De provocadores y activistas barrabravas

 Si la izquierda va a enfrentar el problema de los provocadores infiltrados tiene que asumir el libre albedrío de sus propios activistas y responsabilizarlos plenamente por sus actos.
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Durante la huelga de la UNAM solíamos decir que la ultra estaba formada por tres sub-grupos: la ultra ideológica, la ultra policía y la Porra ultra. Como su nombre lo indica, la ultra ideológica tiene en su haber muchas lecturas, temporadas en las escuelas de cuadros, y una firme y obvia etiqueta sectaria. Comúnmente se tildaba de “ultras” a muchos activistas radicales, pero nuestro criterio para pintar la línea era que los radicales, cuyos objetivos pueden ser tan revolucionarios como se quiera, tienen un análisis dinámico del entorno que les permite discernir los alcances y limitaciones de una determinada movilización social. En cambio, la ultra ideológica carece de análisis, tiene un esquema burdo que intenta forzar la realidad y considera que toda movilización debe ser una guerra total antisistema que solo puede resultar en la victoria absoluta o en la represión. En eso radica su dogmatismo.

La ultra policía -los tan llevados y traídos “provocadores”- son, ante todo, un constructo teórico. Su existencia, que es imposible encarnar con certeza absoluta, se deduce a partir de un recuento de las consecuencias negativas de una determinada acción para el movimiento afectado, mediante el cruce con esta premisa: “ningún activista sería tan tonto (piénsese en una palabra más fuerte) como para hacer eso”. Tomemos, por ejemplo, los disturbios del pasado 1º de diciembre en la ciudad de México que dejaron varios manifestantes y policías heridos de gravedad e inicialmente a 69 personas consignadas, mancharon la imagen del movimiento #YoSoy132, y enemistaron los gobiernos saliente y entrante del D.F. con la izquierda social, mientras que el supuesto blanco de la protesta, la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, procedía sin mayores contratiempos. Combínese este panorama desolador con una variación de la premisa señalada: ningún activista sería tan tonto como para pensar que era posible entrar hasta el recinto legislativo e impedir el cambio de poderes, y propiciar una confrontación salvaje en la que manifestantes pacíficos se llevaran la peor parte y el centro de la ciudad fuera víctima del vandalismo. Luego entonces, todo fue obra de los provocadores. (No se debe confundir a los provocadores con los grupos de choque, como los Halcones del 71, los golpeadores del charrismo sindical o los clásicos porros. Los grupos de choque atacan directamente a los manifestantes haciendo el trabajo sucio de la policía).

Aquí entramos en la parte espinosa del asunto. Siempre se puede señalar la presencia de los provocadores, lo que nunca se puede hacer es identificar a los provocadores. Incluso en estos tiempos en que prácticamente cada persona porta dispositivos capaces de reproducir la realidad al infinito, nadie puede decir con certeza quiénes exactamente eran los provocadores en una situación determinada.  Escarbemos un poco más en este punto. Recordemos que hay varias imágenes que muestran a personas con facha de “anarquistas” portando palos y cadenas y caminando entre los granaderos detrás de las barricadas en San Lázaro el pasado 1 de diciembre. La presencia de provocadores quedaría entonces probada. Lo que no ha aparecido hasta el momento es un video que muestre a un grupo tan nítidamente ubicado enfrentándose en exclusiva con la policía y/o destrozando la ciudad de modo que se pueda decir sin asomo de duda: “las personas A, B y C son los provocadores de quienes los manifestantes pacíficos nos deslindamos y contra quienes exigimos que se aplique la ley.”

La cuestión, me parece, es que todos aquellos manifestantes y activistas de izquierda que han denunciado la provocación saben perfectamente que la gran mayoría de los vándalos no son infiltrados, sino una expresión de lo que durante la huelga de la UNAM llamábamos la Porra Ultra. La porra es la infantería de la ultra; las masas que mayoritean asambleas, a las que acuden a exigir la aprobación del eterno Plan de Acción con Medidas Contundentes; el coro que ahoga con consignas los llamados a la sensatez; las bandas que intimidan a los disidentes y, en nuestros días de activismo cibernético, los ejércitos de trolls que apabullan a quienes osan cuestionar la línea de la corriente o del líder.

Por otro lado, la Porra Ultra es puro corazón y sigue al pie de la letra el mandamiento guevarista de indignarse ante todas las injusticias. Sus miembros pueden ser verdaderamente abnegados y solidarios con las causas sociales. Esta es una de las razones por las que es muy difícil para un activista de izquierda deslindarse de la Porra Ultra, descobijarla políticamente y servirla en charola de plata a la represión. La otra gran razón es que la Porra Ultra es muy útil; otorga mayorías asamblearias y apuntala tácticas con el peso de sus números. Una vez que alguien se constituye como ideólogo de la Porra Ultra puede contar con una fidelidad propia de una hinchada futbolera. Recordemos cómo el finado Luis Javier Garrido descubrió que al repetir la visión plana y desproporcionada de la ultra del CGH, incluidas las calumnias e insultos contra todo lo que oliera a PRD, se podía asegurar una audiencia y una influencia sin precedentes. En nuestros días, es fácil ganar miles de retweets y likes si uno le apunta con cuidado al corazón de la porra contemporánea.

Encendida por sus pasiones y su indignación, frustrada por la aparente inacción del grueso de los activistas y la sociedad en general, la Porra Ultra organiza sus propias acciones contundentes y se une a otras orquestadas precisamente con el fin de atraerla a la confrontación. No es que la Porra Ultra sea fácilmente manipulable a través del discurso directo, pero sus reacciones son muy predecibles y, por ello, alguien que tenga un adecuado conocimiento de sus patrones de comportamiento puede inducir una acción deseada a través del estímulo correcto. Por ejemplo, si se quisiera provocar un cierre de Insurgentes Sur y poner al GDF en la disyuntiva de reprimir o aparecer como alcahuete, una buena táctica sería detener a algún activista conocido y consignarlo por una nimiedad. Es muy alta la probabilidad de que la Porra Ultra salga del campus de CU a cerrar la avenida en protesta.

Cuando las cosas se salen de su cauce la narrativa izquierdista estándar consiste en culpar a los provocadores en general por la violencia del lado de los manifestantes y defender a todos los activistas individuales sorprendidos en la refriega. Las alusiones a los “provocadores” constituyen una especie de significante funcional, por llamarlo de algún modo; no designan a personas identificables, sino que se refieren a la función de culpabilidad que va implícita en el juicio sobre la imposibilidad teórica de los manifestantes de actuar torpemente contra sí mismos. En este discurso, los provocadores existen porque deben existir, lo cual no quiere decir que no operen en la realidad, solo significa que se les señala no con ánimo de deslindar responsabilidades, sino de exculpar a los demás.

Sin embargo, es frecuente que la función de los provocadores sea insuficiente para encapsular toda la culpa. Para ello, se relativiza la violencia que pueda desbordarse desde el contenedor de los provocadores contextualizándola dentro del clima de exclusión social y frustración que enfrentan millones de jóvenes en el país. El editorial de La Jornada del 2 de diciembre pasado es paradigmático en este sentido: por las consecuencias negativas de la violencia se infiere que esta fue inducida, pero la parte de la violencia que no se explica de este modo tiene “como telón de fondo un encono social que ha sido privado de cualquier cauce legal de expresión”.  Esta actitud tiene un paralelo en el extremo opuesto, en las aseveraciones de Carlos Loret de Mola, quien responsabilizó a Andrés Manuel López Obrador por haber creado el clima de crispación que alimentó la explosión de violencia. Ambos casos exculpan parcialmente a los manifestantes ubicando una motivación externa. “Son producto del encono social y su falta de expresión”, dice La Jornada. “Los alienta AMLO con sus discursos incendiarios”, respondería Loret. Ambas posturas ignoran el obvio contrafáctico de que la inmensa mayoría de los jóvenes de los estratos marginados de la población, así como la casi totalidad de los simpatizantes de AMLO, no participan en actos de violencia.

Me parece que si la izquierda va a enfrentar de una vez por todas el problema de los provocadores infiltrados tiene que asumir el libre albedrío de la Porra Ultra y responsabilizarla plenamente por sus actos. Independientemente de sus afinidades políticas y su extracción socioeconómica, quienes inician una agresión contra las fuerzas de seguridad se ponen al margen de la ley, y atraen un enorme riesgo sobre sí mismos, sobre manifestantes pacíficos y sobre ciudadanos desvinculados con la movilización. Si ellos están convencidos de que las transformaciones que requiere el país implican una confrontación abierta con la fuerza pública, simplemente no tienen lugar en el movimiento civil y pacífico tras el cual se escudan. Hay innumerables tácticas para detectar y anular la acción de los agentes provocadores y para reducir el riesgo de que personas inocentes terminen siendo víctimas de la brutalidad policiaca y abuso de autoridad, como acaba de ocurrir. Para ponerlas en práctica se requiere dejar de ver a los provocadores como una solución explicativa a posteriori, cuando las movilizaciones se salen de control y empezar a enfocarse en la muy concreta y prevenible posibilidad de que se infiltren en cada acción de protesta que se planee llevar a cabo. Hay que dejar de verlos como postulado teórico para desenmascararlos en la realidad.

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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