La mente como computadora moral

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El filósofo Paul Churchland diseñó una teoría sobre la manera en que funciona el conocimiento ético. Según él, la red neuronal incorpora habilidades a partir del ingreso de información moral. La capacidad de discernimiento reside en una intrincada matriz de conexiones sinápticas que aloja categorías y subcategorías referidas a situaciones específicas como “mentira”, “traición”, “robo”, “tortura”, “asesinato”, etc. En esta matriz hay un conjunto adquirido de prototipos morales que forman una estructura, una especie de mapa que nos permite navegar con eficacia por un mundo social que exige constantemente decisiones éticas. Todo ocurre en el hardware biológico del cerebro, y que Churchland define como un masivo procesador vectorial paralelo. Esta imagen proviene en gran medida de los estudios conexionistas realizados en modelos de inteligencia artificial. Sólo la investigación neurobiológica podrá probar o refutar esta explicación. Lo que me interesa destacar es que aquí no se asume la existencia de reglas innatas inscritas en módulos. Por el contrario, la experiencia moral va construyendo una gran diversidad de prototipos; estos prototipos codifican los conocimientos adquiridos en puntos del espacio neuronal, cada uno dotado de tantas dimensiones como características posibles tenga. En estos vectores neuronales no pueden fijarse reglas o principios morales: lo que hay es una multitud de prototipos.

Este modelo adolece –lo mismo que la teoría de los módulos innatos– de un defecto: no toma en cuenta la estructura y las peculiaridades del flujo de información moral externa. El lenguaje aquí es el sistema traductor de las experiencias sociales a otra lengua interior, que es una especie de neuroñol o neuralés con que presuntamente opera el gigantesco procesador vectorial que codifica prototipos éticos. El defecto consiste, como lo señaló Andy Clark, en que el lenguaje es también un complemento que aumenta el poder computacional del cerebro mediante signos, palabras y etiquetas. El lenguaje público, dijo Clark, es un reservorio de recodificaciones útiles que se han acumulado en un lento y doloroso proceso cultural de ensayos y errores, y que reduce patrones demasiado complejos y cognitivamente invisibles a pautas regulares y reconocibles que permiten que el cerebro realice una exploración moral más aguda del espacio moral. Inspirado en las ideas de Lev Vygotski, Clark se refirió a todo esto como el “andamiaje externo” de la cognición humana. Churchland recibió muy bien esta crítica y aceptó que una parte de la maquinaria cognitiva se encuentra fuera del cerebro, en el andamiaje discursivo que estructura al mundo social, y que consiste en diagramas dibujados, cálculos aritméticos escritos, argumentos hablados e impresos, instrumentos de manipulación o medida y prótesis cognitivas. Pero los andamios son estructuras de apoyo provisionales que, una vez logrado el objetivo, se desmantelan y retiran. Es mucho más útil la metáfora de la prótesis o, mejor, de un exocerebro permanente sin el cual las redes neuronales de los humanos no pueden funcionar.

Tanto si el cerebro es visto como un procesador que interioriza flujos de información moral con ayuda de andamios sociales como si se considera que alberga módulos innatos responsables de un flujo generativo que desemboca en la sociedad, en ambos casos las operaciones morales se encuentran únicamente localizadas en las redes neuronales. La diferencia radica en que en el primer caso la maquinaria computacional innata asimila reglas externas bajo la forma de prototipos y en el segundo caso los módulos contienen principios innatos generativos. A ambas interpretaciones se les escapa el hecho de que el proceso de tomar decisiones no sucede solamente dentro de la cabeza, sino que ocurre en la relación permanente entre el cerebro y su contorno sociocultural. El contorno no es solamente una fuente que nutre el proceso de aprendizaje ni es tampoco un contexto receptor que adapta los flujos generativos de los módulos neuronales. Una parte sustancial de este contorno está indisolublemente unida a la red neuronal.

Debemos abrir una nueva puerta para entender el problema del libre albedrío. Hay decisiones que se toman en los circuitos híbridos de la conciencia, que incluyen en una misma red al cerebro y al exocerebro; aquí hay un espacio para el libre albedrío, y no porque se abra la puerta al azar o al caos, ya que el exocerebro se encuentra enclavado en un mundo social y cultural muy bien estructurado. La manera fácil de escapar del determinismo que entiende a la libertad como una ilusión consiste simplemente en negar la influencia de factores biológicos en las decisiones, para postular que es en las instancias sociales, culturales y políticas donde se ejerce (o no) libertad. Aquí también oscilaríamos entre tesis deterministas y libertarias, pero los parámetros de la discusión quedarían circunscritos (y reducidos) a los procesos sociales. La “naturaleza” humana y la biología no tendrían derecho a tomar la palabra.

Pero no llegaríamos muy lejos en esta huida típica de quienes temen enfrentarse al hecho ineludible de nuestra realidad biológica. No tenemos más remedio que entender el misterio del libre albedrío a partir de la estrecha conexión entre nuestra constitución biológica y la vida social, entre el cerebro y la cultura. 

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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