Diego Maquieira (Santiago de Chile, 1951) –quizĆ”s el Ćŗnico Ć©pico y el mĆ”s delirante de los poetas de este “pueblo sin revoluciĆ³n” pegado a un “mar mareado”– no sale de su casa ni tiene correo electrĆ³nico. “Vivo en el siglo XIX, me divorciĆ© del tiempo”, le dice a Charles Bernstein (Nueva York, 1950), quien le pregunta si tuvo que pagar compensaciĆ³n por el divorcio. Charles es su doble opuesto: luego de Chile, viajarĆ” a exponer en Polonia, Alemania y China. Fundador de la revista l=a=n=g=u=a=g=e y principal exponente de la poesĆa experimental estadounidense, se sorprende con la recepciĆ³n amigable y en inglĆ©s de Diego: “VivĆ en Nueva York hasta los ocho aƱos, estudiĆ© en Saint David, junto al hijo de Kennedy, pero luego mis padres no pudieron pagar y me cambiaron al Saint Ignatius Loyola.”
Una gruesa rama atraviesa la puerta de calle y nos obliga a entrar agachados. Una selva contenida, como la poesĆa de Diego, acompaƱa el camino a su despacho. “A mi esposa (la artista Susan Bee) la conocĆ viviendo a la vuelta de esos colegios”, responde Charles, acomodĆ”ndose en el Ćŗnico sillĆ³n sin libros. La primera esposa de Diego tambiĆ©n es pintora y madre de dos de sus hijos, artistas como los de Charles. Los poetas tienen la misma edad y comparten numerosas inquietudes estĆ©ticas, que van del uso libre del monĆ³logo al de las ironĆas de una lucha contra los poderes centrales de la palabra y la historia polĆtica, motivos de sobra para reunirlos aunque no se conocieran hasta hoy. Charles visita Chile a raĆz de la antologĆa Abuso de sustancias, su primera traducciĆ³n al castellano, abreviada en MĆ©xico como Grandes Ć©xitos y aparecida completa en Ecuador y EspaƱa como Blanco inmĆ³vil. Dio charlas y lecturas en las universidades del Desarrollo, Diego Portales y CatĆ³lica de ValparaĆso, ademĆ”s de una presentaciĆ³n en La Chascona, casa museo de Neruda.
“Siempre vivĆ en Manhattan y acabo de mudarme a Brooklyn”, dice Charles. Diego, en cambio, habla de su padre diplomĆ”tico, trasladado a Bolivia, MĆ©xico y Ecuador antes de Nueva York, desde donde volvieron a PerĆŗ. Fue allĆ donde aprendiĆ³ espaƱol, tardĆamente y con tutores, “para arruinarlo luego en Chile”. No ha vuelto a salir desde hace cincuenta aƱos. Y menos a Estados Unidos, donde por materias de seguridad se ha restringido toda la libertad que le enseƱaron entonces y que incluĆa a una niƱera de veintidĆ³s aƱos que le permitĆa tocarle y besarle los pechos antes de dormir. “Eso es ilegal ahora”, advierte Charles, entre risas. “¿Viste?”, responde Diego.
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“Fui el primero de mi familia en entrar a la universidad –relata Charles–, pero jamĆ”s considerĆ© seguir estudiando.” Como Diego, decepcionĆ³ en esto a su padre. El chileno confiesa ahora que sĆ fue una vez a Filadelfia, como poeta en residencia. Es justamente allĆ donde Charles da clase, algo que comenzĆ³ a hacer en la Universidad Estatal de Nueva York en BĆŗfalo a los cuarenta aƱos de edad, cuando naciĆ³ su hija. Con lumbreras como Robert Creeley y Susan Howe fundĆ³ el programa de poĆ©tica que luego dirigiĆ³. “Es demasiado tarde, estoy demasiado viejo para nuevas invitaciones”, le contesta Diego. Charles toma nota de la excusa y yo agradezco que no la considerara cuando le extendĆ mi invitaciĆ³n.
Diego se levanta sin dejar de conversar: “¿Sabes a quiĆ©n conocĆ en los sesenta, en la casa de Nicanor Parra? A Jerry Rubin”, y rĆ”pidamente encuentra entre las rumas de libros la primera ediciĆ³n del manifiesto del Ćcono pacifista, Do it!: Scenarios of the revolution [¡Hazlo! Escenarios de la revoluciĆ³n]. Charles asistiĆ³ a sus convocatorias y estuvo en la marcha pacifista que acompaĆ±Ć³ a la ConvenciĆ³n Nacional DemĆ³crata de 1968, pero no le simpatiza que Rubin “se haya vendido al capitalismo” en los ochenta. Recuerda con cariƱo sus debates con Abbie Hoffman. Entonces Diego prefiere preguntarle por su experiencia en Chile.
“El estatus de la poesĆa y de los poetas –no necesariamente los correctos– es muy distinto al de Estados Unidos. AquĆ es mayor y mĆ”s sustancioso en tĆ©rminos de la cultura y de la identidad nacional”, le explica Charles, sorprendido de ver a los poetas chilenos dĆ”ndoles nombre a los centros culturales, restoranes y hoteles, dĆ”ndoles rostro a los billetes; de curadores de algunas exposiciones de fotografĆa o fotografiados en otras. “En Estados Unidos los poetas no existimos en esos tĆ©rminos pĆŗblicos, lo que nos da libertad. Los conservadores, estĆ©tica y polĆticamente hablando, lo ven como un fracaso, por esa necesidad de oficializar la cultura, pero no me parece asĆ.” Agrega: “En Chile lo entiendo, porque no se manifiesta esta identidad en otras Ć”reas; en los restoranes he oĆdo solo mĆŗsica estadounidense y en los cines, pelĆculas estadounidenses, pero no deja de ser extraƱo, porque no se trata de una defensa de la lengua, como sucede con la poesĆa finlandesa, por ejemplo, puesto que en muchos paĆses se escribe en espaƱol. Tengo menos esperanzas para la poesĆa en Estados Unidos. Por su tamaƱo, cuesta que las ideas lo atraviesen. Pasan dĆ©cadas antes de que se reconozca cualquier cosa fuera del cĆrculo inmediato de cada poeta. Parece paradĆ³jico, pero hay un gran nivel de insularidad. Eso genera cierta miopĆa en los poetas jĆ³venes, no hay estĆmulos para preocuparse de otras culturas. Lo acepto mĆ”s que criticarlo. Pero no son ellos lo que importa, es la poesĆa.”
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El Annapurna es el nuevo libro de Diego y toma su tĆtulo de un macizo “de seis montaƱas mayores del Himalaya. Tiene desiertos, bosques y lagos en la cima, fantĆ”sticos. Para mĆ es el amigo del Aconcagua, que estĆ” tan solo, seco y aburrido por acĆ””. Es el primero en dos dĆ©cadas y, de algĆŗn modo, responde a la pregunta que nos dejara Roberto BolaƱo: “Diego Maquieira escribe dos libros Ćŗnicos, brillantes, y despuĆ©s opta por el silencio. ¿QuĆ© nos quiso decir Maquieira?” Pero no volviĆ³ del todo de ese silencio, pues el libro es una compilaciĆ³n de imĆ”genes intervenidas brevemente por su letra manuscrita. La yuxtaposiciĆ³n de fotografĆas dialoga con uno de los principales mecanismos compositivos de Charles, el de la parataxis, la exposiciĆ³n sin conectores de elementos de diversa entidad y origen. Diego lo presenta como una secuencia de pelĆcula, de caricatura o de Viewmaster: “¿Te acuerdas del Viewmaster, Charles?” “¡Claro, en 3d!” Entonces Diego habla de El Annapurna como un cuaderno, como la versiĆ³n latinoamericana de la revista Vogue, llena de referencias precolombinas, “pero no quiero hacer poesĆa latinoamericana, voy a hacer lo que me dĆ© la gana siempre, aunque sea un fiasco”. Le responde a Charles que tampoco se considera un poeta chileno, que la imaginaciĆ³n no sabe de fronteras: “Tengo el corazĆ³n en Inglaterra, la mente en Francia, el cuerpo en Italia, el espĆritu en Alemania y los pies en este paĆs jodido y hermoso.” Le encuentro razĆ³n a Diego cuando pienso en la “pira luminaria / de Nueva Inglaterra / ready for take off / to Stonehenge”, la glosa que pone al pie de una fotografĆa con libros apilados que van de Thoreau a Rothko en El Annapurna, pira que, por la referencia a las tumbas de Stonehenge, es mĆ”s bien funeraria, y que perfectamente podrĆa ser encendida por Charles, reconocido pirĆ³mano de lo que huela a canon.
O por otro Bernstein, Leonard, el compositor, a quien Diego llama Lenny, porque era Ćntimo amigo de sus padres y les prestaba no solo el balcĆ³n del Carnegie Hall sino tambiĆ©n la casa durante las vacaciones. Ante el estupor de Charles, que amaba sus Conciertos para jĆ³venes, Diego recuerda que el autor de Amor sin barreras y director de la FilarmĆ³nica de Nueva York “estaba casado con la chilena Felicia Cohn y jugaba conmigo cuando niƱo. Me parecĆa un tipo fantĆ”stico, tan cĆ”lido, tan libre”. “¿SabĆas que ‘Bernstein’ significa ‘Ć”mbar’?”, lo interrumpe Charles, que prefiere el trabajo de Leonard en Broadway antes que en la FilarmĆ³nica, y recomienda Un dĆa en Nueva York y la colecciĆ³n de sus cartas, publicada recientemente.
Las anĆ©cdotas de la infancia neoyorquina no terminan ahĆ. Diego vio a Nikita Jrushchov en la calle antes de la famosa intervenciĆ³n en las Naciones Unidas donde la rabia lo habrĆa llevado a golpear la mesa con un zapato. “Me sentĆ destruido cuando mataron a Kennedy, es que yo estaba enamorado de Jacqueline”, agrega, y se levanta por segunda vez en una conversaciĆ³n fluida como el agua que no hay, trayendo de vuelta una carpeta. Entre los documentos muestra la respuesta de la Casa Blanca a las condolencias que enviĆ³ a la viuda. Trae tambiĆ©n la antologĆa bilingĆ¼e Poets of Chile de Steven White, con fotos juveniles de los autores de su generaciĆ³n. Le comento a Diego que AristĆ³teles EspaƱa, uno de los poetas incluidos, viviĆ³ en mi casa un aƱo antes de su muerte. “¿MuriĆ³?”, exclama, y debo responderle que hace mĆ”s de tres aƱos.
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“¿Aprovechaste para visitar a Nicanor Parra?”, pregunta Diego, a propĆ³sito del centenario del poeta, “Ć©l viajaba bastante a Nueva York, era muy amigo de James Laughlin”. Charles conociĆ³ al editor de New Directions, donde publicĆ³ Parra, tambiĆ©n a sus cercanos de la costa oeste –Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti–, pero no al chileno, “mayor que todos los beats”, porque no quiso sumarse a la fila de quienes vienen a tomarse una foto con Ć©l. Se espantĆ³ incluso al visitar la exposiciĆ³n en su honor, con tantos retratos y tan poca poesĆa. A propĆ³sito de esta relaciĆ³n entre ambas tradiciones, intensa en la dĆ©cada del cincuenta, Diego vuelve a la carga y le consulta a Charles por dos poetas estadounidenses que aĆŗn lea y ame, que nunca lo aburran.
–Soy un profesor de poesĆa, profeso a muchos poetas. La verdad es que varios de los poetas que prefiero me aburren. Lo que me gusta de ellos es justamente que puedo tener suficiente. Vuelvo siempre a Gertrude Stein y de esa generaciĆ³n leo a William Carlos Williams, Wallace Stevens, Ezra Pound y T. S. Eliot. Entre los menos conocidos, un poco mĆ”s jĆ³venes, me gustan los objetivistas, de los que siempre escribo: Louis Zukofsky, Charles Reznikoff, Lorine Niedecker, George Oppen, Muriel Rukeyser. TambiĆ©n los love poems de Mina Loy.
–¿Y quĆ© nĆŗmero amas?
–¿Se puede amar realmente un nĆŗmero? QuizĆ”s me guste alguno.
–Yo empecĆ© a amarlos cuando me aburrieron las palabras –aclara Diego–, los nĆŗmeros son como dibujos, piĆ©nsalo asĆ.
–Bueno, una sucesiĆ³n infinita de 3. Aunque la respuesta correcta, con mĆ”s onda, sea 0.
Diego usa esta informaciĆ³n para efectivamente dibujarle a Charles la dedicatoria de su Ćŗltimo libro. Se toma unos minutos, preguntĆ”ndonos la ortografĆa de varias palabras, “quiero decir lo que siento”, mientras le cuento que Charles le ha sacado lustre a las erratas que Ć©l estĆ” evitando y a los errores de tipeo en poemas como “Lift off”. “Porque cometo muchos”, dice y le regala a Diego el devedĆ© Pinky’s rule [La ley del meƱique] con imĆ”genes que dialogan con sus poemas, “una especie de historieta. ¿Tienes donde verlo? Como no te gusta la tecnologĆa”. Diego reconoce que, al menos para eso, es autodidacta, “mĆ”s auto que didacta”, luego explica el origen celta de su apellido, lo deletrea y Charles recuerda al poeta escocĆ©s Hugh MacDiarmid y nos lo recomienda. Hablamos de los mĆ©todos no intencionales en las composiciones de Jackson Mac Low y del tenista John McEnroe. Diego admite entonces que su letra es la de alguien que no fue al colegio. “A mĆ me parece la de alguien que se sobrepuso a Ć©l”, le celebra Charles, junto con la menciĆ³n a lo imposible en la dedicatoria: “esa es mi estĆ©tica, lo imposible”. Diego continĆŗa: “La verdad es que estoy en edad y con las ganas de volver a estudiar, pero con un maestro, sin doctrinas.” Entonces le devuelvo la pregunta sobre poetas que Ć©l hizo:
–Para mĆ es muy claro. Son tres: Constantino Cavafis, Giuseppe Ungaretti y CĆ©sar Vallejo.
A medida que la poesĆa se vuelve mĆ”s conceptual y libera a las palabras de sus significados literales, es posible entenderla en otros idiomas, pienso, mientras Charles elogia algunas pĆ”ginas de El Annapurna. TambiĆ©n verla desde arriba, como al territorio chileno desde el aviĆ³n que Ć©l tomarĆ” por la noche y donde se comprometiĆ³ a leer este regalo. Mientras, Diego planearĆ” la destrucciĆ³n de isis, para la honra de AlĆ”, dice, como en su libro Los Sea Harrier donde Joseph Ratzinger es el enemigo, dĆ©cadas antes de que lo eligieran sumo pontĆfice. Charles tambiĆ©n cita al papa y su dictadura de la obediencia, oponiĆ©ndose a la herejĆa del relativismo, en la letanĆa del poema “Recantorium” que presentĆ³ esta semana en la Universidad Diego Portales. En ese texto dice arrepentirse de sus luchas, las mismas que la tribu de Maquieira pierde contra los milenaristas de Ratzinger en Los Sea Harrier, no sin antes “encender un faro entre las estrellas”. Concuerdan en que Ratzinger habrĆa rendido mĆ”s como secretario general de la otan que como papa, aliando las fuerzas de isis y Occidente al estilo de la Guerra de las Galaxias. Ante su renuncia, Charles esgrime que tal vez lo mataron secretamente en una conspiraciĆ³n y Diego concluye:
–A mĆ me parece que Ratzinger tiene miedo. Por eso sigue escondido en el Vaticano. ¿Y quĆ© me dices del futuro de Estados Unidos y del mundo, Charles?
–Estoy mĆ”s preocupado por el de la Iglesia catĆ³lica. ¿AceptarĆ”n curas mujeres, aceptarĆ”n el matrimonio homosexual? La respuesta a ambas preguntas es: no.
…
A Diego le impresiona la bandera al revĆ©s que vio en la protesta por la matanza de un adolescente negro y desarmado en Ferguson. A Charles eso le recuerda a Abbie Hoffman tirando los billetes por la ventana en Wall Street, mostrando cĆ³mo los corredores de bolsa se lanzaban a recogerlos. Se trata de la importancia de la imagen grandiosa que puede ser reproducida, a lo Claes Oldenburg. Ahora sĆ Charles puede responder sobre el futuro de Estados Unidos: le simpatiza Obama, “ha hecho lo posible ante la fuerza inabarcable de las transnacionales y la oposiciĆ³n. No conozco a nadie que no sienta que los republicanos son criptofascistas. A la mayorĆa que votĆ³ por ellos no la veo, ellos no me ven a mĆ tampoco, ni cuando niƱo pude entender cĆ³mo ganĆ³ Nixon. Solo en BĆŗfalo, que de todas formas es demĆ³crata, pero opositora a cierta globalizaciĆ³n, sentĆ que conocĆ un poco de Estados Unidos. El barrio neoyorquino donde vivĆ toda mi vida, el Upper West Side, se parece mĆ”s a Santiago o a ParĆs. Mis abuelos llegaron de Rusia y todavĆa siento una conexiĆ³n fuerte con la Europa anterior a la guerra”. Diego se ha entusiasmado en su autoimpuesto rol de entrevistador.
–¿Y que piensas de Bob Dylan?
Ante el silencio de Charles, el chileno suelta:
–¡Soy mĆ”s adolescente que tĆŗ!
–Y yo mĆ”s leal a Caetano Veloso. A Dylan lo respeto solo hasta 1976, de hecho escribĆ un ensayo sobre Blood on the tracks, que es un Ć”lbum extraordinario. Cuando mi hermano mayor trajo su primer disco, Bob Dylan, me impactĆ³. En sus entrevistas evasivas era tan divertido: “no me considero afuera de nada, simplemente no estoy alrededor”. CrecĆ con su mĆŗsica y con la de Phil Ochs. Lo conozco muchĆsimo, como cualquiera de mi edad, pero me pregunto quĆ© le pasĆ³ que perdiĆ³ esa conexiĆ³n que tenĆa con el mundo y con pensar la mĆŗsica. Fue interesante su resistencia a ser una estrella, pero esa privacidad de algĆŗn modo lo venciĆ³. Nunca mostrĆ³ interĆ©s o compromiso por otro mĆŗsico mĆ”s que Ć©l mismo o Woody Guthrie y eso estĆ” mal: “tienes que servir a alguien”. A propĆ³sito de ese tema [“Gotta serve somebody”] del disco Slow train coming, puedo aceptar a los judĆos a quienes les gustan los judĆos, a los judĆos antisionistas, a los judĆos que prefieren a los palestinos, pero no soporto a los judĆos que se convierten al fundamentalismo catĆ³lico.
Diego quiere saber si los jĆ³venes siguen escuchando a Dylan. Asiento, aunque le digo que no siempre por los mejores motivos, lo que obliga a Charles a darle una definiciĆ³n de hipster: “mi barrio lo es, de jĆ³venes onderos e irĆ³nicos, que prefieren productos vegetarianos y de madera, al doble del precio. Es una crĆtica, burguesa y ostentosa, al consumo. Trabajan para Google, por ejemplo, y hacen que suba el precio de las casas. Igual la gente los critica demasiado, son ellos los que van a conciertos de rock, pese a todo”. Aclara: “prefiero a Dylan que a McCartney, y mi madre todavĆa vive a dos cuadras de donde mataron a Lennon, que era mi favorito de toda esa gente. Para mĆ se habĆa vuelto mĆ”s interesante aĆŗn colaborando con Yoko”.
Es natural la aversiĆ³n de Charles al aislamiento de Dylan, considerando que la mayor parte de su trabajo ha sido colectivo, como el del folk de los aƱos treinta y cuarenta en Estados Unidos y la bossa nova de los cincuenta en Brasil, en la que los poetas participaron activamente. Dice en el poema que da tĆtulo a su Ćŗltimo libro, Recalculando: “El problema con enseƱar poesĆa es quizĆ”s el contrario de otras Ć”reas: los estudiantes llegan creyendo que es personal y relevante, pero trato de que la vean como formal, estructural, histĆ³rica, colaborativa e ideolĆ³gica. ¡QuĆ© aguafiestas!”
Cummings es demasiado sentimental y dulce para Charles, que no se quedarĆa con mĆ”s de cinco de sus poemas; Diego lo ama. “Es realmente popular, como Robert Frost”, agrega, para luego coincidir en la pasiĆ³n por Dean Martin, al punto que la esposa de Charles le regalĆ³ las grabaciones completas para su quincuagĆ©simo cumpleaƱos. TambiĆ©n por Jerry Lewis, “casi un dios en El profesor chiflado”, y prefieren a Mickey Rourke en Barfly representando a Bukowski, que al poeta mismo, “un reaccionario, un machista”. Cole Porter y Ella Fitzgerald tambiĆ©n salen al baile. Charles fue amigo del poeta argentino Jorge Santiago Perednik y, entre los chilenos, aĆŗn lo es de Cecilia VicuƱa, ademĆ”s de un lector aventajado de Vicente Huidobro y Juan Luis MartĆnez. Cuando Diego le cuenta que entrevistĆ³ a John Ashbery –de luto por la muerte de su madre–, Charles responde que esa muerte es tal vez el tema central de la poesĆa ashberiana. En cambio John, abriendo dos botellas de champaƱa, le respondiĆ³ a Diego que su tema era el tiempo.
Luego de celebrar las atenciones de Ashbery –“demasiado bueno para ganarse el Nobel: sus poemas no tienen finales ni sentido”, dice Charles–, Diego subraya la relevancia de la ingenuidad para la poesĆa: “Popeye me hizo creer por aƱos que la espinaca me harĆa fuerte y un beisbolista me convenciĆ³ de que el olor del baƱo pĆŗblico de veras me matarĆa.” El Ćŗltimo acuerdo del dĆa viene del lado oscuro: Baudelaire y Edgar Allan Poe, que nos mira desde la cima de los libros mĆ”s cercanos a Diego. Charles lleva cinco aƱos escribiendo un ensayo basado enteramente en su obra, “que fue construida con base en un uso radical del pastiche de diversas fuentes –argumenta–, propugnando por una poesĆa que no fuera moralista, didĆ”ctica ni, a la larga, profunda. Poe estĆ” preocupado por las sensaciones poĆ©ticas –que nos pegan sin que sepamos del todo lo que son–, y no por el valor. El arte por el arte, sin relaciĆ³n al bien. Hasta MallarmĆ© se lo reconoce: solo esto y nada mĆ”s. Esto como la palabra y el sonido, no hay nada que deba entenderse: si no lo entiendes, lo entendiste; incluso en un sentido budista”, agrega Charles, quien considera que A love supreme de John Coltrane es deudor tambiĆ©n de ese esteticismo visceral. Cuando Coltrane empuja esa Ćŗnica lĆnea, repitiĆ©ndola, ya no se escucha el sentido literal mĆ”s allĆ” del sonido, de la mĆŗsica. “El principio poĆ©tico” de Poe es ahora el fin, pues, como Ć©l escribiĆ³ y lo citan Charles y Diego ante mĆ, “no hay tal cosa como el poema largo, sino una suma de poemas breves”. En esto se parece a una conversaciĆ³n; han pasado tres horas y debemos marcharnos. ~
Autor del poemario Lengua de seƱas, de la novela Las bolsas d ebasura y del Ɣlbum Agua en polvo, entre otras obras. Es, ademƔs, traductor de Charles Bernstein y Philip Larkin