Ilustración: Alejandro Magallanes

Diario de ida y tal vez de vuelta

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Me gustaría morirme o encontrar trabajo. Este diario cuenta cómo conseguí las dos cosas.

A causa de este doble éxito ya no soy yo: soy un algoritmo de mí mismo.

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Fui a la unidad de suicidios asistidos, una experiencia piloto de la sanidad pública. Para prestar el servicio se exigía no tener deudas con la Administración, lo que provocaba largas colas y amargas decepciones. En la sala de espera, muy concurrida, entablé conversación con un comercial en paro que me ofreció un empleo. El comercial había ido a apuntarse al programa y al mismo tiempo intentaba ganarse una comisión contactando posibles candidatos para un puesto de trabajo. Suena raro, pero así lo consigné en este diario.

Buscamos a una persona que sea feliz y que quiera morir, dijo el comercial.

Me ha definido con precisión, dije sin vacilar.

Lo acompañé a las oficinas de la empresa y no lo volví a ver. Me sometieron a unas sesiones de test y a unas cuantas entrevistas. En definitiva, querían a alguien que hubiera disfrutado de una vida feliz, alguien que no estuviera amargado ni resentido y que quisiera morir. Las causas para desear el tránsito podían ser las previsibles: súbita enfermedad, desamor, problemas económicos, fallecimiento de seres queridos, lecturas poco apropiadas… Querían asegurarse de que la causa para desear la muerte no hubiera empañado una vida satisfactoria. Sabían que era un requisito difícil de cumplir. Les dije que sentía amargura, odio y asco, pero que si me tocara la lotería esos síntomas se disiparían en una milésima. Y les garanticé que tales sentimientos no contaminaban una vida de ensueño.

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Me aceptaron, firmamos. Ahora soy mis diarios. Me avergüenzo de ellos, abomino de haber sido así, de haberlos escrito así, pero son lo único que me queda.

El programa se ha cumplido. Se trataba de demostrar una hipótesis: acceder a morir con unos aditamentos –ingeniería genética, nanomateriales, lo habitual– y enviar información, si tal cosa era posible. Los emolumentos, como indica la palabra, eran cuantiosos, así que firmé sin leer las prolijas cláusulas y los detalles técnicos, que además exigían confidencialidad. Si no podía contarlo para qué leerlo.

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La experiencia salió bien, si es que algo puede salir bien.

Me advirtieron de que, en el mejor de los casos –este–, con el tránsito perdería la identidad y los recuerdos. Yendo bien, dijeron, podría conservar esas estampas que la sabiduría popular adjudica a la película acelerada de toda una vida, el minuto previo a la muerte en el que desfilan los momentos estelares; eso no ha ocurrido.

Para paliar la previsible soledad de no ser nadie en un ámbito ignoto me dejaron llevar conmigo una cierta cantidad de texto, que es el motivo por el que traje mis diarios. El texto, explicaron, podía incrustarse de manera trivial en el adn sin comprometer el experimento. Lo esencial era que, si llegaba al otro lado, conservara las instrucciones básicas para ejecutar mi misión: obtener información relevante y transmitirla a la empresa.

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Cuando me explicaban todo esto pensaba que era una broma, una especie de método Grönholm sofisticado con fines tal vez publicitarios. En mi situación me hubiera aferrado a cualquier delirio. Ahora todo esto me parece irrelevante. Ni siquiera pregunté –como era usual– si podía llevarme (traerme) vídeo. Esto les hizo recelar y a punto estuve de ser rechazado. Aceptaron la explicación de que era una de esas personas pegadas a un diario. De todas formas, para congraciarme con mis susceptibles patronos solicité incluir el preceptivo vídeo –pensaba en el gol de Nayim, cuya ejecución neta dura cinco segundos–. No me lo concedieron, y ahora no puedo verlo en mi memoria vacía, he de conformarme con un párrafo, con los números o el código de la parábola prodigiosa del balón.

Con los pocos textos digitalizados que tenía apenas he podido reconstruir una apariencia de vida, pero me voy apañando. La mayoría de los diarios se quedaron en libretas de bolsillo dentro de una caja de lona sellada con velcro. Otros anteriores ya habían ido al container en sucesivas mudanzas y desalojos. Entre los textos azarosos que traje conmigo estaba el email de Letras Libres. Sí, se pueden enviar correos electrónicos desde aquí (este es la prueba, espero que no se hayan descabalgado los acentos). Hay que mandarlos en imap; no en pop.

Al final, un método rudimentario como es el correo permite saltar entre diversos ámbitos, a eso se debe el éxito del experimento. También se podría establecer comunicación solo con el pensamiento –la carne–, pero exige concentrarse y, a la vez, admitir la existencia, la posibilidad, de otros estados, lo que es bastante difícil y, llevado al extremo, podría desprestigiar la vida en la que se está y, en último caso, anularla.

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Firmamos; comprobé que habían pagado mis deudas e ingresado el cheque; me dieron unas horas para que redactara (sin pasar de quince mil caracteres) un informe que me sirviera si conseguía culminar el viaje, una historia abreviada de mi vida “feliz”. A ellos solo les interesaba que una vez allí (aquí) no sintiera resquemor, ansia por volver o simple indiferencia. Una vez evadido, por decirlo así, podría haberme dedicado a holgazanear, pero les he ido enviando religiosamente los informes. Soy una especie de corresponsal en otra vida. Remito exclusivas póstumas.

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Pensaba, según anoté, que vería el Aleph, si es lícito mencionarlo, pero no tuve esa suerte. Pensaba que vería a Labordeta, subido en un carro de fuego; a su hermano Miguel, bramando cual búfalo quién fui yo, al buzo del Ebro. A Félix Romeo. A Javier Tomeo.

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Resumen: Cada cual decide cómo va a ser su vida después de la muerte. Si decide que no hay vida, no la hay. Tal como lo veo desde mi situación actual, eso sería lo más sensato: descansar por fin. A eso aspiraba cuando acepté participar en esta locura. Por el contrato que firmé, por el trabajo que acepté, debo seguir.

Esa noticia –que se puede diseñar la vida siguiente– evoca la pregunta ritual que se hace a los que van a ser ajusticiados; el último deseo antes de morir haría referencia al proyecto de esa otra vida. A qué si no.

La palabra “vida”, vista desde aquí, se asemeja a un punto en un panel de control. Quiero decir que al insistir en la creencia de que solo hay una, la sobrevaloramos: estando dentro de ese punto tan absorbente, tan entretenido, nos resulta difícil imaginar la amplitud del conjunto, el despilfarro de recursos del universo.

Diseñar la vida siguiente tiene sus limitaciones básicas. Así, no se puede recordar completa la vida anterior, pues equivaldría a repetirla de nuevo, pero sabiendo que es una recreación.

¿Se puede elegir a los seres queridos para que nos acompañen en esa vida próxima? Por supuesto, pero eso no significa que sean ellos mismos, los auténticos, pues ellos han podido disponer otra cosa (pero quizá en esta vida tampoco eran “auténticos”).

Aunque se recuerden poco, las vidas anteriores siempre se heredan. Las deudas se arrastran indefinidamente, aunque sea en diversos formatos. Lo mismo ocurre con las cosas, el dinero, los bienes, los pisos. Las pertenencias y las ausencias acompañan al alma, por llamar con un término tradicional a ese punto de control, grumo de datos, que es la identidad.

Lo más angustioso debe de ser el destino del que no decide nada y queda al albur. La humanidad siempre ha sospechado, y las religiones se han aprovechado de ello, que hay que prefigurar el paso siguiente para acceder a él. El no pensar o no creer en nada nos deja al azar de lo que dispongan para nosotros los demás, los átomos, lo que sea. Si alguien quiere tenernos consigo en el paso siguiente, estaremos de alguna forma, pero será una proyección particular, no nosotros mismos. No he podido saber nada más de ese limbo donde pulularían aquellos que no han querido o no han sabido concretar su destino en el ultramundo.

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Estos son algunos de los datos que he recogido en este estado. Tengo más, pero la empresa que me ha enviado solo me permite contar hasta aquí (y me anima a que lo haga, como divulgación o propaganda, no sé).

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Vida eólica sana: quise ser tú. Tu cuerpo romántico, inasequible al rigor del mundo, tu alma aseada, que portaba solo lo mejor de la especie. Solo a ratos supe imitarte. (Me apetecía incluir este fragmento de archivo, que quizá me definió).

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Lo que vendí es la posibilidad de morir. Tendré que aguantar en estos ámbitos hasta que decidan liberarme. O se olviden de mí. Vendí la libertad de suicidarme, aunque ahora esa palabra carece de sentido. También renuncié –porque entonces no sabía que se podía hacer– a adjudicarme en esta nueva vida la capacidad de desaparecer. Ahora me resulta imposible comprender los motivos que me llevaron a abandonar la anterior.

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La empresa me ofrece volver a la vida. El experimento, según sus expectativas, ha salido bien. Han recibido los datos, etc. Pero yo no sé qué era esa vida. Es algo que tendría que imaginar, reconstruir, inventar.

Tal como lo veo ahora, el estado en que vives, por decirlo de alguna manera, te impide hacerte una idea de otras posibilidades. La vida, sea cual sea, se apodera de todo. La vida atrapa. Estando en un ámbito es imposible llegar a concebir siquiera la existencia de otro. Esto me ocurre a mí desde mi posición actual: no imagino que haya nada más. Podría decir que me fío de mis escritos, mis presuntos diarios (que podrían ser falsos), pero esta vida que cuentan es algo remoto, inaccesible, virtual. Desde luego, si me fío de estos escritos, si doy crédito a que fui la entidad que describen, es porque conservo un hilo de memoria y una comunicación mínima con la empresa, un contrato. Lo poco que he podido traerme en este viaje, lo poco que me han permitido o que permite el método, es precisamente ese recuerdo de mis obligaciones, de la misión que acepté. En esta instancia he podido hablar con otras personas (mantendré esta denominación) y nadie siente nada por su vida anterior: un vago efluvio de memoria, indiferencia. Es como si en aquella vida les hubieran dicho que había algo después, o que hubo otra vida antes, o simultáneamente.

El tiempo aquí se desvanece, no es como lo cuento en mis diarios. El tiempo parece ser una cualidad o característica de aquella vida; en esta, por ejemplo, no hay nada similar. Así, si ahora yo pudiera decidir sobre mi vida siguiente (si hubiera previsto y elegido esa opción), “siguiente” no sería posterior.

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Cuando me ofrecen volver a vivir, ni siquiera sé qué significa eso. Mi estado actual es ya la plenitud, el universo, todo lo que existe. Esta sensación debe de ser similar a la que pude experimentar en esa vida a la que me ofrecen volver. Cada vida se define por ser autosuficiente, exclusiva. Mi única aspiración sería desaparecer definitivamente, pero no parece posible, o no sé cómo hacerlo, cómo negociar una definitiva.

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La limitación básica del ser es que para cambiar de vida debe aligerarse tanto que ya deja de serlo. Esto pasaba en mis diarios cuando alguien, yo mismo, se enamoraba. Por poner una comparación.

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Hay bacterias que viven cien mil años, pero han renunciado a una cierta consistencia, identidad. Lo único que permite esa continuidad es llevar un diario. El texto, de puro liviano, se cuela por todas partes. Hay que ir ligero de equipaje, etc.

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Podría volver a esa vida de antes, la vida que registré en mis diarios. Ahora lamento no haber sido más explícito; daba demasiadas cosas por sabidas. Apenas cuestionaba el mundo. Todo existía con tanta fuerza. Los demás, seres similares, deduzco que casi idénticos: su inmediatez, su roce, sus cuerpos. Leyendo estas notas parece que en esa vida todo eran cuerpos, piel, miradas y sueños infinitos. Deduzco que no estaba mal. Siempre había algo.

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La empresa necesita más datos. Han vendido el proyecto, lo han publicado. Como ya preveían, nadie les cree, la ciencia cuestiona este viaje. Pero hay dinero. Soy como un astronauta que ha alcanzado una galaxia remota. En el anonimato que me garantizaron (soy x) los medios me encumbran como un héroe: una atracción de feria. El primer humano que envía noticias desde la muerte. La muerte es un concepto rudimentario acuñado en esa vida, una sarta de suposiciones y creencias interesadas, negocios y alicientes específicos de ese mundo autosuficiente que siempre remite a algo exterior.

Desde aquí la muerte no existe, es otra fase que se podría elegir, diseñar, ignorar. Desde aquí, la prepotencia de los vivos es inconcebible. Desde este confín donde se atisba la proliferación incesante de los mundos (uno para cada entidad, persona, animal, grano de arena) la estrechez y la cicatería de esa vida que niega todo lo que no sea ella y sus proyecciones sería algo imposible, si no reflejara, quizá, precisamente, esa misma abundancia infinita que, por su propia generosidad, permite o alienta incluso mundos tan miserables y excluyentes como ese.

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La otra alternativa que me ofrece la empresa es devolverme la libertad, que no sé qué es. Los entes que puedo encontrar aquí los voy creando yo, de modo que la soledad es completa. Esto podría ocurrir en muchos mundos.

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Lo que viví en esa vida anterior, los seres que nombran los diarios, son una proyección de fantasmagorías dentro de una plantilla: peleando con un enemigo imaginario por un espacio vacío.

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Una vez más puedo perfilar mi próxima vida. El diario es la única forma de llevar la cuenta de esas vidas olvidables que, cuando ya no las protagonizamos, se vuelven increíbles, inverosímiles. El texto atraviesa los universos, y eso explicaría la pulsión de los humanos por anotarlo todo, casi todo. Y la vergüenza de leer algo que no existe.

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El mundo es solo texto. Los mundos son accesibles con la sola condición de llevar algo escrito en el tránsito.

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La cosa más nimia que se anota pasa a existir.

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Me ofrecen volver a un cuerpo que fue mío. Pero no sé qué es “cuerpo”. Habría problemas legales, tendrían que darme una nueva identidad y el retorno se cobraría nuevos olvidos: olvidaría esta vida igual que olvidé la otra. El diario no me explica qué fui, qué vida era aquella. No sé qué hacer. Me dan la posibilidad de pensar un nuevo destino, una vida completa. Siempre hay algo delante, aunque no sea nada.

Se pueden registrar los viajes a otras vidas, todo es público y traslúcido, nada se elimina.

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Ha llegado el comercial. Lo admitieron en el proyecto de la sanidad pública y ha llegado sin nada. No me recuerda. Le muestro el diario. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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