Crepitar catalán

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Ahora que el llamado “proceso catalán” parece desfondarse por el desinterés creciente que provocan las prolongaciones sin cuento, la constatación de que ni un parlamento con mayoría absoluta puede imponer una dui con media población en contra (ni apoyo internacional) y la cínica proclama del ya apartado Gran Timonel de que la refundada ciu se acogerá al soberanismo assenyat de toda la vida (bajo cuyo paraguas ha prosperado con tanta alegría la corrupción institucional), quizás sea buen momento para reconsiderar y reconstruir algunas de las cosas que se han destensado o estropeado a fuerza de excesos retóricos, audacias de feria y dramatismos maridesmayados.

Como se me antoja trabajo intelectual perdido tratar de convencer a miles de nacionalistas de mi tierra de que la Guerra Civil no enfrentó a España con Cataluña ni a sus homónimos manchegos (por usar la denominación gruesa con la que Barral motejaba a todo peninsular que no fuese catalán o andaluz) de que no todos los independentistas son retrógrados furibundos entregados a oscuros folclores, me contentaré con tratar de corregir un artículo recurrente que opera en un plano afín a mis intereses: el cultural, y más específicamente el literario.

Durante el “prutcés” (denominación barcelonesa del asunto) se ha venido repitiendo un modelo de artículo que desarrollaba el siguiente lema: “catalanes, os queremos, quedaos”. Como los catalanes gustamos de identificarnos con nuestro idioma materno, los autores de estas cartas de amor rubricaban las muestras de afecto con una lista de escritores y músicos que se manejan en catalán. No dudo de que estuvieran escritas con la mayor intención, pero la combinación de lejanía y previsibilidad de los elegidos (Llach, Rodoreda, Pla, Serrat…) dejaba a todas las partes un tanto abochornadas.

El asunto es especialmente sangrante para cualquiera que esté al corriente de lo interesante que está lo que un periodista apremiado llamaría “la escena literaria catalana”. Lo que sigue a partir de aquí es un intento de suministrar contenido (de nuevos vivos) a las futuras cartas de amor fraternal.

Dos precauciones antes de ofrecer la lista: en primer lugar, quien la elabora no es un especialista sino un lector que ha ido descubriendo estos títulos tirando de recomendaciones promovidas la mayor parte de las veces por las urgencias y los entusiasmos de la amistad; en segundo lugar, de esta lista no surge una “generación”, ni siquiera un “grupo”. Comparecen aquí escritores en prosa que atraviesan el primer tramo de su carrera (a veces ni siquiera eso) con independencia de su edad y de las posibles similitudes de su poética. Lo que aquí se observa es un fenómeno o si se prefiere cierto “cúmulo”, un crepitar, por momentos, fascinante.

L’horitzó primer (L’Avenç), de Joan Todó: escrito como una suerte de compendio casi folclórico de La Sènia (un espacio literariamente virgen que ni los catalanes saben ubicar muy bien en el mapa), este aparente almanaque de leyendas y tradiciones (la intriga está urdida en torno a un pregón) contiene una novela amarga: el regreso al mundo rural después de que los estragos de la crisis devastasen las expectativas urbanas. Aunque muy bien modulado por una compleja sintaxis y por los tonos melancólicos del autor, el libro está recorrido por un nervio de rabia: la impugnación de un proyecto político (el Estado español que prosperó tras integrarse en la Unión Europea) que ha dejado vendida a toda una generación. En corto: que este libro no esté traducido al castellano supone una privación escandalosa para el lector español.

El dia del cérvol (L’Altra Editorial), de Marina Espasa: quizás estoy equivocado pero esta novela tiene algo de comedia ligera, refractaria al argumento y a los efectos espectaculares, que es un género dificilísimo de ejecutar bien. Vehiculada en una cadencia suave (que el lector ingenuo bien podría confundir con una mente distraída), Espasa atraviesa con mucho oficio varios géneros para ofrecernos una novela sobre la fugacidad de las emociones, la inseguridad laboral, el simbolismo paranoico, las vidas que atraviesan a toda velocidad los años cruciales que van de la juventud a la madurez. Quizás no constituya un acierto menor del libro el calculado contrapeso entre la peripecia urbana y la rural, dispuesto deliberadamente para difuminar la frontera entre ambos “géneros”.

Torero d’hivern (Edicions de 1984), de Miquel Adam: Miquel Adam lleva tanto tiempo escribiendo su novela que vamos a dar por buena esta secuencia de prosas que me resisto a llamar cuentos porque la gracia aquí no está en los argumentos ni en el estilo, ni siquiera en la procedencia ficticia o biográfica del material, sino en la personalidad que su escritor derrama (acaso involuntariamente) en la mayoría de páginas: autoexigente, amargo, envidioso, lúcido por momentos, inquieto siempre, torracollons e indócil. Una voz narrativa que entre exageraciones y comicidades varias va trazando la silueta (acelerada) de nuestros propios extravíos como ciudadanos insignificantes.

Picadura de Barcelona (Sidillà), de Adrià Pujol: El lector que se decida a instalarse unos días en esta novela dudará en algún momento si Pujol escribe con diccionario o es un thesaurus andante. Rompo una lanza por lo segundo. La novela va de un señor que pasea y fuma, al tiempo que su cerebro va emitiendo una biografía de carcajada, partes sociológicos sobre Barcelona vista desde el interior y desde comarcas (Adrià tiene tal sensibilidad para retratar las distintas maneras de pensar de cada región que por momentos parece que los diversos pueblos son hijos suyos), y el despliegue impúdico de fobias.

Els ocells (Grupo 62), de Víctor García Tur: ¿cómo reescribir o adaptar el clásico de Alfred Hitchcock? De este proyecto suicida surge una novela espléndida que recupera las corrientes de deseo encubiertas que convertían la película en una sutil pesadilla freudiana al servicio de una implacable denuncia contra las agresiones al medio ambiente. La combinación de ambos propósitos confluye en la pregunta: ¿está loca la raza humana? Entregada al placer de unos diálogos acertadísimos, contenida en su engañoso corte clásico y sensible a las descripciones, Els ocells, en tanto que limita algunos de los talentos del autor (su facilidad para felices derra- mes verbales, sin ir más lejos), supone una prueba indiscutible de su ambición como novelista.

Una nota final: aunque todo contribuye, la literatura catalana no necesita de las traducciones al castellano para propagarse internacionalmente, y mucho menos un articulito despeinado como este, allí están los casos de Jordi Puntí, Toni Sala, Marta Rojals o Francesc Serés. Pero los editores españoles harían bien en anotarse estos nombres. Se puede ir a las ferias internacionales a la caza de lo absolutamente previsible (al dictado de los agentes anglosajones o alemanes), pero también se podría ir como interlocutor privilegiado de una literatura, como diría un publicista sin ganas de romperse mucho la cabeza, en “ebullición”. ~

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