Algunos de los artistas de vanguardia que lucharon en el frente durante la Gran Guerra consideraron que tenían ante sí un espectáculo visual cubista, pues un sólido parentesco parecía ligar las formas que ellos mismos habían ideado con las que les procuraba su experiencia más inmediata. Quizá por ello se mantuvieron más firmes en el lenguaje vanguardista que los artistas de la retaguardia, entre los que cundía, y quizá también se imponía políticamente, un deseo de retorno al orden. Ahora se entendía mucho mejor por quépoco antes el arte había empezado a perder su calma.
Pero la contribución de las vanguardias, y sobre todo del cubismo, a delinear visualmente la guerra no se limitó a esta prefiguración de una realidad fragmentada; el cubismo fue uno de los grandes inspiradores del nacimiento y primer desarrollo de la pintura del camuflaje militar en su versión moderna. Como no podía ser de otro modo, una vez más su “jefe de filas”, Picasso, sería el encargado de anticipar la idea. El 7 de febrero de 1915 le sugería “una buena idea” por carta al artillero Guillaume Apollinaire: “la artillería sólo es visible para los aeroplanos; como los cañones, incluso pintados de gris, conservan la forma, habría que pintarlos de colores vivos y a trozos rojos amarillo verde azul blanco en arlequín”. Picasso estaba proponiendo que se aplicara al equipamiento de guerra lo que él mismo y Braque llevaban haciendo en su pintura desde aproximadamente 1908: el principio de descomposición de la forma por medio de planos o facetas de colores. Casualmente, sólo una semana después de que escribiera esta carta, el Ministerio de Guerra francés ratificaba la existencia oficial de la primera sección de camouflage, bajo las sugerencias del pintor Lucien-Victor Guirand de Scevola, uno de los inventores del arte del camuflaje contemporáneo, aparte del jefe de la recién creada Unité de camoufleurs y autor del diseño de su insignia: un camaleón dorado bordado sobre un fondo rojo.
Los más tempranos críticos y simpatizantes del cubismo habían percibido y expuesto desde el primer momento la filiación cubista del arte del camuflaje. André Salmon dedicaba de hecho uno de los capítulos de su Art vivant, de 1920, a explicar esta paternidad, así como a defender al cubismo de las acusaciones de arte boche en las que ya desde antes de que estallara la guerra se empeñaba el chauvinismo más ramplón, alegando que su contribución a la invención y puesta en práctica de este tipo de arma defensiva era la prueba irrefutable de su inocencia. Especialmente explícita fue Gertrude Stein, que en la Autobiografía de Alice B. Toklas relacionaba el tratamiento de los edificios que Picasso ideó en la serie de pinturas de paisaje de Horta de Ebro, en 1909, con el procedimiento básico del camuflaje de armamento de guerra, atribuyéndoles además a ambos, de una forma un tanto curiosa, una raíz española. Pues a su juicio, la arquitectura vernácula española, y la trascripción pictórica que de ella había hecho Picasso, no sigue las sugerencias del terreno, sino que penetra en el paisaje confundiéndose con él. Gertrude Stein cuenta también la reacción de Picasso el día que, paseando con ella por el boulevard Raspail, se toparon de bruces con el primer cañón pintado, es decir camuflado, que veían en sus vidas: “C’est nous qui avons fait ça”, exclamó estupefacto el pintor. Muchos años después, Dalí aseguraría que el camuflaje de la Primera Guerra Mundial fue fundamentalmente cubista y picassiano, mientras que el de la Segunda había sido surrealista y daliniano.
Aunque las técnicas de camuflaje bélico no nacieron con la Primera Guerra Mundial (antes se habían utilizado sólo de manera esporádica), sí experimentaron entonces un extraordinario desarrollo e incluso dejaron de estar desprestigiadas como signo de debilidad incompatible con una actitud guerrera basada en el alarde de técnica y valor. En tierra, la eficaz mimetización, confusión, mezcla o fusión de soldados, equipamiento, instalaciones y armamento con su entorno, de forma que resultaran invisibles para la vigilancia aérea, entrañaba el desafío de organizar un engaño visual a gran escala; ¿a quién podía corresponder esta tarea sino a esos milenarios artífices del engaño visual que son los artistas? Por eso en la Primera Guerra Mundial se reclutó a estos especialistas en artimañas visuales capaces de ocultar, de disimular, de disfrazar, de idear formas susceptibles de múltiples interpretaciones, para que pusieran inmediatamente estas habilidades, que tanto les había reprochado Platón, al servicio de la guerra.
Consciente de que se exponía al reproche de apelar a “pintores, digamos, germanófilos y absurdos, de hecho, a cubistas”, desde el primer momento el responsable de los camoufleurs franceses, Lucien Victor Guirand de Scevola, recurrió a inspirarse en procedimientos cubistas; porque, como confiesa en sus Recuerdos del camuflaje, le mostraban la vía adecuada para deformar completamente el objeto, pero también porque como “lo que pintan los cubistas no se parece en nada a su modelo, estaban predestinados a pintar cañones que nadie tomaría por cañones”. Es evidente, así, que desestimó todo naturalismo y sopesó las ventajas del carácter aparentemente no mimético respecto a su modelo del cubismo. La comprensión sólo parcial del revolucionario movimiento pictórico que denotaban estas afirmaciones de Guirand de Scevola, hizo que éstas fueran cuestionadas a la altura de los años cincuenta por Jean Paulhan, quien sin negar el papel desempeñado por el cubismo en la labor del camuflaje, lo atribuiría a razones enteramente distintas, en concreto, al carácter “realista” de la pintura cubista: “Los únicos cuadros a los que la opinión pública reprochaba no parecerse a nada resultaron ser, en el momento del peligro, los únicos que podían parecerse a todo.”
Pero independientemente de la interpretación que se hiciera del cubismo como algo más abstracto o realista, lo cierto es que sus métodos parecieron servir para lograr el principal objetivo del camuflaje: que soldados, equipamiento, armamento, no desentonaran en el paisaje. Dejando aparte los ejemplos de mimetización que procura la propia naturaleza, si había en la época un modelo pictórico disponible que enseñara a fragmentar la figura para lograr que se fundiera con, y se aplanara sobre, su entorno, no podía ser sino el que venía ofreciendo desde aproximadamente 1909 esa redefinición de la función representativa de la pintura que fue el cubismo analítico. Su cultivo intencional de la ambigüedad de líneas, colores y planos, había provocado que en sus cuadros cada uno de los elementos formales de la pintura pudiera leerse en más de un sentido (en un retrato cubista la línea que configura el contorno de un hombro, por ejemplo, también se puede interpretar como parte del espacio o los objetos que rodean a esa figura) y, por ello, la amalgama de figuras y espacio. Es más, el cubismo había logrado que las figuras y el espacio del cuadro aparecieran aplanadas para identificarse con la propia superficie pictórica bidimensional. Se comprendiera o no en la época, éstas eran las ventajas que procuraba el modelo para su aplicación a las “pinturas de guerra”. Pues la desestructuración de la figura, la invención de líneas que rompieran la continuidad del objeto aislado y crearan en el perceptor la ilusión de una nueva continuidad con las líneas o manchas del lugar en el que ese objeto estaba o se movía, así como el disimulo de los volúmenes del armamento o los soldados, fueron las técnicas que se pusieron en práctica para zafarse del reconocimiento aéreo enemigo o procurarle una información visual engañosa. Con variaciones según las distintas nacionalidades de los ejércitos y del paisaje en el que operaban, esos son los principios que dieron lugar, por ejemplo, al diseño del popular “traje mimetizado” teñido de meandros irregulares en colores, por lo general, verdes, castaños, amarillo de ocre y negro, que el ejército sigue llevando hoy y que tan difundido parece estar entre la moda callejera de los jóvenes actuales, aunque no sea la primera vez que los diseños de camuflaje se ponen de moda entre la población civil. Uno de los ejemplos más claros de esta alianza entre cubismo y camuflaje lo constituyen los dibujos que el diseñador y camoufleur André Mare, cercano a los círculos vanguardistas parisinos, realizó en sus Carnets de guerre.
Para la marina se idearon diseños distintos a los del ejército de tierra, en respuesta a objetivos ligeramente diferentes. La Primera Guerra Mundial fue seguramente la época dorada del camuflaje de barcos, mediante el cual se llegó a sembrar, literalmente, un mar de dudas. Ante la imposibilidad o la dificultad de lograr que los barcos de guerra desaparecieran del campo de visión del enemigo confundidos con el paisaje marino, se optó por otra alternativa. Se mantendrían bien visibles, a través de colores llamativos y formas abstractas que desestructurarían sus siluetas para que el comandante que avistaba la nave desde el periscopio del submarino enemigo fuera incapaz de discernir si estaba viendo su proa o su popa, estribor o babor, incluso si se trataba de un solo barco o de toda una flota. Así le resultaría difícil, si no imposible, calcular la trayectoria del torpedo que tendría que lanzar para que atinara en su blanco. De ahí el nacimiento de lo que se llamó la Dazzle Painting para barcos de guerra: un fabuloso despliegue de diseños abstractos, a menudo formados por grandes bandas blancas y negras tipo cebra, pero también por trapecios, franjas diagonales, irregulares, en tonos multicolores, que resquebrajaban la silueta del barco como si de una imagen cubista se tratase, y que convirtieron temporalmente al mar en un fabuloso museo flotante de pintura moderna. Y era en este terreno donde la sugerencia picassiana podía aplicarse literalmente: el Mauritania, buque gemelo del Lusitania, se vistió literalmente de arlequín, con sus rombos azules, blancos, rojos, negros, para la ocasión.
Otros ejemplos, como el diseño del buque Gloire de la armada francesa, sólo nos permiten apreciar un amasijo de formas que incluso pueden provocar en el espectador el efecto de un barco con múltiples proas, o la de un mismo barco visto simultáneamente desde distintos puntos de vista, algo que, evidentemente, procedía también de la lección cubista. Hoy en día su imagen se puede asimilar a la de esa metáfora naval varada a orillas de Bilbao que es el Museo Guggenheim de Gehry. De origen cubista era también la descomposición en facetas del casco del Mahomet, que debió de sumir en la perplejidad a todo el que lo observara. Pues de alguna forma se podría decir que el diseño dazzle se basaba en la incredibilidad del objeto visto y la incredulidad del sujeto que lo ve. Por eso el artista actual Ian Hamilton Finlay, todo un entusiasta de este tipo de pintura, ha podido llegar a afirmar que “muchos barcos de guerra fueron hundidos por submarinos que sencillamente no soportaban (didn’t stand) el arte moderno”, aunque cabría suponer que otros muchos se salvaron precisamente porque los submarinos enemigos no entendían (didn’t understand) dicho arte.
La Dazzle Painting dio lugar a resultados ciertamente deslumbrantes, aún más si tenemos en cuenta que antes de que se llegara a un diseño estándar cada barco gozó de un diseño singular e individualizado. Tan espectaculares logros no acababan de resultar del gusto del almirantazgo, al parecer contrariado por una pintura que concedía una apariencia demasiado extravagante o grotesca a la imagen militar. Afortunadamente para ellos, fue sin embargo un arte efímero, que se iría esfumando a medida que el desarrollo del radar eliminó la necesidad de que los comandantes de los submarinos divisaran visualmente sus objetivos. Sin embargo, antes de que los barcos se repintaran de gris, la pintura Dazzle llegó a popularizarse mucho: sus vistosos diseños y sus colores brillantes cautivaron la imaginación tanto de artistas como del público en general, sobre todo en Gran Bretaña. Aparecían en dibujos, tiras cómicas, vehículos o encantadores diseños de moda femenina en los que adquiría incluso un cierto aspecto déco. El vorticista Edward Alexander Wadsworth, supervisor del camuflaje de barcos en Bristol y Liverpool, pintó en 1919 Dazzle-Ships in Drydock at Liverpool, la representación de un grupo de camufladores atareados en pintar un Dazzle Ship, donde aúna juegos de legibilidad pictórica tan propios del cubismo como del camuflaje. Y John D. Fergusson aplicó su técnica postcézanniana a un motivo semejante en Dockyard, Portsmouth, de 1918.
Otra de las pruebas de la difusión de la que gozó la pintura de camuflaje, e incluso de que su integración con el cubismo era casi un lugar común en la época, nos la procura el hecho de que resultara tan familiar para alguien en apariencia tan ajeno al desarrollo del arte moderno como es Chesterton. En “La arquitectura perfecta del Comandante Blair”, uno de sus Cuentos del Arco Largo, de 1925, Chesterton describe una nube que se está acercando al jardín de un cierto Lord, y corona su descripción afirmando: “Era una nube perfectamente cubista”. A continuación el lector averigua que la nube en cuestión es nada menos que un dirigible camuflado en forma de nube. Al toparse con este pasaje, cualquier lector actual de Chesterton podría llegar a pensar que la relación entre un zeppelín camuflado en forma de nube y el cubismo suena a algo parecido a las paradojas de Mr. Pond. En realidad, el escritor parece estar al tanto de la intervención cubista en la invención del arte del camuflaje militar, a menos que se limite a mostrar cierta familiaridad, que seguramente también adivinaba en su público lector, con la idea del cubismo como arte del engaño o del camuflaje por excelencia.
En cualquier caso, todo ello pone de manifiesto un fascinante trasvase de la pintura moderna a la del camuflaje militar, de ésta a un tipo de soporte más propio de la cultura de masas, y también a la literatura e incluso, de nuevo, a la pintura moderna, como en las obras de Wadsworth, Fergusson o André Mare. Obras que llegan así a desafiar incluso ese carácter irrepresentable de la guerra moderna que manifestaba por ejemplo Robert de la Sizeranne en 1920, cuando afirmaba que la batalla moderna podía ser útil para escritores, psicólogos, poetas o moralistas, pero no para los pintores, porque aeroplanos, tanques, submarinos, “son completamente invisibles y realizan su tarea sin ser vistos, han sido camuflados, así que no ofrecen tema para una pintura”. Algunos de los pintores modernos que tuvieron la poca fortuna de participar en el frente, en calidad o no de camufladores, como Léger, Braque, André Mare, Dunoyer de Segonzac, Camoin o Edward A. Wadsworth, ya sospechaban el carácter irrepresentable, mediante procedimientos tradicionales, del espectáculo de la destrucción. Pero no porque éste se hubiera hecho invisible o, mejor, porque ellos mismos hubieran colaborado a esta invisibilidad. Sabían desde el principio que esta realidad consistente en el repentino y doloroso estallido de formas fragmentadas en mil pedazos, esta realidad que estaba arrasando ciudades, imperios, paisajes, órdenes sociales, formas familiares, que la guerra moderna, en definitiva, sólo podía pintarse con métodos modernos: los que aplicaron a la trascripción pictórica de la experiencia bélica, y también los que con la misma habilidad aplicaron literalmente a la propia guerra. Nadie mejor que un cubista para orquestar un alboroto visual. Algunos personajes, como ese soldado estadounidense ataviado con un uniforme experimental de camuflaje, bien podría haberse extraviado en el paisaje bélico, pero, a decir verdad, tampoco hubiera desentonado mucho en una soirée de bailes cubistas del dada Cabaret Voltaire. ~
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