Ilustración: Collaterages

Contra la crítica literaria

Algunos de los califitativos más usuales para definir al crítico literario son: escritor frustrado, cavernario, envidioso, pusilánime, cuenta-chicles, perro, mezquino intelectual, proletario intelectual, extraterrestre, perro (otra vez), truhán de baja estofa, insatisfecho sexual, inútil.
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I

El alma ociosa que busque en internet descubrirá rápidamente el sentir general sobre la tarea del crítico literario. Aquí los calificativos más populares: escritor frustrado, cavernario, envidioso, pusilánime, cuenta-chicles, perro, mezquino intelectual, proletario intelectual, extraterrestre, perro (otra vez), truhán de baja estofa, insatisfecho sexual, inútil. Hay quien haciendo gala de pulcritud estilística logra que la palabra “erudito” suene a insulto también.

Lo que no deja de sorprenderme es que hasta los críticos ejerzan este tipo de sátira literaria y protagonicen, como sin querer, lo que se conoce como la aventura de escupir al cielo. Por citar sólo un ejemplo, Adolfo Castañón suelta varias perlas en su libro La belleza es lo esencial: “Nada más vacío que un crítico: sueña de prestado” , o “Los críticos de los periódicos son como los perros de azotea: primero le ladran a todo lo que pasa; luego, siguen ladrando, pero ya no saben ni por qué ni a quién”, o por último: “Uno de los subterfugios de los críticos para no pensar consiste en confundir la anatomía con la mímica, la capacidad crítica con la voluntad de parodia”.

¿Qué hay detrás de estas ideas pícaras? ¿Qué motiva el escarnio contra el ejercicio de la crítica literaria? El fenómeno es de por sí curioso: todos lanzan la primera piedra pero nadie parece apuntar hacia algún objetivo. Frases como “el crítico es una especie de vulgar malandrín” esconde en su generalidad la ausencia de un rostro específico: ¿a qué crítico se refiere? Así las cosas, me parece que el primer problema consiste en especificar qué es la crítica literaria, quién ejerce esa actividad y qué ha pasado de un tiempo a esta parte para que el oficio merezca tales consideraciones.

II

Lo primero que hay que decir es que en el principio está la creación. Un escritor prende la computadora o afila el lápiz y escribe. Lo que resulta de eso es un objeto artístico, bueno o malo, pero artístico. Luego de leerlo y releerlo le hace modificaciones, lo pule o lo rompe definitivamente. Ahí ya hay crítica, puesto que esta palabreja proviene de “crisis”, del verbo griego “krinein” que significa separar, juzgar o decidir. Esta acepción es arcana para nosotros, a pesar de que aparece en una carta de una de nuestras glorias nacionales –es decir, cuyo rostro aparece en los billetes de $200–: sor Juana Inés de la Cruz firmó su “Crisis sobre un sermón”, corrientemente conocida como Carta Atenagórica, a finales de noviembre de 1690. En ella, la monja hizo alarde de erudición e ironía mediante estas tres y simples acciones: separar los argumentos del padre Antonio de Vieira sobre la mayor fineza de Cristo, analizarlos y juzgarlos. ¿Alguien se atrevería hoy a opinar que esa carta es mezquina y absurda o que proviene de la envidia y la frustración intelectual? No importa. Estamos con que el escritor termina su obra y la relee. Puede gustarle o no y en ambos casos lleva a cabo un ejercicio de crítica, de autocrítica.

Cuando el autor decide que su obra está terminada, se la da a sus amigos o la lleva a un taller o la registra a un concurso literario o la entrega a su editorial. En todos estos casos estamos frente a otro proceso de crisis. Cuando la obra se edita y se publica –seamos optimistas– alguien la compra y la lee. Las formas de leer son tan variadas como lectores existen, pero si yo leo una novela, un cuento o un poema tendré alguna opinión. Puede o no gustarme por múltiples razones pero ahí hay otro ejercicio crítico, aunque sea en el más básico de los niveles: un libro puede gustarme por su humor negro, porque me tuvo al filo de la silla o porque me identifiqué con el protagonista; habrá quien odie una novela donde haya muchas groserías, o porque la historia no lo atrape o porque no le guste la portada. En cualquier caso, todas estas trivialidades forman parte de un análisis, de un juicio y de una decisión.

III

Si entonces la creación y la crítica corren parejas desde su germen, ¿cuál es problema contra la crítica literaria? Lo que molesta, o eso interpreto, es la crítica literario como oficio, y con esto me refiero a quien dedica habitualmente sus horas a la crisis literaria. Pero, aún así, esto no es un problema: cada quien es libre de fatigar sus horas en lo que mejor le acomode. Todo se complica cuando resulta que el oficio se convierte en profesión y, ahora, ese hipotético sujeto no sólo se dedica habitualmente al ejercicio crítico sino que además le pagan por eso.

Podríamos hablar de, por lo menos, dos tipos de crítico literario: el académico y el periodístico. Uno se refugia en la Universidad, aparece de vez en cuando en congresos especializados, publica en revistas académicas y muy de vez en cuando aparece en el Canal 22 hablando sobre el autor que acaba de morir y que representa una gran pérdida para nuestras letras. El segundo publica en los suplementos culturales de los periódicos y en revistas literarias, tiene un blog, usualmente tiene un par de novelas publicadas e imparte talleres de creación en donde pueda. Ambos ejercen la crítica y ambos reciben honorarios a cambio. Hay, sin embargo, grandes diferencias.

El crítico académico es, usualmente, investigador y profesor universitario. Estudió un posgrado en el extranjero, tiene un campo de especialización que, más o menos, podría ser algo así como “la obra cuentística de Carlos Fuentes en los últimos tres años y medio de la década de los ochenta”, o “literatura peruana feminista 1910-1915: un campo inexplorado”, o “el concepto de sociedad y Estado en las dos primeras novelas de Mario Vargas Llosa”. El crítico periodístico publica reseñas de los libros que poco a poco pueblan las mesas de novedades de las escasas librerías que tenemos, escribe frases como: “la nueva novela de fulanito, gran amigo, explora los sentimientos encontrados de una protagonista víctima de la posmodernindad circundante”, o “los versos de perenganito nos transportan a un páramo de sueños y esperanza que rememora la infancia que alguna vez perdimos dolorosamente”, o “esta novela se perfila como la mejor propuesta artística del año”. Hablo, por supuesto, de los extremos de ambas profesiones para demostrar que, en algún momento, hemos perdido el piso. De un lado, la absurda especialización convierte la academia en un microcosmos endogámico y trivializa su tarea: ¿qué relevancia puede encontrarse en la existencia de un experto en la literatura del campo francófona de las Antillas? Del otro, la vaguedad del discurso, las frases de cuarta de forros y el nulo interés por ofrecer alguna noticia más que interesante o de utilidad para el lector.

Hace mucho tiempo ninguna de estas dos profesiones existía. Al menos en nuestra tradición hispánica, el primer ejemplo de crítica literaria a la que podríamos llamar moderna se da en 1580, cuando el poeta Fernando de Herrera publicó sus Anotaciones a la obra de Garcilaso de la Vega, un trabajo que le llevó diez años. Antes de él, y aun después, nos encontramos con una gran tradició de anotaciones y glosas a los grandes clásicos como Virgilio, Ovidio, Lucano, y otros. Es él, sin embargo, el primero en acometer la empresa, osada para su tiempo, de criticar concienzudamente –en el sentido de crisis– a un escritor cuya obra no estuviera escrita en lengua latina. Herrera declara dos intenciones: elevar a Garcilaso a la categoría de clásico, que hoy nadie le niega, y equilibrar en importancia la lengua castellana y la latina. Su trabajo no sólo consistió en aclarar pasajes de difícil comprensión, sino de situar al poeta dentro de su tradición literaria. Luego de cada poema, viene una explicación retórica, estilística y un análisis sobre las fuentes clásicas del soneto y, en algunos casos, los poemas del propio Herrera que hizo a imitación de Garcilaso.

En nuestro continente, el primer ejercicio crítico que conocemos es una carta que Bernardo de Balbuena le escribió al Arcediano de Nueva Galicia en 1602. El chisme es bueno. En aquellos tiempos igual que en los nuestros, los escritores estaban ávidos de probarse en sociedad y no perdían oportunidad de participar a cuanto torneo se convocara. Los premios no eran tan jugosos como ahora, pues en ese momento los escritores se contentaban, no les quedaba de otra, con la fama en detrimento del botín económico. Premios en efectivo había pocos y lo que recibían los ganadores eran charolas, vajillas y otros artilugios de plata. La primera ley de los torneos así regulaba los premios: “Ley primera. Que no se exceda en los premios: por cuanto conviene reprimir la codicia poética en hombres que, por su profesión, no saben lo que es plata” (Jodidos los escritores han estado siempre). Balbuena se presentó a la justa poética y ganó un premio. Ante la oleada de inconformes, escribió la carta que funda la crítica en América: un minucioso análisis y exaltación de sus propios poemas. Hay que aceptarlo, esta vocación autoelogiosa y endogámica aún existe en la crítica y en la creación.

Ni Herrera ni Balbuena recibieron dinero por hacer crítica. Lo mismo sucedía con los escritores. Es ya lugar común lamentarnos de que Cervantes murió pobre. Hoy, mucho tiempo después, a la profesionalización del escritor (sus contratos, sus entrevistas, sus compromisos) la acompaña la profesionalización de la crítica (sus contratos, sus entrevistas, sus compromisos). Es normal, el movimiento de una implica el movimiento de la otra. Por eso me sorprende mucho cuando los escritores se abalanzan contra los críticos y los acusan de servir más al interés de la paga que al que al libro del cual hablan. ¿No pasa lo mismo al revés? ¿No un escritor en estos tiempos, cuando bien le va, tiene que entregar una novela por año? ¿No los obliga el contrato editorial a entregar lo que sea? Igual pasa con la becas. Todo esto me lleva a pensar que el lamentable estado de la crítica que predican algunos escritores no puede ser, en algunos casos, más que su culpa; que toda literatura tiene la crítica que merece.

Soy parcial, es cierto. Una tesis sobre Garcilaso puede ser tan mala como una reseña sobre el último libro de Carlos Fuentes. Pero eso no importa, lo que ahora hacemos es señalar diferencias entre una y otra. Algo que claramente distingue ambas críticas es su estructura. Son dos géneros. Las introducciones académicas encuentran su contrapeso en los prólogos mucho más relajados de cualquier escritor o crítico periodístico. Aunque ambos publican libros, la academia privilegia el discurso académico (ese de las notas a pie, de las citas, de los planteamientos teóricos y demás) mientras el otro encuentra en el ensayístico un discurso más libre e, incluso, lírico, aunque no por eso menos riguroso.

Alguno de los argumentos contra la crítica literaria es que sólo la pueden y sólo deberían ejercerla los escritores, pues sólo ellos saben de literatura. El ataque de “escritores frustados” proviene de allí. Sea: que sólo los escritores critiquen y, de paso, que sólo ellos lean. Que al comprar un libro en la caja de toda librería se necesite la fotocopia de la página legal de mi más reciente novela para que me acepten el dinero y, si se me ocurre pagar con billete de alta denominación, que me exijan la constancia de un premio literario (aunque sea una mención), para que me den cambio de quinientos.

IV

Los clásicos definen la literatura como el arte de reproducir la realidad con palabras. ¿Qué reproducen los críticos? La definición de crítica que más me gusta la propuso George Steiner como “la narrativa del pensamiento”, de las ideas. Él va más lejos al proponer un estilo de crítica creativa: una novela, dice, incluye en sí misma la crítica a sus influencias, a su tradición, a sus gustos. En el fondo, nadie está obligado a leer nada. Hablar mal de un escritor y, más aún, escribir crítica en su contra es absurdo si no lleva alguna intención más que la del escarnio. Hablar mal del crítico y escribir en su contra es absurdo si no lleva alguna intención más que la de la mofa, además de que trasluce paranoia. Me pregunto si podría suceder que alguna revista especializada dedicara un número a difamar escritores e imagino lo trivial que resultaría. Creo que, en ambos casos, es equivalente a torcerse la mano izquierda con la derecha y fingir que uno no se da cuenta. La creación y la crítica nacieron juntas y aunque una parezca la gemela perversa de la otra no hay nada más equivalente que ellas mismas.

Una vez escribió Onetti: “Los buenos libros se escriben para que gusten a sus autores, en primer término; luego para que gusten a Dios o al Diablo o a ambos conjuntamente; y en tercer término para nadie”. El mismo cuestionamiento sobre la crítica está un poco más atorado. Si la crítica tiene alguna función es, en primer lugar, la de conservar (en términos filológicos) y estudiar la literatura. Si esa función se cumple es otra cosa. O no, y a lo mejor la crítica deba ahora elevarse a la categoría de género y tomarse como lo que, en principio, es: la representación de ideas sobre algo. La crítica no sólo censura o elogia. Yo prefiero la de separar, la de encontrar correspondencias entre uno y otro autor, la de la glosa que desata un verso o que aclara el sentido oscuro de un texto. Por eso me gusta la imagen del crítico como investigador y la del libro como el crimen que muy lúcidamente propuso Piglia.  Pero cada crítico, así como cada escritor, debe elegir qué hacer. Lo que debemos intentar, en todo caso, es que no se estorben

 

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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