Del monólogo interior

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Hoja de escribir

Escribir como propone, se propone Juan Ramón Jiménez, como quiere JRJ (siglas en palíndromo) en esos dos poemas en prosa de un solo verso, Espacio y el no terminado Tiempo, en los que la escritura fluye a su antojo, mezclando todo, trenzando y destrenzando todo, lo cotidiano y la flor y el alba totales, la anécdota y hasta el chisme, el canto del ave y los cláxons de la ciudad, y disquisiciones triviales y lampos y relámpagos de una sublimidad a veces cursi, a veces iluminante, y párrafos de día de cada día, prosaicos/ escribir sin guardarse las espaldas/ y ese monólogo interior de JRJ (y copio: “para mí el monólogo interior es sucesivo, sí, pero lúcido y coherente. Lo único que falta es argumento. Es lo que sería un poema de poemas sin enlace lójico. Mi monólogo es la ocurrencia permanente desechada por falta de tiempo y lugar durante el día… es una verdadera fuga, una rapsodia constante…”) /y/ /y/y escribir dejando que la escritura vaya por la libre, que el que escribe (y que acaso todavía, acaso ya no merezca llamarse Escritor, y qué importa) salte de fracaso en fracaso, sea un fracasado interiormente, gozosamente triunfal.

Hoja de las manos

En la noche vivimos lentos, silenciosos, serenos, el mundo es bien considerado con nosotros, nos apadrina, o mejor: nos amadrina, nos da otro tiempo, otra respiración, nos da libertad para pensar cualquier cosa o nada, nos mete en su oscuro coño sin horizonte limitado/ escribes no un diario, no un dietario, sino un nochario, tampoco un nocturnario, no se trata de nocturnos, sino de noches/ la mano está más pensativa en la noche, más auditiva, más gustosa de escribir tan sólo los latidos que le llegan de la víscera tonta y noble, el reloj de sangre, de latidos-tictacs/ tantos ojos para criticar el mundo y tan pocas manos para sentirlo, acariciarlo cachondearlo, sostenerlo con su peso de gorrión o de montaña/ decía Octavio Paz aquella noche en casa de Buñuel donde cenábamos él y Octavio y Jeanne y Marie Jo y María y yo: Tengo ojos andaluces, decía, pero mis manos son mexicanas, son manos de indígena, y se miraba las manos como si no fueran suyas, fueran acaso de un abuelo de otro siglo, y la perrita y el gato que merodeaban la mesa se restregaban por turno contra las piernas de todos nosotros, uno por uno, compitiendo en busca de caricias/ y las manos de Octavio no se veían aptas para la caricia, se veían increíblemente torpes en un hombre de escritura, como esa mano escritora de Octavio que José Moreno Villa dibujó, tal como se ve en una de las Cornucopias mexicanas: mano escribiendo con un gesto contraído, forzado, de niño que debe hacer la tarea de escritura, y en realidad, a partir de ese dibujo, era como si la escritura de Octavio se escribiese con los ojos en el espacio abierto del mundo y su escritura manual fuese mero trabajo de transcripción, sí: tarea, y su escritura poética fuese su mirar, los ojos no leyendo el mundo sino escribiéndolo, poniéndolo en letras fosforescentes, con la mano niña, campesina.

Hoja de los ojos

Los ojos en el dormir, en la noche total de párpados adentro, se abren a innumerables bifurcaciones inesperadas por las que el pensamiento se adentra destrenzándose, gozosamente perdedizo, como cuando estamos en la mesa del quirófano para ser operados y nos aplican la máscara del cloroformo pidiéndonos que contemos a la inversa, de diez a cero:

diez…

nueve…

ocho…

siete…

seis…

cinco…

y antes de llegar al cero, que tal vez sería lo deseable, que acaso sería el reposo y la ataraxia, ya nos hemos dormido, ya hemos perdido la conciencia, ya estamos en un no-tiempo sereno, no somos ya el personaje que poníamos en pie, no somos un flaco barrigoncito miope y medio calvo y cano que se llama así o asado y que paga mensualmente su cuota al régimen tributario del Fisco, no hay pensamiento ni recuerdo (pero tampoco olvido: ¿olvidar qué?), no hay voces ni imágenes, no tenemos nombre ni edad ni visión del mundo (ettant pire pour les philosophes, voyons!), así que de cualquier modo, sí, hemos llegado al cero, y los ojos siguen su exploración sin fin de esa oscuridad madre, animal, vegetal, mineral, abstracta, esa oscuridad sin orillas, infinita, que sin embargo cabe en el pequeño cuenco de nuestro cerebro, el cráneo, ese cuartito de azotea, ese cuartito de paredes óseas, esa prisión de donde se diría que una benefactora noche total, nopensadora, una noche cabalmente feliz, ha desterrado al monstruito blando y grasoso, qué asco, del cerebro que palpitaba como, qué horror, un gris y vivo sapo desollado e inexorablemente pensante.

Hoja sin tema

Escribir como se respira, como se nada, como se camina, como se descopula, como se come y se descome, se bebe y se desbebe, como se va paseando por el mundo o al menos por la parte del mundo que a uno le tocó, ya sea méxico o santander o madrid o la cochinchina (que rima con de la colina), pero escribir, de palabra en palabra, de minuto en minuto, poniendo en escritura todo lo que a uno se le ocurre, todo lo que a uno le ocurre, y lo de dentro de uno (hasta lo de las tripas) y lo de fuera (hasta el Mundo, el aire y el cielo y las nubes y el mar y la tierra, y el Polo Norte y el Polo Sur) (y como decía Boris Vian: ¿por qué no el Polo Este y el Polo Oeste?)/ agotar la página en blanco poniendo en ella lo más de uno y del mundo (olímpica ilusión de escritor pero es lo único que vale la pena, y entre la pena y la nada escojo la pena, que diría Faulkner, pero entre la pena y la nada yo escojo el placer de la escritura digo yo), y ¿por qué Faulkner de repente?, por aquella novela hecha como sándwich de dos novelas entreveradas: Las Palmeras Salvajes, es decir entreverando la desgarradora historia de amor propiamente llamada Las palmeras salvajes, y la historia del prisionero sacado de prisión por el río, que es El Viejo (el Old Man River) y acuérdate de tu descubrimiento de Faulkner en los años cincuenta, vivías en casa de tus padres, en Isabel la Católica quién sabe qué número, el edificio Zornozaga, habías comenzado a corregir para una editorial Cumbre o algo así que editaba (pésimamente) bestsellers, corregiste Una fábula, quizá una de las novelas menos buenas de Faulkner aunque sí muy ambiciosa, nada menos que el mito de Cristo insertado, estropeado en la Primera Guerra Mundial, y te fascinó la prosa larga y densa y a veces intensa de Faulkner, fue el giro desde los cuentos entre Saroyan y Charles-Louis Philippe de tus ingenuos Cuentos para vencer a la muerte, horrible título, a los que compondrían los libros Ven caballo gris (1959) y La lucha con la pantera (1962), que te publicó la Universidad Veracruzana en la colección ficción/ ¿recuerdas tu primera ida a Jalapa? o no sabes si hay que decir Xalapa, así, con la X en la frente como quería Alfonso Reyes, / recuerdas que fue para dar una conferencia en el Paraninfo de la Universidad, llegaste a Xalapa o Jalapa en autobús, llegaste al amanecer gris y húmedo y frío y entrando en esa tan ondulada ciudad viste (te ha ocurrido una sola vez en la vida) que unos hombres estaban pegando en los muros de las casas unos grandes papeles (¿rosados?) en que se anunciaba tu conferencia en el famoso paraninfo, qué increíble, qué ilusionista palabra, que te sugirió paranínfulas, y en el público de la conferencia había en efecto unas nínfulas como la muchacha morena, trompudita, esbelta, de entrecejo unido y muy negro y ojos grises, de apellido italiano, cómo se llamaba, cómo se apellidaba, que en cuanto cambiaste unas palabras con ella empezaste a enamorarte, y luego muchos años después, ¿acaso hace ahora unos diez años?, volviste a verla en un acto, ay, cultural, no recuerdas si en la eterna Sala Ponce del Palacio de (las) Bellas Artes, ya casada, muy atractiva aún y erotizante “como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo”, el título del primer libro de Saroyan que leíste, en español, a comienzos de los años cincuenta, cuando hacías fichas para el librero Manuel Bonilla, qué revelación fue en aquel momento Saroyan, sus cuentos de respiración libre, narrativos, líricos, efusivos, algunos como poemas en prosa, otros como estampas de niñez, como vistas de ciudad, “como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo”/ Saroyan, un escritor fácil, ciertamente, un autor que caía en lo naïf y en el merengue sentimental pero que te servía para soltar tu escritura, para darle mayor respiración antes del descubrimiento de Faulkner, que te prendió por más tiempo, y cómo olvidar ese gran cuento de Saroyan, El temerario joven del trapecio, no un cuento, más bien un poema en prosa, llegaste hasta a imitar concientemente a Saroyan, casi a plagiarlo, como un poco te sucedió con Charles-Louis Philippe, aunque con éste menos, y eso dio los hoy para ti renunciables Cuentos para…, no seguiré hilando el abominable título…/ lo publicó en 1955 Arreola con un dibujo que Gironella te hizo para la portada, un pajarito sobre una máquina de escribir estilo remington o smith corona, libro del que te estabas arrepintiendo a poco de publicado y que empezaste a recoger de los amigos y de la librería Zaplana, el único lugar quizá donde se vendía (pero no se vendía), ¿cuánto valen esos cuentos ahora?, nada, son ingenuos, torpes, cursis, no hay más que ver el prologuito que les pusiste en que predicabas tu amor a la Humanidad, mierda/ eran tiempos en que ibas al cineclub del ifal donde conociste a Salvador Elizondo y a otros, le diste un ejemplar a Salvador que nunca te lo comentó, el libro debió parecerle ridículo como ya te lo parecía a ti, que comenzabas a faulknerizarte, que comenzabas a conradizarte, que ya comenzabas a proustituirte, o eso creías, porque en realidad faulknerizabas, conradizabas, proustizabas sobre asuntos poco aptos para esos estilos, y además, ahora lo sabes, escribir no es vivir, escribir es novivir y envejecer.

Hoja de los coños

En la noche, que es un gran coño oscuro, los coños dejan fluir su monólogo interior preso en su ojiva de encrespado vello negro o rubio y puede ser que hasta rojizo/ en lo más fuerte de la noche los coños, nichos ciegos, sueñan vegetaciones aún más húmedas que las que ellos guardan/ palpitan cuando la noche se hace más fuerte/ proliferan en musgos ardientes/ ahondan su irradiada espera, y acaso, pero quién podría saberlo, quieren urgidamente, como deseosos inconformes frutos de negrura, abrirse a la luz/ y qué oscuridad y qué frescor de la palabra coño, palabra como pozo, como hondo, como ogro, como otoño/ ceño fruncido de la tilde de la eñe en la palabra coño/ Otaola te contó, o en alguna página suya lo leíste, que Blasco Ibáñez, redactando en la noche casi automáticamente el episodio diario de su folletín (para el exigente propio periódico de cada día siguiente), escribió como incipit: “Doña Emerenciana (o un nombre así, qué importa, lo que importa es lo que sigue) se levantó aquella mañana con el ceño fruncido”, y la frase le salió con errata en la palabra ceño, es decir que, ay, a la tiesa, la altiva, la severa, la pobre doña Emerenciana (o un nombre así), por causa de algún accidente llamado errata, se le frunció el coño como en un atroz retorcimiento suelen fruncirse las bocas coléricas, y el accidente de tipografía (salvo que allí interviniese un linotipista mal pagado y por ende lógicamente rencoroso que, dispuesto a joderle el periódico a Blasco Ibáñez, haya puesto a propósito en la sílaba primera de ceño la otra y fatal O por lo redondo), el tal accidente o incidente de ese ceño monstruizado por la tipografía acaso es sólo cosa de risa y desde luego no tiene el fulgor poético y mucho más cruel de aquello de López Velarde, lo de las vírgenes provincianas de Jerez de la Frontera (me parece) que en las tardes “salís a los balcones a que beban la brisa los sexos cual sañudos escorpiones”, pero me pregunto por qué Ramón López de (despliega el otro apellido) la Noche en Vela que Arde, tan poeta él, habrá puesto palabra tan general, tan genéricamente indeterminada como sexos, y no coños, claro que coño no es palabra usual en México, y aun así qué imagen hermosamente violenta: los coños escorpiones, los coños alacranes, los coños dragoncitos ardiendo allí en la entrepierna de las señoritas provincianas, mordiendo, incendiando la carne intensa y desesperadamente señorita, incendiando, enfebreciendo enloqueciendo los castos cuerpos vírgenes, los coños sellados de origen, y los clítoris: esos pequeños badajos de campanitas sin campanilleo que hacen a las señoritas de la falda bajada hasta el huesito aullar hacia dentro en la ardiente, la terrible, la callada vigilia deseosa, ay pobrecitas, tan sufridas, tan demoniángeles. ~

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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