que nuestro idioma incluye un fallo. Me imagino desde entonces a la RAE fija como el pensador de Rodin, en busca de una solución para el intríngulis.

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El post que hablaba del bug del español se hizo viral: fue citado y reproducido infinidad de veces, y hasta se creó —sin demasiado éxito— un blog con el objetivo específico de “arreglar el bug”. Entre las soluciones ofrecidas se encuentran: separar con un guion, recurrir a la ele germinada del catalán, añadir una -e al verbo para que el resultado sea sálele y no salle (lo que daría una forma igual a la del verbo salar), incluso incorporar una -d (“importada” de la forma plural del imperativo) y que le resultado sea sadle

Sin embargo, en un par de los comentarios más recientes de los casi 500 que lleva acumulados el post original, veo las claves de la que, creo yo, es la mejor de las soluciones.

Uno de esos comentarios cita dos casos en los cuales, asegura, se escribe salle y se sigue adelante sin mayores problemas. Por un lado, un relato breve incluido en el libro Más de mil y un cuentos del Siglo de Oro, de José Fradejas Lebrero, donde alguien da una indicación: “Ve por otra calle y salle al encuentro”. Por otro, el verso 20 de la jornada III del Fieras afemina amor, de Calderón de la Barca: “y pues al encuentro quiere / salirte: salle al encuentro”. Sin embargo, este segundo ejemplo no es válido, porque Calderón (vaya uno a saber si por error o aportando su propia solución al bug) no escribió salle sino sadle.

El otro comentario es el que, en mi humilde opinión, da en el clavo:

He descubierto que algunas normas de pronunciación pueden “interpretarse”, como en la palabra postromántico (que se lee [post.romántiko] en lugar de [pos.tromántiko]). Lo mismo ocurre con salle: yo escribo salle pero leo [sál.le], igual que escribo subrayar y leo [sub.rayár] o escribo ciudadrealeño y no leo [ciuda.drealéño].

Me parece una solución simple y brillante. Y que siempre estuvo ahí, como la carta robada de Poe. Solo hacía falta mirar con atención para descubrirla.

No puedo evitar imaginarme a la autora del comentario, cuchillo en mano, escribiendo la palabra salle en el piso de tierra, mientras el viejo Álvarez se asoma por detrás de ella y dice: “Clarito, [sál.le]”. Y Crisanto Cabrera, a un costado, asiente con mirada satisfecha. Y los miembros de la RAE se dan a la fuga, tratando de ocultar una varita a la que, en los últimos cuatro años, le habían cortado varios pedazos.

 

 

Foto: Fundación Vipeika

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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