Imperios sucesivos. Los navegantes griegos colonizaron las costas del Mediterráneo y el Mar Negro. Los militares macedonios (Filipo y su hijo Alejandro) extendieron estos dominios al oriente, sometiendo al Imperio Persa. Todo quedó después bajo el Imperio Romano, que se extendió al occidente, sin conquistar a los germanos, que ocupaban el norte de Europa, y acabaron invadiéndola.
Las tribus de germanos fueron llamadas bárbaras hasta hace poco, cuando apareció la confusión entre el respeto a todas las culturas y el hecho de que no todas tienen el mismo nivel. Todavía Henri Pirenne (Historia de Europa) podía escribir tranquilamente: “No es, pues, exacto afirmar que el mundo Romano se germanizó. Se barbarizó, que no es lo mismo.” Había un desnivel entre la cultura del Imperio y los bárbaros; y, dentro del Imperio, entre la parte occidental y la oriental, cuna de grandes culturas mesopotámicas, egipcias, griegas, persas, judías y cristianas. Esto favoreció el separatismo de ambas partes, reforzado por las luchas de sucesión y las dificultades de control sobre dominios tan extensos.
La primera separación formal la hizo Diocleciano en 286. Nombró a su general Maximiano emperador de Occidente, y se quedó con lo mejor: la parte oriental. Así empezó de hecho el Imperio Bizantino. Constantino reunificó el Imperio (330), pero ya no con sede en Roma, sino en la antigua ciudad de Bizancio, que llamó Nueva Roma, pero fue conocida como Constantinopla (hoy Estambul). Además, aunque no era cristiano (su madre lo fue), puso el Imperio bajo el signo de la cruz, que decía haber visto en el cielo, como señal de triunfo, en una batalla. Buscó y obtuvo el apoyo de los cristianos, entonces casi todos en las ciudades de la parte más culta del Imperio. Y, siguiendo la tradición del emperador que es también sumo pontífice, pretendió encabezar la Iglesia y el Estado, como todavía sucede, de manera simbólica, en la Iglesia Anglicana y el antiguo Imperio Británico.
Jesús y los apóstoles hablaban arameo (una lengua afín al hebreo, el fenicio y el árabe, que había desplazado al hebreo), pero la primera cristiandad fue de judíos helenizados. La Biblia de Jerusalén señala influencias del estoicismo griego en el Eclesiastés (siglo III a.C.); referencias a Alejandro, Antíoco y los Tolomeos en Daniel (siglo II a.C.); además, naturalmente, de que los Macabeos están escritos en griego y se refieren a las luchas judías contra los Seléucidas (que, como los Tolomeos, heredaron parte del Imperio de Alejandro). San Pablo predica en griego a los judíos de la Diáspora, cita autores griegos (Epiménides y Arato), trata de convertir a los magistrados griegos en el Areópago de Atenas. Si alguien puede ser llamado fundador de Occidente, es él: un judío que piensa en griego, está orgulloso de ser ciudadano romano y da a la fe cristiana una apertura metacultural que asume y rebasa cualquier particularismo.
El Nuevo Testamento está en griego, y en griego escriben los primeros Padres de la Iglesia que integran la discusión teórica (y las disputas teológicas) a la fe. La apertura es tan amplia que Tertuliano, uno de los primeros teólogos en latín, llega a temer que el cristianismo se reduzca a un platonismo, y se indigna: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén, ni la Academia con la Iglesia?” (Werner Jaeger, Cristianismo primitivo y paideia griega). A pesar de lo cual, San Basilio (que estudió en Atenas para profesor de retórica, se fue de ermitaño en Egipto y acabó en Cesarea como obispo) recomienda a los jóvenes leer a los clásicos griegos, y lo hace en un griego aticista, que recuerda el estilo de Platón (N.G. Wilson, Saint Basil on Greek literature).
Las invasiones bárbaras (de mediados del siglo iii a mediados del V) hundieron el Imperio Romano en Europa y empobrecieron más aún su cultura. El griego desaparece hasta en los monasterios benedictinos, donde algunos copistas anotan: Graecum est, non legitur (ilegible, está en griego) o simplemente graecum (Charles Homer Haskins, The Renaissance of the twelfth century). El latín degenera en dialectos locales (que darán origen a las lenguas romances). Paradójicamente, la cultura que hoy se llama occidental debe su origen y salvación a la apertura oriental. En aquella parte del Imperio Romano que fue de Alejandro, el latín se aprendió y conservó como lengua administrativa y de cultura, sin abandonar el griego. Los letrados cristianos estudiaron, no sólo la Biblia, sino los clásicos griegos y latinos. Las incursiones bárbaras no fueron tan destructivas. Y, finalmente, la conquista islámica (siglo VII) resultó favorable, porque los árabes no eran bárbaros. Se pusieron a estudiar a los griegos, como los romanos, pero además los continuaron, con una creatividad científica y filosófica que no tuvieron los romanos. El esplendor de Alejandría renació en Bagdad.
Suele llamarse Academia de Bagdad a la Casa de la Sabiduría creada por el califa Al Mamún (siglo IX). Pero no era una tertulia, como la Academia de Platón, sino un centro de investigación patrocinado por el poder, como el Liceo de Atenas y el Museo de Alejandría. Tenía sabios, poetas y músicos; colecciones de objetos, plantas y animales; biblioteca, observatorio astronómico, laboratorios alquímicos y de farmacopea. En Bagdad, se traducen al árabe todas las obras de Aristóteles y algunas de Platón. En Bagdad, renacen las tradiciones de Alejandría: las aristotélicas o empíricas (estudio de los cielos y de las sustancias, medicina, compilación de textos y filología) y las platónicas o especulativas (matemáticas, teología, poesía, mística). Hunáin ben Isaac (Hunayn ibn Ishac, 809-873), como Aristarco en la Biblioteca de Alejandría, recopila, compara, critica y edita manuscritos griegos (o traducidos del griego) en Egipto, Siria, Mesopotamia, aprovechando las bibliotecas de los monasterios orientales y su dominio del griego, sirio, persa y árabe. (L.D. Reynolds y N.G. Wilson, Scribes and scholars. A guide to the transmission of Greek and Latin literature.) El álgebra de Al Juarizmi en Bagdad hace dar un salto histórico al razonamiento matemático, como la geometría de Euclides lo hizo en Alejandría. Alkindi, Alfarabi, Avicena, Algazali, Averroes, ponen a Tomás de Aquino el ejemplo de una síntesis de fe y razón, basada en Aristóteles. Los poetas y teólogos árabes, inspirados en Mahoma (que tuvo nueve esposas y esperaba ser recibido por bellísimas huríes en el paraíso), construyen una conexión entre la mística y el amor, que rebasa la mística de Alejandría (neoplatónica), porque no excluye el amor humano (Lois Anita Giffen, Theory of profane love among the Arabs). La exaltación religiosa del amor pasa del islam a la poesía trovadoresca, San Francisco, Dante, Petrarca, Ficino. (Denis de Rougemont, Amor y Occidente.)
Contra el lugar común de que el Renacimiento descubre a los griegos, puede argüirse que nunca desaparecieron y que inspiraron sucesivos renacimientos en Roma, el cristianismo primitivo, Bizancio, Bagdad, la España musulmana. Los árabes dan a la cristiandad latina el ejemplo de admirar, traducir, comentar y continuar la creatividad de los griegos, como en sus orígenes (olvidados) lo hizo la primera cristiandad. Esta recuperación suscita el renacimiento del siglo XII, tres siglos antes que en Florencia. Si volver a los griegos es renacentista, Santo Tomás de Aquino fue renacentista (Werner Jaeger, Humanismo y teología). También los teólogos, poetas y sabios de Bagdad.
Contra el lugar común de que la Edad Media fue una edad oscura, conviene recordar que el calificativo (inventado por Petrarca) fue interesado y tendencioso. Parecía definir todo un milenio, cuando no hacía más que ignorarlo, para atribuirse orígenes remontados a Atenas, milagrosamente renacidos. Hay que distinguir. Los siglos del desplome occidental bajo los bárbaros sí fueron oscuros; no tanto los de lenta integración de una nueva cultura latina; menos aún, el llamado Renacimiento carolingio del siglo IX (que fue una recuperación del latín clásico y el arte romano, más que de los griegos); y de ninguna manera los extraordinarios siglos XII y XIII, que inventaron el renacimiento permanente: el mito del progreso, por el cual Occidente se volvió el centro de la creatividad, el liderazgo y el poder imperial en el planeta.
Contra el lugar común de que el pensamiento moderno tira la escolástica a la basura y parte de cero, también hay que distinguir. Una cosa es rechazar la institución escolástica (orientada cada vez más a la formación profesional para las cortes y la Iglesia) y otra rechazar la creatividad del pensamiento medieval. La originalidad de Descartes (que subrayaba no citando a nadie) le debe mucho a las ideas escolásticas, como han mostrado detalladamente Étienne Gilson y Jean-Luc Marion. El mismo Descartes cuenta que se fue de Francia únicamente con dos libros: la Biblia y la Suma teológica de Tomás de Aquino (Stephen Gaukroger, Descartes: An intellectual biography). Lo que rechaza es la universidad: la institución interesada en las carreras y credenciales de saber, más que en la ociosa conversación amiga del saber. No quiso ser profesor. Prefirió el saber independiente del autor que se dirige al lector, en una especie de tertulia escrita.
El Renacimiento reencarna a los letrados independientes que dialogan entre los árboles y buscan la contemplación de la verdad y la belleza, no la carrera: recupera la Academia de Platón, contra la universidad. El Concilio de Florencia (1438-1445), organizado para volver a unir las Iglesias griega y latina, despertó en los florentinos el interés por el cristianismo griego, la búsqueda de una religiosidad más amplia y el entusiasmo por Platón (más que Aristóteles) como fundamento de una teología laica, que integre el eros griego y la caridad cristiana.
Hay en el pensamiento de Marsilio Ficino (Sobre el amor. Comentarios al Banquete de Platón) una religiosidad laica, que fue surgiendo y distanciándose de la clerical desde el siglo XII. Su antecesor es San Francisco, que no quiso ser monje, ni sacerdote, ni profesor, sino juglar enamorado de toda manifestación de Dios. Frances A. Yates (Les académies en France au XVIe siècle) llega a decir que “la filosofía del Renacimiento fue, en cierto sentido, más religiosa que la medieval, porque buscaba los rastros de la impregnación divina en todos los dominios del pensamiento y la experiencia”. La idea misma de un renacimiento “de los saberes de la Antigüedad estaba asociada, en los espíritus de la época, a nociones de regeneración religiosa”.
Cosme de Médicis, que maniobró para que la sede del Concilio estuviera en Florencia, se entusiasma oyendo el griego de los teólogos bizantinos como una lengua viva, se pone a estudiar griego y decide que ahí también renazca la Academia platónica, para lo cual entrega a Ficino su villa de Careggi (1452). A partir de esta fundación, de inmensa resonancia, se crean centenares de academias en Italia y el resto de Europa. Su propósito inicial era la contemplación (sin monasterio), como fin supremo de la vida: conversar, leer, escribir, pintar, hacer música; una vida contemplativa que, sin embargo, tenía el sentido práctico y hasta comercial de aprovechar las nuevas tecnologías de la imprenta.
Los humanistas del Renacimiento fueron editores: rescataban, cuidaban, traducían y editaban a los clásicos. Aldo Manuzio, que ha pasado a la historia como notable impresor, fue también el fundador de una academia que se daba el lujo de conversar en griego con los sabios del Imperio Bizantino en Venecia. Empezaron a llegar después del Concilio, cuando el Imperio Turco fue cercando al Bizantino y, finalmente, tomó Constantinopla (1463). Con los refugiados, llegaron también muchos libros en griego de la cultura clásica, helenista y cristiana. Por segunda vez, en medio milenio, primero por España y Sicilia, ahora por Venecia y Florencia, el pensamiento griego transformado en teología llegaba de oriente y estimulaba un renacimiento.
La novedad del Renacimiento estuvo en leer directamente en griego lo que se había leído en latín, traducido del árabe. Aún más novedoso fue leerlo y comentarlo fuera de la universidad. Pero la novedad radical fue crear una alternativa a la institución escolástica: la institución editorial. La imprenta, no sólo apoyó la recuperación de la tertulia platónica, apoyó una nueva forma de vida pública, recuperada de la democracia griega: la república de lectores.
El Estado vio en el rechazo de los humanistas a la universidad, una oportunidad para reducir el poder de la Iglesia, y se lanzó al patrocinio de reales academias, como los Tolomeos y los árabes. Francisco i, animado por el humanista Guillaume Budé, patrocinó una especie de antiuniversidad: el Colegio Real de Francia (1530), pronto atacado por la Universidad de París como un grupo de “simples gramáticos y retóricos”. Todavía en el siglo XIX, continuaba la guerra del Colegio contra “el monopolio universitario”. La creación del Colegio, sugerida desde 1517 (año del pronunciamiento de Lutero), se había retrasado porque Francisco I quería empezar con una carta fuerte: la cátedra de Erasmo, que finalmente no aceptó. (Marcel Bataillon, Le Collège de France.)
Erasmo, un siglo antes que Descartes, prefirió ser autor que profesor. Dedicó gran parte de su vida a trabajos editoriales. En su opinión, un empresario como Aldo Manuzio estaba haciendo algo más importante que las reales academias: Aunque la Biblioteca de Alejandría fue una maravilla, sus lectores eran príncipes y sabios dentro del palacio. En cambio, “Aldo está construyendo una biblioteca abierta a todo el mundo” (Festina lente). Manuzio había lanzado comercialmente ediciones precursoras de los Penguin Classics: buenas, bonitas y baratas. Erasmo lo celebra en una carta del 28 de octubre de 1507: Muchas veces he deseado que tus ediciones griegas y latinas te diesen tantas ganancias como el lustre que tu imprenta les da. Pero, al menos, puedes estar seguro de que, mientras haya lectores, tu nombre quedará.
Lutero, que había sido monje agustino, profesor universitario y amigo de Erasmo, puso en evidencia el potencial revolucionario de la institución editorial, cuando su texto contra el mercado de las indulgencias, famosamente clavado en la puerta de la catedral de Wittenberg (1517), tuvo una difusión más eficaz: circuló profusamente como panfleto impreso. Además, consagró literariamente la lengua cotidiana traduciendo la Biblia al alemán, que resultó un bestseller. Se casó, como los teólogos árabes. Y, lo más revolucionario de todo: abogó por la lectura libre, hizo de cada lector un intérprete no sujeto a la interpretación doctoral.
Los letrados independientes crearon una especie de sociedad civil del saber, un nuevo espacio de la vida pública por medio de la imprenta, que fue creciendo del Renacimiento a la Reforma a la Revolución: el lector que no lee para hacer carrera, sino por gusto, el autor sin cátedra, el saber fuera de la universidad, la contemplación fuera del monasterio, la religiosidad laica, la tertulia intelectual. –
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.