Conmemorar dos siglos

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La Independencia de México es un hecho tan remoto y consolidado como la abolición de la esclavitud. Por ello no puede dar sentido práctico al 2010. La Revolución Mexicana, en su legado y su vigencia, es materia de disputa política. Por ello no puede dar significado único al 2010. ¿Qué sentido, qué significado debe adoptar el Bicentenario? La Comisión encargada de dárselo no lo ha encontrado. A mi juicio debe ser éste: no conmemorar dos fechas sino dos siglos.

Más allá del brillo de las exposiciones, festejos y obras públicas que se inauguren el año próximo, el Bicentenario debe tener un mensaje que le hable al mexicano de hoy y al de mañana. Lo tuvo en Francia en 1989: fue la conciliación entre los tumultuosos pasados de aquel país, tan parecido al nuestro en cuanto a su raigambre revolucionaria. El Terror dejó de ser objeto de reverencia, pero no por eso Francia se entregó a la veneración reaccionaria de Luis XVI. Encontró un justo medio. Y Francia se reconcilió, hasta cierto punto, consigo misma.

En el 2010 los mexicanos no podremos aspirar a tanto. El año próximo conmemoraremos dos revoluciones. En términos políticos, la de Independencia no es ya motivo de discordia. La historiografía en todas sus vertientes sigue aportando datos y visiones sobre las cuales es importante profundizar y siempre habrá campo para nuevas investigaciones sobre procesos, episodios, personajes, microhistorias, etc… Pero nadie se rasga las vestiduras sobre el destino de Iturbide ni duda de la necesidad de la Independencia. Si bien los mexicanos somos “hijos de Hidalgo”, más allá de los desplantes de la vieja historia de bronce esa condición no tiene ya una traducción efectiva en nuestro tiempo. En suma, la Independencia no puede ser objeto de “reconciliación” porque en torno a ella estamos reconciliados. La Independencia sólo puede ser motivo de festejo. Por más importante que sea, el festejo no confiere sentido al 2010.

Algo distinto ocurre con la Revolución Mexicana. La reconciliación en torno a su legado es, hoy por hoy, altamente improbable. La transición democrática del 2000 pudo haber propiciado esa reconciliación nacional posrevolucionaria, fincada en el diálogo respetuoso de las diversas posiciones políticas (con sus respectivas visiones del pasado). Por desgracia no ocurrió. Fox no tuvo miras para ese proyecto y López Obrador menos aún. En su campaña, el líder reclamó para sí la herencia completa de la Revolución Mexicana (hasta entonces monopolizada por el PRI) y, al perder por un ápice las elecciones, provocó un cisma entre su visión y la de quienes ve como “traidores a la patria”. Su movimiento sigue teniendo peso, no se avendrá al debate y menos a la reconciliación. Por eso sería inútil soñar con el 2010 como el año de la unidad.

¿Qué hacer? México -decía Luis González- es una construcción. Retomando ese concepto, cabría preguntarse por todo lo que nuestro país ha construido en dos siglos. Y en esa respuesta puede hallarse la filosofía del Bicentenario.

Es mucho lo construido. Basten algunos ejemplos. A raíz de la victoria liberal del siglo XIX, México ha sido un puerto de abrigo para los perseguidos de otras tierras. Desde entonces llegaron franceses, alemanes, italianos, cubanos, españoles, judíos, libaneses, japoneses y, más recientemente, latinoamericanos. Ese crisol de diversidad (aunado a nuestra propia diversidad étnica) es una construcción que da sentido al presente y nos integra como nación. Otro logro del XIX es la convivencia religiosa. Aunque se interrumpió en el régimen de Calles, ha sido una constante de civilidad que falta en muchos países. También el siglo XX edificó. Hay, por ejemplo, una buena historia que contar sobre los médicos, las enfermeras, los hospitales públicos y privados, las campañas sanitarias, las labores de asistencia pública, los avances de la investigación, las escuelas de medicina. En éste y en otros campos, la admisión crítica de nuestros problemas y del larguísimo camino que queda para resolverlos no debe opacar -al menos no en 2010- el humilde reconocimiento de lo logrado.

Con el mismo criterio no triunfalista sino balanceado, objetivo y crítico cabría abordar, mediante diversos instrumentos de comunicación, otros ámbitos: los inventos mexicanos (los hay, y muchos), la excelencia de la ingeniería civil y sísmica, ciertas hazañas de la infraestructura física, la buena tradición diplomática, la responsabilidad de la hacienda pública, el ejército supeditado al mando civil, no pocas instituciones de educación superior, organismos públicos que han perdurado (el Banco de México, por ejemplo), empresas privadas antiguas que han sobrevivido y otras que compiten internacionalmente.

Un aspecto destacado es la cultura. En las letras y las artes, en varias ramas de las humanidades y en algunas ciencias, México es -digamos- una potencia media. No debemos exagerar patrioteramente su importancia, pero no hay duda de que ya hay varios mexicanos que se han sentado por méritos propios (como pedía Alfonso Reyes) en el “banquete de la cultura occidental”.

La hazaña mayor de construcción corresponde -lo digo sin retórica alguna- a las mayorías silenciosas, a los pueblos de México. Es una construcción de convivencia y esfuerzo diario hecha, a menudo, a pesar de las élites rectoras. Esa construcción anónima debe estar en el centro de la conmemoración.

El mexicano que acudirá con su familia al Zócalo la noche del 15 de septiembre de 2010 debe tener razones, no sólo emociones, para exclamar “¡Viva México!”. No basta que el grito “le salga del alma”. Debe salirle también de la convicción razonada de que algo ha hecho su país en 200 años, algo que no desmerece frente a la mayoría de los países del planeta. Dar al mexicano esa conciencia puede ser una posible filosofía del Bicentenario. Así de sencilla, así de modesta, así de eficaz.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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