Los extraterrestres existen. Habitan planetas cuyo entorno físico desconocía. Stephen Hawking se encargó de llevarlos a la pantalla en su reciente serie televisiva Into the Universe, que se transmite por Discovery Channel. El científico publicitó su programa echando mano de los mismos miedos que despertara en 1938 la emisión radiofónica de La guerra de los mundos, hecha por Orson Wells. En sus declaraciones a la prensa solicitaba no intentar hacer contacto con civilizaciones que podrían arrasar el planeta tierra. Hawking, además, supervisó directamente el diseño de las imágenes y sonidos que acompañaron la siguiente tesis: en un universo tan vasto, en el que la vía láctea es una simple gota en el océano cósmico, la vida extraterrestre es completamente plausible. El dilema que debería ocuparnos ahora es el de su fenotipo.
En principio, su programa desarrolla la misma idea que Immanuel Kant planteara en uno de sus textos de juventud: “Dadme materia y os construiré un mundo” (Historia general de la naturaleza y teoría de los cielos, 1755). El futuro filósofo discurría acerca de la composición material de cada planeta, tomando en cuenta la fuerza gravitacional y su distancia respecto del sol. De ahí infería las características corporales de sus habitantes y las comparaba con los seres humanos. Con ironía su texto disertaba sobre cómo los nacidos en Júpiter, por ejemplo, a diferencia de los terrícolas, al estar lejos del sol se veían menos atosigados por impresiones sensibles, lo que daba mayor libertad a su pensamiento. Kant creía en extraterrestres, pero su objetivo no fue describirlos fielmente sino utilizarlos para entender algo sobre el ser humano. Hawking, años después y con más información sobre el universo, procede de una manera similar; esboza los entornos materiales que serían el medio al que la fisiología extraterrestre se habría adaptado pero, a diferencia de Kant, trata de establecer representaciones verosímiles a partir de un código de imágenes audiovisuales que proviene del cine de ciencia ficción.
Nuestra relación con extraterrestres guarda cierta similitud con la que tenemos con Dios pues nos obliga a representar lo que nunca hemos visto. Por eso propicia también ciertas tendencias iconoclastas: los alienígenas que ha fabulado el cine son considerados personajes banales, quizá porque algunos consideran que estos tipos de vida nos serán tan ajenos que no podremos ni siquiera reconocerlos, menos aún representarlos. Al hacer referencia al casi autónomo universo de personajes y mundos del cine futurista, las representaciones de la vida alienígena en Into the Universe se tornan verosímiles. De ahí que, de manera estratégica, la tipografía del programa sea tan similar a la que aparece al final de los trailers de Star Wars (1977-2005) y los viajes a galaxias situadas a varios años luz sean representados a la manera de Odisea 2001 (1968), de Stanley Kubrick.
Kant creía que todos los planetas del sistema solar conocidos en sus días (de Mercurio a Saturno) estaban habitados. Hoy podemos matizar su afirmación: según Hawking, el agua, condición básica para lo que consideramos vida, se insinúa en ciertos rastros de humedad en Marte, pero se observa con claridad en dos lunas: Titán, que gira alrededor de Saturno y Europa, que lo hace alrededor de Júpiter. En esta última la materia más abundante es precisamente el agua. Dada su distancia del sol, esa luna tiene temperaturas de menos doscientos sesenta grados por lo que su superficie está cubierta con una capa de hielo. Se cree que por debajo de ella se encuentra un mar, consecuencia del calor que irradia el cuerpo del satélite. En este entorno, según Hawking, se encuentra un mundo marino que ignora la existencia del universo. En su programa nos presenta a uno de sus posibles habitantes, un espécimen con una cabeza alargada que emite luz y tiene los ojos rasgados; un extraterrestre prototípico similar a los de Encuentros cercanos del tercer tipo (1977), de Steven Spielberg. No obstante, su cuerpo está hecho sólo de cuatro tentáculos con los que se impulsa en el agua, por lo que se asemeja también a un calamar. Hipótesis sustentada en los animales recién descubiertos en el fondo marino, seres capaces de producir su propia luz.
Hawking dibuja también mundos de cuyos entornos materiales habrían emergido formas de vida ligadas no al agua sino al nitrógeno y planetas cuyas atmósferas se consideran inestables y en las que hay constantes tormentas eléctricas. En estas últimas habitan alienígenas hechos de gas que, similares a las medusas, flotan en atmósferas densas y se alimentan de la energía de las descargas en sus cielos. En estas secuencias los referentes cinematográficos no son tan evidentes, pero a estas alturas el efecto de verosimilitud ya se ha producido en el espectador.
Casi al final de este primer capítulo, vemos una colonia de naves atravesar un agujero de gusano similar a los de Star Trek. Grupos nómadas extraterrestres se dirigen al planeta Tierra y buscan apropiarse de sus energéticos. Al vislumbrar las consecuencias del arribo de seres inteligentes a nuestro planeta el científico sólo puede recapitular la historia del colonialismo, “el encuentro puede ser devastador; tan fuerte como la llegada de Colón al continente americano”. A pesar de esto, el primer capítulo de Into the Universe resulta interesante porque utiliza la cultura de masas para proponer una hipótesis científica a partir de imágenes. Usualmente vamos de la ciencia a la ficción –Frankestein o el nuevo Prometeo (1818), de Mary W. Shelley, fue escrita después de varias exhibiciones de aplicación de corrientes eléctricas a cadáveres en Londres. Ahora ha sido a la inversa, las imágenes de extraterrestres propias de la ficción cinematográfica insertadas ahora en un contexto científico se han tornado fiables, gracias a la coherencia con que el discurso argumentativo nos dejó ver esos mundos distantes.
– Juan Pablo Anaya
(Ciudad de México, 1980). Trabaja como profesor, es ufólogo por convicción y escribe. Kant y los extraterrestres (Tierra Adentro, 2012) es su primer libro.