¿De qué se ríe Aznar?

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Tres semanas después de la invasión de Iraq, las estatuas de Saddam Hussein cayeron en el polvoso atardecer de Bagdad. Un centenar de curiosos se acercó a las efigies desmembradas y las ultrajó arrojándoles zapatos.
     Horas antes, un tanque norteamericano disparó contra el Hotel Palestina, que servía de centro de información, y mató a tres periodistas. Este nuevo “daño colateral” en una contienda donde se bombardearon mercados y hospitales, pudo ser un acto deliberado. Poco después, las tropas de la alianza llegaron al hotel con mapas de cada una de las habitaciones. Sabían que no se trataba de un objetivo militar, pero alguien quiso dejar ahí su sangrienta tarjeta de visita.
     En proporción al número de participantes, en Iraq cayeron más reporteros que soldados. Esto se debió en parte a que fue el conflicto mejor documentado de la historia, pero sobre todo a que las cámaras y las grabadoras representaron para Estados Unidos un arsenal más adverso que las inencontrables armas de destrucción masiva. El ataque ocurrió contra la opinión pública (salvo la estadounidense) y los incómodos testigos fueron tratados con muestras del “fuego amigo”.
     Las democracias contemporáneas han sustituido a los oráculos por encuestas. Habermas se ha ocupado de la legalidad de la opinión pública y Chomsky de sus formas de control y distorsión. Gobernar es una vasta misión publicitaria. Bush convenció a los suyos de lanzar una cruzada contra el “eje del mal”; más misteriosa fue la postura de Blair y Aznar, que soplaron la fanfarria de ataque sin el respaldo de sus pueblos. El taimado Berlusconi apoyó a Bush en las intrigas junto a una chimenea pero, al modo de un paje de Goldoni, desapareció en cuanto el amo sacó la espada. El reparto de guerreros menores se redujo al atribulado Blair y al sonriente Aznar. El líder inglés envejeció día a día en su ardua tarea de convencer al Parlamento de la necesidad de la carnicería mientras el líder español estrenaba corbatas rosas, encendía puros festivos y comentaba que sólo le preocupaba la mejoría del Barça en la liga.
     El 91% de los españoles repudió la guerra imperial sin que Aznar dejara de estar contento. ¿Cómo explicar el desajuste? Es cierto que el hombre fuerte del PP ya gobernó dos mandatos, alcanzó la mayoría absoluta, casó a su hija en el Escorial, con Julio Iglesias de invitado, y perfeccionó sus tics de mandatario al grado de ser más arquetípico que su peluche en la televisión. Sin embargo, no tiene planes de jubilación; hace un juego difícil de captar pero que revela el nuevo diseño de la derecha. El presidente sonríe, satisfecho de la pésima idea que tiene de los españoles. La ministra de Asuntos Exteriores Ana Palacio transparentó el ideario de su jefe al decir que las manifestaciones contra la guerra habían ocurrido “en el espacio ético” (ese país extranjero y acaso interplanetario) mientras el ciudadano español comprobaba que la gasolina descendía unos céntimos. El desafío no es ganar la guerra sino la posguerra. El PP parece aspirar a que la gran tensión del siglo XXI entre lo local y lo global se dirima con gasolina barata. Aznar tiene un año largo para presentar beneficios de nuevo rico. Por lo pronto, los brotes vandálicos en las manifestaciones, el robo de un jamón en El Corte Inglés y el condenable ataque a las sedes del PP han hecho que hable en plan de víctima, como si encarnara al pianista de Polanski. Lo grave de este embrollo es que tiene su lógica. Ajeno a Habermas y Chomsky, el presidente puede encontrar modos de conectar con los votantes que tan bien conoce. Un golpe de ironía de Valentí Puig resume la cuestión: “La mayoría de los españoles son conservadores, pero no lo saben.”
     Aznar gobierna un país donde la ultraderecha no forma un grupo electoral independiente. La franja de votos xenófobos va a dar al PP, y quizá al acercarse las elecciones algunos votantes decisivos dejen de pensar en los extranjeros como los muertos en Iraq para sustituirlos por los inmigrantes, esa marea de presunto impacto criminal. El clima generado por la desordenada Ley de Extranjería ofrece un recurso estratégico para quien busca, como el juez de El cántaro roto, de Heinrich von Kleist, ser llamado a resolver el enredo que ha causado.
     El pulso entre los fines del presidente y la opinión pública puede tener variados desenlaces. ¿Es posible que las movilizaciones canalicen en forma duradera las energías despertadas por la indignación ante los bombardeos? Las cacerolas que se escuchan en Barcelona a las diez de la noche anuncian ese deseable porvenir.
     En Reanudación, su regreso a la novela después de veinte años, Alain Robbe-Grillet describe el Berlín de comienzos de la guerra fría y se detiene en el extraño significado de los monumentos destruidos. Entre los escombros y la luz lunar, queda el zócalo donde se alzaba “una alegoría de bronce hoy desaparecida, que simbolizaba el poderío y la gloria de los príncipes evocando un terrible episodio legendario, o representaba cualquier otra cosa, pues no hay nada tan enigmático como una alegoría”. Las estatuas de Saddam han caído. ¿Qué mensaje ocupará esos pedestales? Aunque el realismo alegórico está en desuso, la guerra contra la opinión pública se presta para una confusa estatuaria. Dragones, nubes turbulentas, quimeras, amenazas imprecisas, emblemas de la mente en ruinas que comandó los ejércitos y la sonrisa oblicua de quien le sirvió de apoyo. ~

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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