Desayunar es algo muy parecido a un acto de fe. Lo comprobé alguna mañana cuando, como por inercia, corrí a la cocina por un huevo, harina, mantequilla y leche. Veinte minutos después volví a creer en el mundo y mi plato de hot-cakes con mucho maple estaba vacío. La verdad es que no era la primera vez; me había sucedido ya con un pan remojado en chocolate de agua o cuando me enteré que una tabla de quesos y carnes frías podían convertir el inicio de cualquier día en inolvidable. Siempre he sido fan de los desayunos en forma, en casa. Eso de poner los mantelitos, hacer jugo, café y comprar pan creo que es, para mí, uno de los mayores lujos posibles en la vida.
Estuve en Escocia hace unas semanas, hospedada en un castillo, de esos que aparecen en las postales. Recuerdo poco de la noche de mi llegada: cena al lado de la chimenea y la gran felicidad de meterme en una de esas camas medievales, de princesas, que debería haber (y hay) en esos castillos. Mi primera impresión real de Escocia, del castillo y de la idea de estar en medio de la nada, sin embargo, fue la que me dejo la mesa puesta para el desayuno. Un comedor medieval inmenso, lleno de luz, tacitas, cucharitas y una barra donde descubrí el desayuno escocés. La combinación a primera vista parecía un tanto imposible para mi mentalidad mexicana: huevos, salchichas, morcilla y alubias (baked beans) guisadas. Un desayuno típico para los escoceses (y buena parte del Reino Unido), que comienza con leche, cereales y frutas como fresas. Parecía difícil enterrarle el cuchillo a la morcilla a esas horas de la mañana. En México, la moronga, relleno o zoricua, se come en tacos, guisada y con una buena salsa. O, como parte de una parrillada argentina, al lado de cortes de carne, acompañada de chimichurri. Aún con todo ese bagaje gustativo a la mexicana, la morcilla me resultó la gran sorpresa del desayuno escocés; es exquisita cuando se combina con el toque dulzón de las alubias, el huevo y el pan. Jugo de naranja y té inglés, para maridar.
Es sorprendente cómo desayunar algo nuevo en un lugar que no reconoces puede paradójicamente traer tantos recuerdos. Uno busca siempre sentirse en casa y la comida tiene ese don. Cuando pruebas la morcilla, no recuerdas que es un alimento milenario, citado en la Odisea, por ejemplo, cuando Ulises gana una batalla y su premio consta de una cabra rellena de morcilla, pan y una copa de oro con vino. Uno piensa en que ese sabor es conocido, ya está en el imaginario gustativo personal. Existe, rememora y nos hace sentir, de alguna forma extraña pero cierta, en casa.
No pasa con todas las comidas del mundo. Es difícil sentirse identificado con un desayuno cubano, escueto, poco memorable, más que por el café, que es punto y aparte. Me imagino que tampoco lo es cuando hay que desayunar el halim, un platillo iraní tradicional de invierno que es una mezcla de trigo, mantequilla, canela, azúcar y ¡cordero! La misma sensación tendrá un iraní cuando descubra que en la capital de México abundan las tortas de tamal para empezar el día con energía y una buena dosis de sabor y calorías.
Y justo de eso dicen se trata el desayuno, de atiborrarse de energía para aguantar el día. Aquí, en Vietnam, en Noruega, en el mundo. Suena lógico que todo el mundo afirme (doctores, nutriólogos, tías, mamás y cocineros) que el desayuno es la comida más importante del día. Seguramente, por razones que imagino nutricionales o estéticas el refrán: “desayuna como rey, come como príncipe y cena como mendigo”, acierta. El desayuno revive, no importa si es abundante o moderado, lo importante es el ritual. Nunca será lo mismo desayunar mientras estás dentro de un automóvil parado en el periférico de la ciudad de México, a desayunar en la cama o en un pequeño y lindo restaurante de cualquier ciudad.
Un desayuno puede marcar diferencias importantes en el estilo de vida, diferencias culturales, sobre todo, pero también crea y remueve sentimientos. En gran medida se identifica con la familia, con la memoria infantil de ver a mamá picando fruta y acomodando el pan sobre la mesa las mañanas de domingo; con la idea de salir a la casa de los abuelos o a cualquier lugar a reunirse con la familia. Pero también es el pretexto perfecto para las citas sin afecto de por medio. De los políticos con otros políticos, empresarios, profesores; o, al estilo “Sex and the City”, es decir: para el chisme entre amigas. Seguramente, las dos versiones son lights. Nada que ver con los gringos que aman presumir las cantidades que comen. Basta asomarse por un restaurante como el Denny’s, donde nada más con ver el plato llega la sensación de saciedad.
Muy poca gente que no sea mexicana entenderá los suculentos, especiados y energéticos desayunos que se consumen por acá: chilaquiles con huevo y frijoles refritos, atoles, quesadillas, churros o bien, ¿qué les parece una birria, una pancita o una barbacoa? Muy pocos mexicanos entenderemos los desayunos coreanos, por ejemplo, porque la idea de empezar el día con una sopa hirviendo está simplemente fuera de nuestra realidad. Como quizá también lo está comer morcilla por la mañana o un trozo de salmón, otra de las delicatesen mañaneras en Escocia. Fresquísimo, en rebanadas, sobre panes de granos y acompañado de quesos.
Un desayuno, repito, es un acto de fe.