"Escritor asesino", de Jonathan Wolstenholme

Crímenes literarios: mato, luego escribo

Asesinos que podrían haber cometido el crimen perfecto y que, vanidosos, no pueden vencer la tentación de contar su propia historia.
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El asesino intenta jugar con la policía como el gato con el ratón. O tiene al héroe a su merced, pero en su afán de protagonismo se demora y pierde la ocasión de acabar con él. O, cuando ya ha salido airoso y limpio de sus crímenes, se deja llevar por la vanidad y termina condenándose. Desde las clásicas, sofisticadas y delirantes trampas de los archivillanos de Batman y Robin hasta los ingenios de Bob Patiño para vengarse de Bart Simpson, todos recordamos infinidad de estas escenas y a menudo, cuando no están presentadas en plan de comedia, las criticamos por su inverosimilitud.

Sin embargo, más allá de las exageraciones de la ficción, hay un punto de realidad en esas actitudes. Existen muchos casos verídicos en los cuales el crimen podría haber sido perfecto de no ser por las ganas de su propio autor de decir: “Fui yo, ¿han visto qué bien me salió?”. Y algunos de esos casos son muy literarios. En varios sentidos. Veamos algunos.

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Uno de los más llamativos es el caso de Krystian Bala. Este polaco publicó en 2003, a sus treinta años de edad, una novela titulada Amok, palabra utilizada en los idiomas centroeuropeos para aludir a la furia homicida ciega. El libro relataba, con lujo de detalles, un asesinato que coincidía punto por punto con un homicidio real: el del amante de la exesposa de Bala, ocurrido tres años antes.

La policía detuvo al escritor, pero las pruebas para relacionarlo con el homicidio fueron insuficientes. Bala fue liberado días después y los investigadores, acusados de no saber distinguir entre realidad y ficción. Sin embargo, la pesquisa continuó, las pruebas fueron apareciendo y, en 2007, la justicia encontró culpable a Bala y lo condenó a 25 años de prisión. Cosa que no habría sucedido si Bala hubiese resistido la tentación de contar en una novela lo que había hecho.

Entre los indicios sobre los que se edificó la acusación, hubo una serie de e-mails anónimos, dirigidos a un canal de la TV polaca, con reflexiones filosóficas sobre el “crimen perfecto”. Los correos habían sido enviados desde locutorios en China e Indonesia en momentos en los cuales, se comprobó, Bala estaba allí. En la computadora del escritor, la policía también encontró borradores para una segunda novela… y evidencias de que planeaba un segundo asesinato, para utilizarla como material en su nuevo libro.

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Al diferencia de Bala, el holandés Richard Klinkhamer no logró, en su momento, publicar su hazaña. Su editor rechazó en 1992 el manuscrito de Woensdag Gehaktdag (literalmente, “Miércoles, día de la albóndiga de carne”) por considerarlo “demasiado horrible”. Contaba con minuciosidad la historia de un hombre que, en la noche de un miércoles, se deshacía del cadáver de su esposa por medio de una trituradora de carne. Por supuesto, era lo que el propio Klinkhamer había hecho con su esposa un año atrás, después de golpearla durante una discusión y causarle la muerte.

Quizá, si la novela se hubiera publicado entonces, el caso se habría resuelto antes. Pero hubo que esperar a que en 1997 el escritor se mudara y que, tres años después, los nuevos habitantes de la casa pensaran en renovar el jardín. Los trabajadores encontraron, bajo una plataforma de cemento, los restos de la víctima. Klinkhamer confesó poco después.

En octubre de 2007, un mes después de que la justicia polaca condenara a Krystian Bala, la editorial holandesa Just Publishers publicó Woensdag Gehaktdag. En la portada se ve a Klinkhamer con un cigarro en la boca y gesto hosco, hostil. Dicen que ensayó la pose frente al espejo durante días, para parecer “lo más macabro posible”, y que al final se quitó la dentadura postiza con el fin de “resaltar más los huesos del cráneo”.

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Una famosa máxima de Ryszard Kapuściński reza que para ser un buen periodista hace falta ser una buena persona. Pero, al parecer, lo que no garantiza que uno sea una buena persona es ser escritor. Así lo asegura José Ovejero, escritor español, autor de Escritores delincuentes (Alfagura, 2011), un libro en el que recopila decenas de casos de narradores y poetas que mataron, robaron o infringieron la ley de algún otro modo en algún momento de sus vidas.

Dice Ovejero en la introducción (que se puede leer online aquí):

“Un buen escritor es aquel que tiene una mirada original sobre el mundo y sabe contarnos lo que ve. […] Del escritor que ha vivido experiencias extraordinarias, del escritor delincuente, esperamos que tenga lo primero, que su vida singular le haya permitido descubrir cosas que los demás no vemos. […] El escritor delincuente que narra sus crímenes, incluso aunque no lo pretenda, narra también los crímenes de la sociedad: el delito no surge sólo de una mente trastornada; el individuo es un síntoma que llama la atención sobre un organismo enfermo.”

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El también español Fernando Marías publicó hace unos años una breve columna titulada “La vanidad del asesino en serie”. Reseñaba en ella la historia que le había escuchado a al novelista estadounidense Peter James unos días atrás: un asesino serial que, tras una docena de crímenes perfectos, es atrapado, once años después de su último homicidio, como consecuencia de su propia pedantería. Marías no brinda mayores detalles de la historia, quizá cita de memoria un relato que también James había reconstruido a partir de sus recuerdos.

Pero Marías menciona una ciudad: Wichita, la mayor del estado de Kansas. Según su artículo, de allí era el periodista cuyo artículo activó la vanidad del asesino. Hace poco, me crucé con un programa de TV a través del cual conocí la historia de un célebre asesino serial de Wichita, conocido como “el asesino BTK”, siglas de su procedimiento: Bind, Torture and Kill (es decir, “atar, torturar y matar”). Este hombre —cuyo nombre real es Dennis Rader y cuya foto acompaña este párrafo— también fue apresado gracias a su soberbia: había aprendido a volar, pero acercó demasiado al sol.

Ambos casos presentan tantos puntos en común que me pregunto si el relato de Marías alude a otro serial killer o si no se trata, en realidad, de la historia tergiversada del asesino BTK. En cualquier caso, es impresionante ver al propio Rader describir sus crímenes minuciosamente durante el juicio. Lo hacía con la jactancia de quien se cree superior a los demás. Parecía hasta feliz de poder contarle al mundo, de una buena vez, la historia de sangre que había ido tejiendo con sus actos a lo largo de décadas.

Marías cierra su columna con la idea de que la vanidad es uno de los peores regalos que la genética ha hecho a la especie humana. La necesidad de contar historias probablemente también sea un regalo genético. Krystian Bala, Richard Klinkhamer, Dennis Rader: todos, a su manera, disfrutaron haciéndolo. Y hacia esas historias vamos, ávidos, los lectores, como los insectos hacia la luz. Esperando, como dice Ovejero, que su vida singular les haya permitido descubrir cosas que los demás no podemos ver.

 

PD:  Aquí se pueden ver otras maravillosas ilustraciones de Jonathan Wolstenholme, como la que abre este artículo.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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