Con perdón de Jorge Ibargüengoitia
Hace treinta años un teléfono era una especie de catafalco de baquelita con un gorro de torero por uno de cuyos extremos se hablaba y por el otro se escuchaba. Tenía también un disco con diez agujeros numerados del cero al nueve que se hacía girar con el dedo índice hasta completar el número deseado. Si alguien respondía, se hablaba; si no, se colgaba. Fin del asunto.
Un teléfono de entonces contaba con exactamente tres partes, ninguna de las cuales se prestaba a confusión ni ameritaba instrucciones. Servía sólo para dos cosas, hablar y escuchar, y desde luego para asesinar gente por causa justificada (pero ese es un atributo del que goza cualquier objeto pesado, y esos teléfonos pesaban como dos kilos). En suma, un pisapapeles con una función aledaña.
Otra característica de los teléfonos de esos años era que no había teléfonos. Es decir, sí había pero, como eran del gobierno, no había. Sólo había teléfono si se contaba con un cuñado influyente, y si se pasaba una prueba iniciática que, en un momento dado, suponía el misterioso trámite de “adquirir acciones”. Este trámite, además de misterioso, era imposible, pues como eran del gobierno, no había acciones, o más bien sí había, pero el gobierno de pura casualidad se las había dado todas a los cuñados influyentes que las revendían, previo estímulo en efectivo. Sabor a PRI.
Ahora los teléfonos se venden en el supermercado y conectarlos toma una semana. Lo malo es que ahora ya no son esos objetos lúgubres, simples e inertes.
El que recién compré (el más barato) ostenta 22 botones que incluyen funciones como “menu” y “transfer”, una pantalla en la que aparecen palabras y signos, así como la opción de elegir que cuando el aparato suene lo haga con una “agradable variedad de tonadas” debidamente “sintetizadas” por un chino oligofrénico que van de “Caminos de Guanjuato” hasta lo más bajo, que es la “Marcha turca” de Mozart. El teléfono pesa 200 gramos, deberá tener 500 micropartes y además de para hablar servirá para una veintena de cosas (sin contar el asesinato): para decir quién llama antes de contestar, llevar una agenda, guardar datos en la memoria, escuchar cancioncitas, molcajetear salsas, tomar fotografías, jugar dominó y hacer una lista de las personas con las que no se quiere hablar, a las que el aparato mandará al carajo de manera totalmente automatizada. Un montón de satisfactores inducidos, es decir, de cosas que no se necesitan hasta que el aparato ordena necesitarlas.
¿Habrá quien considere anticuado aquel teléfono y moderno éste? No lo sé, aunque uno supondría que progresar es abreviar. El actual teléfono es tan imbécil que requiere un manual de instrucciones de aproximadamente un metro cuadrado cuya cabal lectura toma 85 minutos cerrados. La posibilidad de que el imbécil sea yo, y no el teléfono, queda descartada por la última, contundente frase del manual. Dice así:
ADVERTENCIA: en caso de ser tragado, este aparato puede producir sofocamiento, e incluso la muerte.
Lo bueno es que si tal cosa sucede se busca en el manual cómo marcar el número de la Cruz Roja y se pide auxilio.
Santo remedio.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.