Durante las últimas cuatro décadas, la escultura ha desafiado todos los límites tradicionalmente asignados a este arte. Su transformación ha sido tan vertiginosa que algunos teóricos han tanteado incluso una nueva definición, como la ofrecida por Benjamin Buchloh: conjunto de las relaciones posibles, deseables o reales, entre objeto, sujeto, lugar, espectador, autor, etc., esto es, el lenguaje de la escultura contemporánea concebido como un radical cuestionamiento de las intersecciones entre sociedad, espacio y cuerpo. Para Rosalind Krauss, ya a finales de los setenta, había razones suficientes para bautizar al cúmulo de propuestas novedosas que ofrecía este lenguaje como “escultura en el campo expandido”, empeñada sobre todo en problematizar las oposiciones entre lo cultural y lo natural, lo construido y lo no construido, la arquitectura y el paisaje. Por ese terreno, desde entonces y hasta hoy, se aventurarían multitud de artistas, muchas de ellas mujeres, con obras que en principio parecían algo excéntricas.
También los proyectos de Cristina Iglesias (San Sebastián, 1956), a la que el Museo Reina Sofía dedica hasta el 13 de mayo la retrospectiva Metonimia, exploran estos intersticios y conexiones propios de la escultura expandida, gracias a los cuales convierten a la mirada en la gran protagonista. “La mirada es lo que nos hace”, dejó escrito el pintor Jean Dubuffet. “Cristina Iglesias practica un arte del espacio y la memoria –afirma Javier Maderuelo–, que pretende ser capaz de crear un lugar desde el que poder mirar el mundo. Un arte en el que enredar la mirada.”
Ahí, en las zonas limítrofes entre lo escultórico y lo arquitectónico, Cristina Iglesias pone en acción materiales y estructuras trompe l’oeil para transformar el espacio en lugar. Hay una concatenación de laberintos y engaños, en esta obra amable y enigmática como un canto de sirena. La flora metálica de los bajorrelieves de sus Habitaciones vegetales o de sus Pozos da la impresión de estar constituida por raíces, ramas, líquenes u hojas, pero en realidad está hecha de vegetales ficticios: “Ninguno de los motivos que utilizo existe de esa manera en la naturaleza –confiesa Iglesias–. Son pura ficción. Los construyo mezclando elementos que existen en la naturaleza, pero en una composición imposible.” Parecen la traducción exacta de un texto de Dubuffet: “Ahora emergen extrañas imágenes de bosques, rebosantes alfombras de matorrales, chaparrones de briznas y de agujas, inextricables marañas y enjambres de raíces. ¿Pertenecen al mundo natural? ¿Es lo que nos rodea un teatro permanente de insospechados tumultos de los que no percibimos nada ni con la vista ni con el oído, algo que solo podemos imaginar?”. Y también los materiales de los que están hechos esos muros o los de sus Celosías (mi serie favorita), son “materiales ficción”: aluminio fundido, madera o resinas con cargas de polvo de bronce, hierro o cobre; en algunas ocasiones simulan hasta las formas de trenzados de esparto. Y es que hablan de la apariencia, “que es una manera de hablar de la piel de las cosas”. Hay algunas piezas que nos invitan desde el lado opuesto de la sala de exposiciones a entrar en lugares (con aspecto de cavernas o refugios) falsamente transitables: hábiles juegos de perspectiva consiguen engatusarnos provocando una falsa ilusión de profundidad. Nos abocan a moradas inhabitables.
Las Celosías y los Corredores suspendidos consisten en entramados cartesianos subdivididos a su vez por diagonales. Formas abstractas al primer golpe de vista, que al ser reevaluadas se revelan como letras de una caligrafía tan cuidadosamente perfilada como ilegible, aunque reproducen textos del Contra Natura de Huysmans o de las Impresiones de África de Roussel. Componen construcciones precarias, de resonancias exóticas y orientalizantes. Si se puede afirmar que una celosía, de modo genérico, oculta y revela al mismo tiempo, pone en juego lo apenas visto, lo entrevisto, su posibilidad de entramarse con estas letras de difícil desciframiento nos sugiere también lo apenas dicho, lo entredicho, el susurro del lenguaje. Luz y palabra intensifican sus mutuos claroscuros, sobre todo en los Corredores suspendidos. Se diría que mirada y lenguaje quedan atrapados en el deseo. Y que es el deseo lo que guía nuestro deambular por los laberintos construidos por Iglesias. “Para involucrar al espectador en un juego de atracción y negación, conduciéndolo más allá de la materialidad de la pieza hacia el imaginativo reino del deseo”, como escribe Blazwic.
Cuando el paseante/espectador de esta exposición se encuentra dentro de una de esas estructuras de toldos y pantallas de celosías suspendidas, percibe cómo los reflejos y las sombras cruzan su propio rostro, su cuerpo, o camina sobre los mensajes verbales que las sombras proyectan sobre el suelo, entiende que la luz, hábilmente manipulada, es el material que contribuye quizá con más eficacia a la creación de lugares, como ya había entendido el arquitecto Louis Kahn, con su carga simbólica capaz de sugerir intriga, amenaza, exotismo, sospecha, reclusión.
También ante la obra bidimensional, la de serigrafías en cobre y tela, se precisa una segunda mirada atenta que corrija la primera impresión, para captar el efecto de lo maravilloso: que lo que en principio habíamos tomado por misteriosas arquitecturas no está hecho sino de cartones, por ejemplo, como si la capacidad de extraer poesía de lo más insignificante apenas tuviera límites.
El deseo que guía el recorrido por los espacios-esculturas de Cristina Iglesias parece contar con el azar objetivo como aliado: lo seguimos reconfortados por la idea de que acabaremos encontrando aquello que deseábamos aun sin haberlo querido; y si no, habrá merecido la pena el recorrido, sin importar que haya un destino previamente establecido. Estos itinerarios deparan un sinfín de sorpresas visuales, favorecen el encuentro con algo tan inesperado como familiar, extrañamente familiar. Dice Searle que la experiencia de la obra de Cristina Iglesias es como un paseo por el mundo, que permitiera encontrarse, por ejemplo, con la esquina de un callejón que se desvía hacia una plaza que nunca hubieras adivinado que estaba allí; y luego una pared de hiedra, y luego la pared ciega de una edificación, la visión momentánea de una habitación oscura a través del hueco de las contraventanas, la luz que penetra en el hueco de una escalera, una puerta entreabierta… Sus obras producen la impresión de ser lugares o situaciones en los que hemos estado, pero cuyo recuerdo empezara a desvanecerse.
A menudo se ha insistido (lo ha hecho la propia artista) en que su obra introduce el tiempo por el recurso a múltiples puntos de vista, ofreciendo un sinfín de siluetas que el espectador desea explorar: la mirada se ve obligada a enfocar y desenfocar continuamente, y la percepción (que también es deseo) va así configurando la realidad, procurándose nuevos sentidos. En los intersticios entre arquitectura y escultura reina el principio de resolución de contrarios como medio de desestabilizar certezas, de aprender a mirar de nuevo el mundo, como una higiene de la mirada.
La exposición Metonimia se puede ver en el Museo Nacional Reina Sofía hasta el 13 de mayo
(Jaén, 1964) es profesora de historia del arte contemporáneo en la Universidad de Málaga. En 2008 publicó en Siruela Camuflaje.