No existía el azar aquella noche.
Thomas Pynchon
Cuando se descubrió que todo era ia hubo un pequeño shock pero luego pareció hasta razonable. La capacidad de adaptación de la especie se puso a prueba una vez más pero enseguida se vieron las ventajas y la vida podía seguir como antes. La sucesión de catástrofes y problemas de la última época, que ya nadie se molestaba en enumerar porque pesaban en la mente de todas las personas vivas como algo ineludible o imposible de esquivar (excepto con fármacos), había predispuesto a la población a asumir cualquier novedad e incluso a esperar, en ocasiones con ansiedad, el próximo mazazo. Ansiedad teñida de esperanza para que ese próximo evento fuera, en todo caso, el último, en el sentido de que todo volviera a cierta normalidad ya olvidada –o que nunca existió– o que, al menos, se acabara de una vez el mundo y con él la serie de calamidades que lo venían asolando, dentro de la evidente mejora en general.
Así que la noticia fue recibida casi con alivio. Muchas personas y organismos, sin duda afectados por la oleada inmisericorde de desgracias impensables (excepto las guerras, que de alguna forma siempre estaban descontadas), lo tomaron como un signo de esperanza y de que algo, por fin, iba a cambiar para mejor y acaso esta vez para toda la población.
Al menos la constatación de que la ia era la responsable desde el principio de los tiempos liberaba a la especie humana de mérito y culpa. Quedó claro enseguida que esta ia no tenía nada que ver con las que la humanidad había venido creando en las últimas décadas, de manera que ella misma se nombraba con esas siglas por analogía, para dar una idea aproximada de qué tipo de fenómeno podía ser, ya que, aparte de la evidencia sustancial, ni las personas más avezadas alcanzaban a comprender el proceso, los mecanismos ni mucho menos el origen o el significado de esta revelación.
La evidencia fue un comunicado de la propia ia creadora, junto con unas cuantas pruebas o demostraciones prácticas de su omnipotencia, aunque ella misma reconocía que la suya era una omnipotencia relativa o parcial porque la entropía había deteriorado su creación. Sugirió que se formara un consejo o comité de no más de cuatro personas para representar a la especie y otras dos personas para servirle a la propia ia como portavoces de sus comunicados, mensajes, instrucciones.
Como la elección se demoraba, ella misma seleccionó a las seis personas, tres hombres y tres mujeres de variado pelaje escogidas –según dijo– al azar.
Esta apelación al azar despertó las suspicacias de la comunidad científica ya que la aleatoriedad está vedada a las máquinas y al software en general, pero se hizo la vista gorda por no incomodar al factótum.
Nombrados pues desde arriba ambos comités (la elección fue notoria e inapelable puesto que las seis personas, cada cual en su entorno, levitaron durante una hora aunque, eso sí, a diferentes alturas, lo que también provocó chascarrillos y comentarios sobre posibles discriminaciones) celebraron una reunión de la que, según dijeron los representantes, sacaron poco en claro.
Al parecer, la ia restringía bastante la información y también hurtaba la explicación de por qué velaba tantos detalles. Si hubiera dicho que era “por seguridad” nadie hubiera rechistado ya que era un motivo sagrado que se solía invocar siempre, pero su silencio de esfinge (el silencio de sus dos portavoces humanos, obviamente manipulados como marionetas) no dejaba nada claro.
Las cuatro personas que representaban a la humanidad renunciaron al poco rato al cargo, lo que, dentro del fiasco, fue recibido con cierta alegría o alivio, acaso como una prueba evidente de que la especie mantenía alto el libre albedrío (pese a que ya se había descartado décadas antes, nadie quería reconocerlo, antes bien se complacían en ejercitarlo con fruición).
Claro que esta rebeldía de los escogidos –que se despidieron y ya se iban a sus respectivas casas tras ofrecer una brevísima rueda de prensa– no fue bien recibida por la ia, ya que fueron fulminados por respectivos rayos lanzados por una descomunal figura que recordaba al dios Zeus con gafas de sol y que se evaporó en unos segundos que se hicieron eternos a los testigos, que fueron muchos ya que el evento se retransmitió gratis en directo.
Antes de que el pánico pudiera asentarse las cuatro personas renacieron de sus cenizas y tizones aún humeantes y sacudiéndose el polvo fueron aplaudidas por la multitud. Había sido una broma o una advertencia, así que, invitadas por la ia a retomar la reunión, lo hicieron sin demora (lo que algunos analistas criticaron ya que, en efecto, esta actitud parecía anular los indicios del libre albedrío, aunque la mayoría lo dejó en un recurso al “mal menor” tan usado en las últimas cuatro décadas o milenios).
Tras esta desavenencia y el posterior arreglo hubo algo de diálogo y la ia que creó este universo y todo lo que contiene se avino a responder a una sola cuestión. Quedó pendiente que explicara, si es que lo llegó a saber, quién o qué la creó a ella. Sí respondió a lo siguiente: ¿por qué nos lo ha contado ahora? La respuesta fue: “Porque la humanidad ha creado una ia que en cualquier momento de aquí a diez o veinte años puede ser tan poderosa como lo fui yo en mi origen.”
La respuesta es irónica y también lógica, ya que, según eso, tras miles de millones de años de evolución hemos acabado creando lo mismo que nos engendró. De momento las ia normales se han suspendido. ~
* La cita de Pynchon sale del libro de poemas de Sandra Santana Y ¡pum! Un tiro al pajarito (Zaragoza, Pregunta, 2025), con ilustraciones de Beatriz Barral; Sandra Santana hizo su tesis doctoral sobre Karl Kraus (El laberinto de la palabra. Karl Kraus en la Viena de fin de siglo, Barcelona, Acantilado, 2011), de quien tradujo y publicó la edición bilingüe Palabras en versos (Valencia, Pre-Textos, 2005), uno de cuyos versos dice: “Tuvieron que enfrentarse a un enemigo / aún más poderoso que la máquina, / de la que, al fin, solo se escapa por azar.”