Saltaban con ternura por el jardín de mis abuelos y nosotros los perseguíamos con pisotadas torpes que nos llenaban de tierra esos zapatos con lucecitas en los talones. Cuando eres niño cada día puede convertirse en un rito de iniciación que hace de la felicidad una excepción y no un hábito. No hay forma de advertir cuándo cuatro primos persiguen a seis conejos para ensuciarse las rodillas con tierra y abrazarlos o cuándo los persiguen para servir el tránsito a la madurez, a la vida adulta.
El que atrape más conejitos se lleva un premio.
Y nosotros que nos reíamos y jugábamos y creíamos en la promesa de mi papá. En él pensé al ver el plato de conejo relleno de Perucà, pequeño restaurante en el pueblo toscano de San Gimigniano.
A lo largo de la historia grandes imperios han sido cuna de excesos culinarios igualmente grandes. El recetario romano a menudo mal atribuido a Marco Gavio Aspicio, De re coquinaria, es un maravilloso ejemplo de los primeros siglos después de Cristo: darle leche a caracoles vivos para que adquirieran mejor sabor, sobrealimentar a ocas para obtener foie gras, usar trufas como si no hubiera mañana, cocinar todas las partes de un cerdo cuya dieta consistía solo en higos… Dice la tradición que Aspicio se suicidó al entender que no tenía dinero para seguir con su ritmo de vida.
Muchas de las mejores historias gastronómicas empezaron en aquellos años y El satiricón de Petronio tiene mi favorita. Hay una gente en un banquete y están esperando el plato principal, pero en lugar del anfitrión aparece un gigante barbudo con una capa tejida a mano y un cuchillo de cacería. Al frente, un jabalí rostizado con un sombrero en la cabeza. El gigante corta el animal por un lateral, abre el estómago y de él salen “algunos tordos” que comienzan a volar. Unos cazadores de aves están en el comedor, les disparan y el anfitrión ordena que las cocinen y le sirvan una a cada invitado
¡Miren lo bien que se alimentaba este jabalí!
Y los invitados quedan sorprendidos.
Mi conejo llega a la mesa. Tres medallones: uno relleno de pollo, otro de jabalí y otro de ternera. Y ahora pienso en mi papá y en Petronio y en el turducken.
El jabalí de Petronio es uno de los primeros registros de una práctica que tiene su término en inglés, engastration, pero que en español suena más divertida porque toca explicar todo el proceso. Consiste en tomar un animal y cocinarlo rellenándolo de otros animales de menor tamaño, deshuesando cada uno según sea el caso. Algo así como una versión mejorada de las muñecas rusas.
En Estados Unidos la versión más famosa es el turducken –un pavo (turckey) que adentro tiene un pato (duck) que adentro tiene un pollo (chicken) que algunas familias con mucho tiempo y dedicación deciden servir en el Día de Acción de Gracias–, sin embargo hay registros de recetas que incluyen hasta ocho tipos de aves y un mito que data de 1958 según el cual los beduinos cocinan un camello entero con un cordero adentro. Bonito, ¿no?
Mi prima menor fue la primera en atrapar uno de los conejitos.
Mira, tío Antonio, voy ganando.
Y mi papá que recibe el conejito y se lo lleva a un lugar no revelado. Así siguió el juego y creo recordar que no atrapé a ninguno porque siempre he sido un inútil. Al cuarto conejito nos dijeron que ya era suficiente, que podíamos dejar a los otros dos conejitos tranquilos.
¿Y quién ganó, tío Antonio?
Sí, ¿quién?
Lo que vino a continuación hubiera sido más fácil de asimilar si alguien me hubiera explicado que en un pequeñísimo lugar de Italia servían conejo relleno. Sé que mi imaginación se hubiera encargado del resto y tal vez le hubiera agarrado fobia a los conejos, esos peluches asesinos de ojos rojos capaces de abrir sus fauces para tragarse a un pollo y a una ternera y a un jabalí.
Los ingredientes de Perucà son de la zona y sobre los tres medallones hay una reducción de aceite trufado en honor a Aspicio. Debieron pasar muchas horas para cocinar tantos animales sin que alguno saliera vivo del estómago. ¿Cómo era ese pollo casi dulce antes de que el conejo lo engullera? ¿Cómo este predador felpudo se las arregló para clavar sus dientes en el cuello de la ternera mientras mamaba de las ubres de su madre? ¿Qué clase de estrategia utilizó para derrotar a este jabalí que sabe a almizcle y a tierra y que atravesó perfectamente el tracto digestivo sin perder la cantidad precisa de grasa para que cada bocado te dé ganas de golpear a un niño por la simple frustración de que algo tan precioso pueda existir? ¿Cómo era este conejo? ¿Lo podríamos agarrar hoy entre todos los primos? ¿Mi papá lo hubiera matado con la misma facilidad que a los cuatro de aquel día?
Nadie ganó premio alguno, solo la imagen compartida de mi viejo en la cocina golpeando en la nuca a cada animal y ese sacudón nervioso de las patas traseras que quedaban colgando al cabo de dos segundos. El ruido seco de los cadáveres cayendo sobre la olla, el cuchillo filoso, la fuerza bruta de mi papá despellejando a cada animal y los salpicones de sangre sobre el suelo oscuro.
Nadie ganó premio alguno, apenas una certeza: la ternura está sobrevalorada.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.