I
No sé por qué he tardado tanto en contar esto. Ahora, cinco años después de los hechos, un amigo me ha pedido que lo haga, y lo haré de la manera más directa de que soy capaz. No pediré a los lectores que me crean, porque mendigar la credulidad de un lector es invocar su escepticismo.
En octubre de 1999, después de pasar casi tres años en París y casi uno en cierto pueblo impronunciable de las Ardenas belgas, llegué a Barcelona de manera no del todo voluntaria. Digamos, para efectos de lo que voy a contar, que los factores que me fueron acercando a la ciudad no siempre resultaron conscientes; y que uno de los inconscientes fue la obra de los escritores latinoamericanos que habían escrito antes en la ciudad, y en particular, por una cuestión de afinidades, la de Mario Vargas Llosa.
No voy a entrar en detalles sobre lo que Vargas Llosa escribió en Barcelona, o sobre lo que Barcelona hizo por Vargas Llosa, pero lo cierto es que la relación entre el novelista y la industria editorial de la ciudad podía y puede ser tomada como muestra de uno de los grandes momentos de la novela latinoamericana. Yo era latinoamericano y quería escribir novelas: como lector furibundo de Vargas Llosa, Barcelona era una especie de destino natural. Todo lo cual es un rodeo para decir que mi llegada a Barcelona tuvo alguna relación –no sé cuál, pero eso, para efectos de lo que voy a contar, no me interesa demasiado– con la obra de Vargas Llosa.
II
Para julio del año 2000, la revista Lateral me había invitado a formar parte de su consejo de redacción, y al final de una de las primeras reuniones el escritor barcelonés Juan Trejo, que en ese momento apenas me conocía, se me acercó para contarme una anécdota que me pareció curiosa, por decir lo menos. La tarde anterior había salido de su casa para tirar una bolsa de basura en los contenedores de la esquina, y después de hacerlo decidió fijarse, él que nunca había hecho nada semejante, en las cosas viejas o dañadas –muebles, libros, electrodomésticos– que la gente solía dejar junto a los contenedores por si alguien les encontraba algún provecho. Entre las cosas abandonadas le llamó la atención un casete de video en formato vhs que, aunque no tenía caja, conservaba la etiqueta muy legible. Entrevista con Mario Vargas Llosa, se leía en la etiqueta. Juan Trejo cogió el casete, y después de la reunión en la revista me lo dio como regalo.
Esa noche, mientras comía con mi esposa y mi cuñada, les hablé del casete, y los tres estuvimos de acuerdo en que había algo inusual en la anécdota. Trejo era escritor; al día siguiente de salir a tirar la basura asistiría a una reunión con otros escritores; uno de ellos, el colombiano nuevo, le había hablado de su interés por Vargas Llosa; y el casete que se había encontrado en la basura no era simplemente algo relacionado con la literatura, lo cual ya hubiera sido un pequeño golpe de azar, sino que era una entrevista con ese escritor del cual le había hablado el colombiano. Trejo hubiera podido no recoger el casete, porque era evidente que no le interesaba tanto, o recogerlo y olvidar la conversación con el colombiano acerca de Vargas Llosa, o recordar la conversación pero, por timidez o apatía, no decidirse a llevar el casete a la reunión de la revista. Mi esposa y mi cuñada admiraron la amabilidad de Juan Trejo. Las invité a que viéramos la entrevista, y les pareció buena idea.
Aquí se empiezan a complicar las cosas. Aparte del nombre del entrevistado, la etiqueta del casete no contenía ninguna información reconocible. En esas circunstancias, nos pareció una coincidencia inmensa el hecho de que el programa en el cual aparecía Vargas Llosa fuera colombiano: Cara a cara. ¿Qué probabilidades había –comentamos– de que el casete encontrado entre la basura de Barcelona contuviera un programa colombiano? No se hicieron más comentarios al respecto, porque la entrevista avanzaba, y Vargas Llosa hablaba de su candidatura presidencial en el Perú y su derrota ante Alberto Fujimori –y aquí la entrevista presentaba tomas de apoyo relacionadas con los días de campaña política– y hablaba, por supuesto, de sus novelas, y en particular de la más reciente: Los cuadernos de don Rigoberto. Vargas Llosa había viajado a Colombia en abril de 1998 para presentar la novela en el marco de la Feria del Libro de Bogotá; fue sin duda durante esos días, dos años atrás, que se grabó esa entrevista. Yo había estado en Bogotá durante aquella feria, había comprado el libro, y había pensado, fiel a mi carácter fetichista, que estaría bien tenerlo firmado; pero no soy bueno para perseguir a la gente, y mi copia del libro se quedó sin firmar. Mi suegra, de alguna manera, había conseguido un ejemplar firmado, y antes de que yo regresara a Bélgica, donde vivía en esa época, me lo cambió por mi copia sin firmar. Yo había tardado mucho en comenzar a leerlo, y allí estaba el libro en ese mismo instante, en el suelo de mi cuarto, junto con los otros cuatro o cinco libros que me interesaban en ese momento. Era casi increíble: en la entrevista que un conocido había encontrado en la basura de Barcelona, un escritor hablaba en 1998 del libro que yo tenía a mi lado en ese instante del año 2000. No sólo eso: el escritor que aparecía en la pantalla de mi televisor había firmado en algún momento la copia que estaba al alcance de mi mano. Mi esposa, mi cuñada y yo empezamos a especular sobre las inverosímiles cadenas de sucesos que debieron tener lugar para que esa coincidencia ocurriera. Pero nada podía prepararnos para lo que sucedió enseguida.
Ya he dicho que mientras Vargas Llosa hablaba de su campaña política en el Perú, la entrevista intercalaba tomas de apoyo relacionadas con esos momentos. Pues bien, para el momento en que Vargas Llosa hablara de Los cuadernos de don Rigoberto, los diligentes editores del programa habían conseguido las imágenes de apoyo correspondientes. Eran imágenes de la Feria del Libro de Bogotá: Vargas Llosa rodeado de multitudes, Vargas Llosa hablando con otros escritores, Vargas Llosa caminando por los corredores de un pabellón, rodeado de gente y de cámaras, en compañía, entre otros, de R.H. Moreno-Durán y de Jorge Valencia Jaramillo. Durante esta última toma, sucedió lo extraordinario.
Después de un close-up, la cámara bajó para tomar los pies (los zapatos) del grupo que caminaba por el corredor. En cierto momento, a la izquierda del cuadro aparecieron dos zapatos nuevos, dos zapatos que no pertenecían a los escritores ni a los periodistas. La cámara volvió a subir, y en el cuadro apareció entonces la persona que acababa de acercarse al grupo: una mujer que abordaba a Vargas Llosa con una copia de la novela y, sonriendo, le pedía firmarla.
La mujer era mi suegra.
Y así sucedió que el libro que Vargas Llosa firmaba en ese momento, en la pantalla de mi televisor en Barcelona, era el mismo que mi suegra me había regalado. Sólo tuve que girar un poco la cabeza para verlo, pero, por supuesto, no me limité a eso: lo cogí, lo abrí, vi la dedicatoria. Retrocedí la cinta y leí la dedicatoria en Barcelona (en el año 2000) al mismo tiempo que la imagen de Vargas Llosa (en el año 1998) la escribía en Bogotá.
“Un cordial recuerdo”, decía. Y luego: “MVLL”.
III
Ahora sí que fueron pertinentes todas las preguntas. ¿Qué circunstancias habían debido suceder para que esa entrevista, grabada en Colombia mientras yo vivía en Bélgica, llegara a mis manos en Barcelona? ¿Qué cadena de hechos tuvo que darse para que los editores utilizaran como toma de apoyo precisamente aquélla en la que aparecía mi suegra? ¿Qué cantidad de azares banales tuvieron que confluir para que mi suegra me regalara el libro firmado, para que yo hubiera comenzado a leer el libro dos años después de recibirlo, para que alguien hubiera tirado el casete a la basura en el barrio de Juan Trejo, para que Juan Trejo se hubiera encontrado el casete y me lo hubiera regalado exactamente en esos días? Si en 1999 yo no hubiera decidido instalarme en Barcelona sino quedarme en Bélgica, o volver a París o a Bogotá, eso no habría ocurrido; si no me hubiera involucrado con la revista Lateral, y no hubiera conocido a Juan Trejo, eso no habría ocurrido; si Juan Trejo hubiera ido a tirar la basura al día anterior o al día siguiente, eso no habría ocurrido; si mi suegra no hubiera conseguido el libro firmado, si la entrevista no hubiera llegado a realizarse, si, realizándose la entrevista, mi suegra hubiera escogido otro momento para hacer lo que hizo, si yo hubiera decidido comenzar el libro en otro momento cualquiera de la larga vida que tiene uno para leer cualquier libro…
El asunto, sin grandilocuencias de ningún tipo, es éste: lo que me sucedió esa noche en mi apartamento de Barcelona fue (repito, sin grandilocuencias) incomprensible. Lo he contado ya mil veces, se lo he contado a mis amigos y a simples conocidos, y estoy consciente de que al hacerlo he esperado explicaciones racionales. En el fondo, he esperado que la persona que escucha mi relato no se sorprenda, y me demuestre así que mi anécdota no es gran cosa, que cosas así pasan todos los días.
Pero la persona que escucha mi relato siempre se sorprende.
Cosas así no pasan todos los días. ~
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