Después de la huelga

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En un capítulo de la serie sobre la vida cotidiana en la Casa Blanca, The West Wing, el equipo del presidente demócrata prepara las elecciones legislativas: escoge candidatos, recauda dinero para los que tienen posibilidades de ganar y deja tirados a los que no, pone al límite las leyes que impiden que el ejecutivo utilice su poder para influir en la campaña, altera la agenda política y tensa el debate ideológico de un modo que cree que beneficiará a los candidatos de su partido. Al final del día de las elecciones, exhaustos y tras conocer los resultados, los miembros del equipo comparten unas cervezas sin demasiadas ganas. Se han granjeado de nuevos enemigos, se sienten mal por haber hecho malabarismos con la Constitución y el país ha gastado 400 millones de dólares en anuncios, apariciones de los candidatos y probablemente cosas peores. Pero los resultados mantienen exactamente el mismo equilibrio de poder que existía antes de las elecciones. Exactamente el mismo después de tantos esfuerzos y tanto dinero. Brindan: así es la democracia americana y esta es su grandeza, se dicen. Probablemente también su miseria.

Algo semejante pasó ayer con la huelga general en España. Se montó un gran alboroto, se perdió mucho dinero, viejos amigos se enfrentaron y se hicieron raros compañeros de cama, se violentó la ley, se radicalizó el discurso público… y hoy estamos exactamente igual que anteayer. Bastante mal.

La huelga no fue exactamente un éxito, aunque tampoco un gran fracaso. Fue seguida por una inmensa mayoría de trabajadores industriales, los transportes funcionaron muy mal, fue difícil encontrar prensa en papel y algunos grandes comercios de los centros urbanos tuvieron que cerrar por la presión, entre no muy educada y abiertamente vandálica, de los piquetes. Pero las tiendas y los restaurantes de los barrios abrieron masivamente, parece ser que en los despachos se trabajó casi como cualquier otro día y el seguimiento entre los funcionarios fue escaso. Naturalmente, todo el mundo ha interpretado esto como sabíamos que lo haría: para los sindicatos y los medios más afines a ellos, se trata de un momento histórico; para la prensa de derechas, ha sido un fracaso monumental que evidencia el anacronismo de los sindicatos; para los equidistantes, un incómodo suceso que no debe obligar al gobierno a rectificar pero tampoco llevarle a romper el diálogo con los sindicatos. En los partidos, básicamente balbuceos: el PP no quiere ofender a trabajadores de izquierdas que, con un poco de suerte, dejarán de votar por desengaño; el PSOE no desea romper su gran alianza con la izquierda más ortodoxa; los nacionalistas tratan de interpretarlo todo en términos nacionalistas e Izquierda Unida… Bueno, Izquierda Unida saca pecho y espera volver a ser un partido con una representación parlamentaria relevante.

¿Y cómo lo interpreto yo? De varias maneras: 1. La tecnología ha cambiado radicalmente la forma de comunicación y de trabajo, y para hacer una huelga propia del siglo XXI, y no del XX, habría que cortar internet en lugar de poner silicona en las cerraduras de las tiendas. Naturalmente, y por suerte, es imposible, y por eso esta huelga no ha sido una verdadera huelga: quien puede trabajar desde una Blackberry o colgar en Twitter las fotos que ha sacado de los altercados, no está en huelga. Y eso es lo que ha sucedido en este caso. 2. Los sindicatos siguen teniendo una inmensa fuerza en la gran industria porque saben muy bien cómo organizar a los trabajadores, cosa que no pueden hacer en el sector servicios, que es cada vez más importante en la economía española, así como en la pequeña empresa, que es la mayoritaria aquí. Por eso su representatividad está condenada a ser menor y van a tener menos incidencia en los sectores más pujantes de la economía. Los sindicatos pueden cerrar los polígonos industriales y mandar a los delegados al bloquear el centro de las ciudades, pero no pueden cerrar las ciudades. 3. La gente tiene miedo. Estuve en el mitin de la Puerta del Sol con el que se cerró la jornada de huelga y había allí tanto de autoafirmación, de ganas de demostrar que los trabajadores siguen teniendo algún poder, como de miedo y sensación de derrota. No ya en la retórica de los dirigentes sindicales, malos oradores que no saben distinguir entre los intereses de sus organizaciones y los del resto de los españoles, sino en la gente que me rodeaba, que parecía sentir de veras que la historia puede arrollarla y escupirla a un lado. Creo que no estaba de acuerdo con ninguno de los lemas que se corearon allí, pero eso no significa que esa gente no tenga razones muy fundadas para mirar al futuro con nerviosismo.

Hoy todo sigue igual que anteayer. El equilibrio político es el mismo. Pero hemos gastado una inmensa cantidad de esfuerzos para nada. Naturalmente, eso forma parte de la democracia –no así las intimidaciones, entre agresivas y violentas, de parte de los delegados sindicales–, y quizá debamos celebrar ante todo que en este país se puede hacer una huelga y al día siguiente ir a trabajar y seguir confiando en que los legisladores harán las leyes que más nos –y les– convienen. Así es, pero con todo, tanto teatro, tanta intimidación, tantas horas de trabajo perdidas en tiempos de crisis me parecen un derroche.

– Ramón González Férriz

(Imagen tomada de aquí)

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(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.


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