Cómo violar a Ofelia

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La entrada a saco de Calixto Bieito en Hamlet es, además de una ostentación de talento interpretativo, un curioso acto de dramaturgia terrorista. Hamlet es el sparring con el que todos quieren probar sus mejores golpes; Bieito, cuyo montaje de Macbeth ya había desplazado varios mentones, puso en escena una versión en cámara rápida, y convirtió las tres horas y media originales en un thriller visual de dos horas, una maniobra de guerra en la cual no faltaron las bajas accidentales. La más notoria es el espíritu del texto, esa piedra-en-el-zapato de los directores shakespearianos. Pero esto, claro, no debería sorprendernos; pues lo primero que hace Bieito al abrir la escena es echar de la obra a ese otro espíritu, incómodo y anticuado: el rey Hamlet.
     Así es la cosa. La obra de Bieito se abre en la segunda escena de la de Shakespeare (mucho murmullo en la platea, mucho movimiento de cabezas: ¿así empezaba?, dice alguien). En el texto, los soldados habían sido los primeros en ver al fantasma del rey muerto; se lo anunciaban a Horacio, y éste, tan incrédulo como los espectadores, acababa presenciando él mismo la aparición del fantasma. La eficacia del recurso se ha probado durante cuatro siglos: tan pronto como Horacio se rinde a la evidencia, lo hacemos también todos los demás. A Bieito, en cambio, la idea de persuadir al público le ha parecido banal, o por lo menos poco posmoderna —su versión entera nos recuerda a cada instante que somos sofisticados, que los actores son actores y el teatro es ficción—, de manera que el recurso para instalar al fantasma en la cabeza del príncipe tenía que ser distinto. Y distinto es: después de su primer monólogo, Hamlet se atiborra de pastillas pasadas con whisky, y no se ha terminado de tragar la última cuando empieza a oír la voz de su padre. Esto es Bieito quintaesencial: uno sabe que la obra es suya cuando hay en el escenario una mesa cubierta de botellas.
     El procedimiento logra interesarnos, por supuesto, más o menos de la misma forma en que nos interesa un accidente de tráfico: un cóctel de trasgresión y morbo. Verán, quien funge de fantasma en el montaje de Bieito es un curioso factótum vestido de blanco, un pianista (formidable, eso sí) que oficia como camaleónico maestro de ceremonias de la vida en el castillo de Elsinore, una suerte de coro burlón que de vez en cuando es Horacio, de vez en cuando el sepulturero y en su tiempo libre presta su voz —su voz electrónica, distorsionada por el micrófono— al fantasma. Asunto riesgoso: no sólo Bieito elimina la mejor primera escena de todo Shakespeare —según el viejo Coleridge, al menos, y algunos estamos de acuerdo—, sino que modifica para siempre nuestra percepción del príncipe: el Hamlet que se enfrentaba al fantasma y se atrevía a hablarle, corriendo el riesgo de que se tratara de un demonio disfrazado, nos merecía admiración; el Hamlet que oye voces en la mitad de un trip alucinógeno resulta banal, casi gamberro. Por si fuera poco, eliminar la primera escena es eliminar la subintriga política. Bieito ha realizado el deseo inconfesado y culpable de los hamletianos más impacientes: ¡fuera Fortinbras, ese provocador de digresiones! ¡Muerte a Cornelius y a Voltemand, esos mensajeros sosos! Pero Fortinbras es hijo de un rey y hombre de acción, y su ausencia nos priva también del contrapunto con el hijo de rey más pasivo de la literatura. En Hamlet, cada personaje se refleja en otro: cambiar una línea es rasgar el espejo.
     ¿Rasgar qué? Lo que Bieito quiere es hacerlo trizas.

En eso radica su valor (en ambos sentidos de la palabra); en eso radican, también, sus errores. En el acto segundo —esta versión, dicho sea de paso, no tiene descansos ni interrupciones: en eso al menos es como la que escribió Shakespeare—, la conspiración entre Claudio y Polonio salta directamente al encuentro de Hamlet y Ofelia: Bieito ha desplazado notablemente el “Ser o no ser”, que sirve de bisagra entre las dos escenas. Ya se conoce el refrán: dime dónde pones el monólogo y te diré quién eres. Pues bien, Bieito lo pone un acto después, con Hamlet apoltronado cómodamente junto al cadáver del metiche Polonio. ¿Qué razones puede haber para semejante desplazamiento? Una de ellas, por lo pronto, es que Bieito es Bieito; es decir, que el director tiene obsesiones, ese bien tan escaso hoy en día, y es capaz de llegar a extremos poco frecuentes para meterlas en el texto (la figura de un calzador me viene a la cabeza). La obsesión, en este caso, es la violencia, y tanto mejor si es sexual. Hamlet ha terminado el azote verbal que más tarde, con la colaboración de otras circunstancias, sacará de quicio a Ofelia; pero al Hamlet de Bieito no le parece aquello suficiente, y enseguida se pone en la tarea de violarla. Mientras tanto se escucha un eco tras bambalinas: es el director violando el texto.
     “Parece incapaz de cualquier acción deliberada, y sólo llega a extremos cuando no tiene tiempo de reflexionar.” Lo dice Hazlitt, y lo confirma cada línea escrita por Shakespeare para la voz del príncipe. Hamlet no es Hamlet si no es a través de la duda y la inacción; Hamlet deja de serlo cuando decide y actúa tan brusca, tan salvajemente, como el violador de Bieito; Hamlet, hombre de palabras, palabras, palabras, sólo es capaz de agresiones habladas. Pero una cosa es cierta: tras la violación de Ofelia, comprendemos mejor por qué Bieito nos ha escamoteado el monólogo: el “Ser o no ser” es una especie de himno de la indecisión, de gran tratado sobre la pasividad, y mal podría Hamlet pronunciarlo y pasar, sin solución de continuidad, a abrirse campo con —y abrirle las piernas a— la pobre doncella. Y la cosa no termina ahí, porque luego está el isabelino asunto de la virginidad. Tan pronto como Ofelia la pierde, pierden sentido varios de los textos pronunciados después. Pierden sentido las canciones eróticas de Ofelia enloquecida, esos versos obscenos que tanto molestaban a la frígida del Wilhelm Meister y que aluden, con impaciencia de adolescente en calor, al deseo insatisfecho. Y pierde sentido el hecho de que Hamlet llame Jephthah a Polonio: una balada popular de la época —me parece que es Harold Jenkins quien trae el dato— contaba la historia de ese viejo, cuya hija se pasó la vida lamentándose por su virginidad y luego, en vista de su inutilidad como mujer (pues nunca se reprodujo), acabó sacrificada por su propio padre. Thou hadst not come to my bed: sí, la tragedia de Ofelia es precisamente que Hamlet no llegó (con perdón) a desflorarla. Bieito, por pura solidaridad, ha preferido darle ese gusto, y ni siquiera así ha podido evitar que la pobre se suicide. Mejor para nosotros: la muerte de Ofelia es, en su versión, un inmenso momento de teatro, uno de los muchos que nos regala la intuición virtuosa y descarada del director. Bieito prescinde del agua y sus posibles metáforas, y la pone a ahogarse enredada entre cintas de casete. La claustrofobia del espectador —y su terror, y su lástima: y su felicidad— son infinitas.
     Y así sale uno del Teatro Romea: lleno de preguntas, lleno de inconformidades, pero feliz, traicionado y desflorado y feliz. ~

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