Cómo no recomendar libros

Olvidémonos de recomendar a los clásicos.
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Nada como las conmemoraciones para que los apologistas de la lectura aprovechen las redes sociales y ejerciten el género de la pregunta-reproche:

¿Y ustedes ya leyeron el Ulises? (Blomsday)

Me gustaría saber cuántos de verdad han leído algo de Carlos Fuentes (15 de mayo 2012)

Mucho Cervantes y Shakespeare, pero ¿quién se acuerda del Inca Garcilaso de la Vega? Seguro ni lo conocen. (Día internacional del libro 2012)

¿Y Lorca, Cernuda, Parra, Vallejo, Pizarnik? No, ustedes sigan comentando las noticia de hoy (Día Mundial de la Poesía 2012)

Lo mismo sucede con las recomendaciones. Ahora que es posible acceder a bibliotecas gratuitas repletas de lo que consideramos clásicos, no faltan quienes recuerdan los sencillo que es recomendar trivialidades:

–No sé qué leer…

–¿Ya leíste Vida y Destino?

Cuando uno padece crisis de lectura, lo último que necesita es que le recomienden libros que todos saben que son buenos, el consenso no estimula. Recomendar un libro es leerlo dos veces: una para mí; otra para la persona a quien confío que le guste. La recomendación más impersonal –y más inútil– es la que se parece más a manual de literatura que a sincera sugerencia: “Yo (la Academia Sueca, el Premio Príncipe de Asturias, el Cervantes, el PEN International y miles de universidades que regalan doctorados honoris causa) te recomiendo Conversación en la catedral”. ¿Quién puede leer así?

Las crisis de lectura aparecen por varias razones: porque leímos un libro muy bueno, o muy malo, o porque no ha habido tiempo para leer, o porque ha habido demasiado. En esos momentos, ni Joyce, ni Cervantes, ni Shakespeare son de utilidad alguna. Cuando el lugar común es que nadie lee, lo último que debería suceder es la aparición de otros tantos lugares comunes llamados Dostoievski, Tolstoi, Stendhal. Un lector en crisis no necesita clases de literatura, sino algo con lo que pueda combatir la apatía, un libro que le proporcione atención personalizada, que lo haga sentir único.

La relación con los clásicos funciona a la inversa. El carácter único lo tiene el libro, mientras que el lector es sólo parte de un proceso de transmisión, reafirmación y validación de esa característica. Para sobrellevar una crisis de lectura puede valer más un libro de Murakami que cualquiera de Thomas Mann, para hablar de falsos extremos.

Lo mejor, quizá, consista en recomendar libros difíciles de conseguir. La sinagoga de los iconoclastas de Juan Rodolfo Wilcock, por ejemplo, o Evocación de Matthias Stimmberg del mexicano Alain-Paul Mallard, libros que se vuelven nuestros por el simple hecho de rastrearlos, desearlos. Libros poco manoseados pero muy discutidos. Libros que nos hacen parte de un clan secreto de lectores para quienes la labor de persecución literaria es una necesidad previa al gozo de leer.

 

 

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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