Ejemplo paradigmático del joven académico que consiguió notoriedad global gracias a sus análisis sobre la amenaza populista a la democracia liberal tras la victoria de Donald Trump y el referéndum sobre el Brexit, activo participante en la esfera pública por medio de las redes sociales, Yascha Mounk presenta la singularidad de haber nacido en Alemania y eso lo diferencia de sus colegas norteamericanos. De hecho, el alemán es su lengua materna y así nos lo hace saber en el primero de los episodios autobiográficos que salpimentan este libro con objeto de capturar la atención del lector; más tarde se nos hará saber que su madre detesta las multitudes y que el autor es hincha del Bayern. Y es justamente en la servidumbre a los cánones narrativos y expositivos del ensayismo anglosajón –aquel que no se resigna a alcanzar al público especialista y busca llegar al estante del aeropuerto– donde este trabajo muestra sus debilidades. También es cierto que a un libro le pueden pasar cosas peores y El gran experimento se las apaña para abordar de manera sensata un asunto capital para el futuro de las democracias liberales.
Su premisa es que las democracias liberales, desarrolladas en el marco proporcionado por unas sociedades nacionales relativamente homogéneas, se enfrentan hoy al desafío de una creciente diversidad interior que amenaza con desestabilizarlas. Fenómenos como el identitarismo, el nativismo o las llamadas “guerras culturales” serían testimonio de esa dificultad. El gran experimento al que alude el título consiste en hacer funcionar la forma democrática de gobierno en unas sociedades que se fragmentan en diferentes grupos étnicos y culturales, dando así una tonalidad particular a eso que John Rawls llamó “el hecho de la diversidad”. Aunque Mounk no los cita, podríamos recordar que el mismísimo John Stuart Mill pensaba que una cierta homogeneidad cultural era necesaria para el éxito del gobierno representativo; menos sorprendente es que Rousseau, más inclinado a las formas directas de autogobierno, se propusiera recurrir a cualquier elemento aglutinador –el nacionalismo, la religión– que uniese a los ciudadanos en lugar de disgregarlos. Y la propia noción liberal de tolerancia, formulada por John Locke, apostaba por neutralizar las diferencias religiosas entre los distintos fieles a través de su privatización: que cada cual crea lo que quiera sin molestar a nadie.
Incluso la contenciosidad religiosa provocada por la Reforma protestante, sin embargo, tenía lugar entre semejantes. Lo que ha sucedido desde la mitad del siglo pasado es más bien que la vieja uniformidad de las sociedades nacionales ha dado paso a una creciente heterogeneidad. Hay datos elocuentes: si allá por 1945 solo uno de cada veinticinco británicos había nacido en el extranjero, la proporción hoy es uno de cada siete; por su parte, uno de cada cinco residentes en Suecia tiene raíces en el extranjero. El pensador alemán atribuye la creciente fragmentación a los efectos indeseados de las políticas nacionales, especialmente en materia de inmigración, pero hay algo que las trasciende y que remite a un proceso de globalización que encuentra un impulso adicional con la implantación de las tecnologías digitales. Es así chocante que Mounk no mencione ni una sola vez la palabra “globalización”, pese a tratarse de un fenómeno que acrecienta la movilidad internacional y produce una cultura cosmopolita tan superficial –del shopping a Rosalía o el K-pop coreano– como potente.
La posición que adopta el autor en relación con las causas del conflicto entre los distintos grupos sociales es significativa de un giro cultural más amplio. Abandonando la vieja convicción de las ciencias sociales según la cual las identidades colectivas son construcciones sociales sin fundamento objetivo alguno, Mounk se suma a todos aquellos que en los últimos años han asimilado las enseñanzas de la psicología o la antropología y ahora aceptan que “la tendencia a favorecer a los nuestros tiene un origen natural”. Y nos recuerda que la tendencia de los seres humanos a agruparse de acuerdo con criterios étnicos o culturales no solo ha teñido la historia de sangre, sino que ha permitido generar innovación o superar dificultades. No obstante, sería recomendable distinguir mejor entre la orientación prosocial de la especie y el tribalismo que a menudo dificulta el progreso moral y material. Que este último posea raíces psicobiológicas, en cualquier caso, no conduce al determinismo; la identidad étnica o cultural es maleable, por cuanto la vivencia subjetiva de la misma admite no pocas variaciones. Así que las instituciones y los incentivos juegan un papel clave a la hora de explicar cómo viven los individuos su propia identidad, qué relaciones entablan con su grupo de referencia y cómo perciben a los que no forman parte del mismo. De ahí que Mounk se proponga determinar cuáles son los diseños políticos más apropiados para el buen gobierno –democrático y garantista– de la diversidad.
En ese terreno, el libro juega sobre seguro y difícilmente impresionará a nadie. Mounk señala primero las fórmulas que resultan desaconsejables a la luz de la historia –la anarquía que se produce en ausencia de una autoridad central, la dominación de las minorías a manos de las mayorías, el reparto consociativo del poder entre las distintas comunidades– y a continuación bosqueja su alternativa dando respuesta sucesiva a un conjunto de preguntas que él mismo ha formulado. ¿Comunitarismo o liberalismo? Un liberalismo mejorado que no se olvide de la opresión que el grupo puede ejercer sobre sus miembros. Patriotismo: ¿sí o no? Sí, pero un patriotismo cívico que sea inclusivo y mire al futuro. ¿Deben los inmigrantes ser asimilados por la cultura dominante? Ni melting pot ni salad bowl: la sociedad entendida como un parque público que goza de una amplia oferta de ocio y ofrece la posibilidad del encuentro entre los diferentes. Y por último, ¿qué reglas informales deben estructurar la vida cotidiana de los ciudadanos? Ni nativismo ni ideología woke, sugiere nuestro autor, sino “una forma de solidaridad política que se base en una mayor empatía entre los ciudadanos”. ¡Por pedir, que no quede!
Queda para mejor ocasión el difícil tránsito de la deseabilidad normativa a la verosimilitud política. Mounk es consciente de que la teoría política suele evitar las propuestas concretas orientadas a influir sobre la realidad social, razón por la cual promete al lector “un conjunto de principios y políticas públicas que pueden ayudar al éxito del gran experimento”. Se trata de una promesa incumplida, ya que el autor se limita a formular unas recomendaciones bienintencionadas que podría suscribir cualquier alumno de secundaria. A saber: el aseguramiento de la prosperidad material, la promoción de la solidaridad universal, el diseño de instituciones eficaces e inclusivas, la generalización del respeto mutuo. No se nos dice de qué manera pueden alcanzarse tan ambiciosos objetivos en unas democracias caracterizadas por el aumento de la polarización y la diseminación del estilo político populista.
Trabajo de indudable valor informativo acerca de un problema que seguirá complicando la vida de las democracias liberales en el futuro próximo, El gran experimento carece sin embargo de la originalidad necesaria para dejar huella en el pensamiento contemporáneo. A cambio, será útil para quien busque una reflexión bien armada sobre los peligros y oportunidades de la diversidad: parece poco, pero es mucho. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).