Concurso de cuento temático: Martina

Este es el último cuento de muestra para el concurso, el retrato de la vida paralela de los científicos melómanos.
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Cada quince días nos reunimos. Llevamos cuarenta y cinco años despotricando. El desprecio crea lazos sólidos. Desde que éramos estudiantes de física detestamos a Wagner, a Liszt. Por otro lado, si no nacen personas como Strauss, ¿quién ambienta las bodas pretenciosas? Hemos interpretado al piano las peores piezas que se han compuesto bajo el sol. La música mala tiene el encanto de lo divino. Saber apreciar lo bajo es un arte. Equivalente a varias sesiones de psicoanálisis. No sé cómo definir lo que pasó el martes pasado. Nos reunimos un martes en mi casa, otro en casa de Moisés, el que sigue en casa de Adrián. Los tres tocamos. Cada piano tiene su historia. El de Moisés lo han tocado varios premios Nobel, el de Adrián lo tocaron Ashkenazy y Brendel, ahí nomás. Yo les hago la broma de que a mi piano lo tocan las pelusas.

No formar parte de la realidad es la grandeza de la literatura y de las matemáticas. La estética abstracta de las matemáticas se parece mucho a la música. En una reciente conferencia hablaba sobre esto. Una partitura se aprecia igual que las matemáticas: basta con la lectura. No es necesario un instrumento. Por otro lado, no necesitas leer la notación musical para disfrutar la música, como no necesitas comprender las fórmulas de los fenómenos de la física para padecerlos. Al lado de Bach, algunos gestos de la naturaleza son menores, como un arco iris. Entre un terremoto y la que quieras de Liszt, es evidente que Liszt queda como un payaso de fiesta infantil. Un espantasuegras.

Me he preguntado qué tiene la comida húngara, qué comían los físicos que cambiaron el rumbo del siglo pasado. Todos ellos originarios de pueblos pequeños de Europa Central, casi todos músicos y, sí, judíos. Quizás ser el pueblo del libro algo tiene que ver. El protagonista de una de mis novelas favoritas –y quizás la novela judía cumbre– es Mendel Singer, un modesto maestro que reúne a los niños en la cocina de su casa para enseñarles la Torá. En hebreo y en yiddish, la escuela es la casa del libro. ¿Y qué es estudiar? Interpretar. Que es lo mismo que tocar un instrumento o estudiar física. Yo, por ejemplo, no me considero religioso, pero rindo culto a la interpretación. También tengo devoción por el chisme. Me encanta estar al día en los melodramas de mis alumnos y ex alumnos. Es fascinante cuando los tres involucrados en el triángulo amoroso me consultan por teléfono. No es suficiente estudiar a Heisenberg, hay que saber de qué hablaba con su mujer en el desayuno. Hablé con su viuda, en Oxford, hasta del color de sus pantuflas. Interpretar es leer. Física, música y literatura, las tres son idénticas en ese punto. Alguna vez hice una lista, son quince físicos brillantes, varios premios Nobel, a los que llamo Goulash People. Me hizo falta buscar su recetario. No se ha repetido esa constelación. Einstein tocaba el violín, por ahí hay una grabación, pero un mariachi es más talentoso. Otra constante es que todos eran mejores físicos que músicos. Ninguno tocaba el piano como ella.

Martina tiene veintiún años. Vive en un cuarto de azotea, me parece que en un barrio bastante peligroso por Coapa. Es veracruzana. Se escapó de su casa en Coatzacoalcos para estudiar física en la facultad. Es alumna de Adrián. Él la invitó al simposio que organizamos en el Instituto, nos pidió que no faltáramos al recital de sus alumnos. Martina tocó al final. Es extremadamente tímida, difícil escuchar sus palabras. ¿Qué tocó? Una típica sonata de Mozart, muy sencillita, de esas que predeciblemente aprenden los estudiantes antes de memorizar el nombre de su maestra. La sonata en Do mayor. Me preguntaba de dónde había salido esa niña cuando sentí los codazos de Moisés, sentado en la butaca de al lado.  

La niña fue a casa de Adrián el siguiente martes. Tocó una sonata de Schubert. Desde un punto de vista tan personal que me sorprendió. Muy bien, ahora échate una de Prokofiev, le dije de broma. Con trabajos dijo pío. Adrián tomó una partitura, se la pasó. Conque muy salsa, pensé. Me paré al lado de ella, vi cuál era, me crucé de brazos. Al leer las primeras notas me pareció escuchar a mi hija tocando esa pieza. Martina leía la partitura en silencio. Pasaba las hojas, debajo del cono de luz de la lamparita, mientras Moisés y Adrián no sabían qué hacer aparte de ruidos contra el sillón de piel. Fuimos a la cocina. A los diez minutos, Moisés fue a preguntarle si quería algo de merendar. Ella le dijo que estaba comprendiendo el final, que la dejara en silencio cinco minutos más. Pensé que nos estaba cotorreando. Ponía hielos en los vasos, Adrián salía de la alacena con la botella de whiskey en la mano cuando Moisés cerró la puerta: Dice que está comprendiendo el final, así, sin tocar el piano. Una veracruzana de veintiún años que en su vida ha tenido un piano en casa, hija de una madre soltera que con trabajos le compraba útiles. Tocó esa de Prokofiev como yo no la había oído. Me empezó a temblar la rodilla. Esa pieza que yo le enseñé a Miriam, mi hermosa hija que ya no está entre nosotros. Una inesperada peritonitis. De un momento a otro te cambia la vida. Ya no voy a hablar de eso.

No voy a contar lo celosas que son nuestras esposas. Una veracruzana alta, morena, de pelo negro, rozagante, tocando el piano en nuestras casas. Bella como las veracruzanas. Me gustaría decir que movemos los hilos como las Moiras, pero con esta niña me parezco más a una de las tres hadas gordas. Los tres estudiamos la licenciatura en la facultad, terminamos antes de 68. Nos fuimos de México, cada uno por su lado. Adrián se fue a Harvard, Moisés a Princeton. Yo hice el doctorado en Oxford. Hemos dado clases aquí y allá, pero nuestra casa es el Instituto. ¿Cuántos alumnos geniales hemos tenido? Hoy los investigadores de las mejores universidades. ¿Cuántas Martinas hemos conocido? Queremos que se mude de esa azotea, que se vaya fuera de México. No tiene recursos, pero nosotros la vamos a ayudar. Mientras algunos colegas responden, nosotros dejamos que ensaye diario en el Instituto, en nuestras casas. La chica nunca ha tenido un piano. No me lo explico. Ella dice que en Coatzacoalcos una vecina a veces la dejaba ensayar, pero que toca el piano desde niña, en su mente. A mí me da gusto por mis vecinos, me encanta que piensen que yo he mejorado en el piano.

Hay que conocer el horror para hablar de lo bello. Nos pareció relevante que Martina conociera lo peor.

El martes pasado. Empezamos escuchando el monumento al eructo: Tannhäuser, obviamente de Wagner. Le pedimos que tocara una de las más insoportables deLiszt. Estábamos en el piano de Adrián. Hace un poco más calor en estos días, así que abrí una ventana. Me quedé de pie, al lado de la cortina. Moisés, desde el sillón, sugirió que tocara algo New Age. Le pasé una partitura que hace tiempo transcribimos en una velada muy divertida. Hay hombres que esconden revistas porno, nosotros tenemos por ahí la partitura del tema de los Teletubbies. Me quité el suéter, me puse de pie al lado de ellos. Pensé que si Martina era capaz de tocar mi sonata favorita de Beethoven, ese hermoso segundo movimiento de la 32, entonces tenía que ser igualmente capaz de tocar el tema musical del noticiero de López Dóriga. La entrada, una de las más repulsivas melodías que he escuchado. Adrián prendió su laptop, la buscamos en Internet. Los tres ya en mangas de camisa, como en una fogata, rodeamos el piano para escucharla. Martina cerró los ojos, esperó un momento. Para nuestra sorpresa, comenzó a hacer variaciones sobre el tema del noticiero. Adrián empezó a hacer unos sonidos guturales, cerró los ojos, comenzó a mover un hombro al ritmo de la música. Al iniciar la segunda variación, se inclinó para tomar un tapete persa del piso. Como capa, con una mano sujetando el tapete, haciendo esos sonidos que no le conocía. Martina seguía con las variaciones, cada una peor que la otra. Para entonces Moisés, no sé de dónde sacó eso, quizás de la bolsa de Martina, traía los labios pintados de rojo y un zigzag en la frente, Adrián subía y bajaba el tapete, yo me puse una máscara africana que descolgué de la sala. Los tres bailamos alrededor del piano. Sudábamos. No sé cuántas vueltas dimos. Cuando Martina abrió los ojos, Adrián, ondeando el tapete persa, le pidió que por favor interpretara esa obra de John Cage, la de los minutos de silencio. Los tres, empapados en sudor, nos abrazamos. 

 

(Imagen)

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