Tomaba cerveza con Pini, un amigo. Estábamos a semanas de salir del colegio aunque en realidad era como si ya hubiéramos egresado, pues nadie dedica los últimos meses de secundaria a estudiar. Teníamos esa edad intermedia donde el futuro no es claro y el pasado se aborrece, una edad muy punk, por lo demás, y mirábamos la vida con entusiasmo y oscuridad, lo que debe ser una buena definición del ímpetu después de las cervezas. Estábamos enfrascados en esas disquisiciones cuando tres figuras llenaron el bar a carcajadas. Uno de ellos era Antonio Cisneros, alto e imponente, quien traía ya esa mueca salvaje que lo distinguiría de la clase media limeña cuya sensibilidad representaba, pero se comportaba magnífico para la noche: iba de mesa en mesa, sonriendo, recitando, en un carismático performance que repetiría infinidad de veces en un sinnúmero de barras. Lo acompañaba Guillermo Niño de Guzmán y una mujer que oscilaba entre la risa y el pudor, desacostumbrada, parecía, al rigor de la farra literaria. Ahora que lo pienso tendría que haber sido un domingo de octubre porque venían de toros, la Feria del Señor de los Milagros de hace diecisiete años; lo recuerdo bien pues ambos vestían idéntico: pantalón caqui, camisa blanca, saco beige y, si me apuran, gorro de chalán. Siguiendo ese tour social llegaron a nuestra afectada conversación de adolescentes al borde:
“Soy el poeta Antonio Cisneros”, dijo, “¿de quién es esta cerveza?”.
Y se sentó.
Pini puso cara de quién-carajo-te-crees-que-eres (pues no lo sabía) mientras la mujer que los acompañaba, que ahora se me antoja muy guapa, intentaba unas excusas que se perdían a la sombra del poeta.
“Y yo soy Jerónimo Pimentel”, contesté, imitando su tono de voz grave y ríspido. Y como quien se pone medieval, añadí: “hijo de Jorge Pimentel”.
Los tres se congelaron mientras los inundaba cierta palidez. Luego Toño levantó el chopp y lo secó a grandes tragos.
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En 1972 la poesía era importante.
Mi padre fue fundador de Hora Zero (HZ), movimiento que en México se llamaría Infrarrealismo. Él, junto a Juan Ramírez Ruiz, creía en la necesidad de incorporar el discurso popular a la poesía peruana, en contraposición al cultismo anglófilo que prevalecía. La propuesta que crearon para ello fue el poema integral, que entiende la poesía como una matriz abierta no exclusiva del lirismo y, por tanto, capaz de asimilar todos los textos, tonos, géneros y discursos (narrativos, ensayísticos, épicos, mediáticos, pero sobre todo populares). Como toda vanguardia, HZ necesitaba un objetivo. Y así como Octavio Paz sirvió para que Roberto Bolaño y Mario Santiago tuvieran un blanco que fustigar, Antonio Cisneros era idóneo para que los poetas vanguardistas se midieran: primero, porque era un excelente escritor, pues no tiene ningún impacto decir que lo malo lo es; segundo, porque su talento era reconocido, pues acababa de ganar el por entonces prestigioso Premio Casa de las Américas por Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968) y, antes, el Premio Nacional de Poesía por Comentarios reales (1964).
Cisneros era importante; representaba la cúspide literaria del sistema local. Y mi viejo creía lo de Monterroso: “Debe de ser horrible ser un poeta aceptado por la sociedad.”
Lo cierto es que dentro de una generación plena de talento (son coetáneos suyos Javier Heraud, Rodolfo Hinostroza y César Calvo), Cisneros tuvo el mérito de incorporar a la tradición peruana los aportes de Robert Lowell, sobre todo el de Por los muertos de la Unión, que inspira sus precoces Comentarios reales. Así consolidó en el Perú lo que luego se llamaría grosso modo poesía conversacional, una plataforma estética donde se articula en tono prosaico lo autobiográfico, la oralidad, la ironía y el coloquialismo, aunque nutrido en su caso por el juego cultista característico del “británico modo”:
–y esta lluvia que oxidó a los
[romanos en las tierras
del Norte
me encierra entre mi caja
[de Corn Flakes
a escribir por las puras
sin corona de yerbas ni pata
[de conejo que me salven.
Al dulce lamentar de 2 pastores:
[Nemoroso el
Huevón, Salicio el Pelotudo. (“Un soneto donde digo que mi hijo
está muy lejos hace ya más de un año”)
Bajo esta premisa, Cisneros crea un conjunto de poemarios notables, donde destacan, además de los nombrados, Como higuera en un campo de golf (1972) y El libro de Dios y de los húngaros (1978). En ellos el poeta dramatiza la experiencia y emprende el vuelo simbólico desde lo cotidiano, creando un lirismo muy personal donde la alta cultura (high brow) comulga con la baja (low brow) a través de un espacio si bien desacralizado, siempre con tendencia a lo sublime:
Ocupado en guardar cabras
en pagar agua y luz
perdí tu rostro
y este mío, no puedo distinguir
un álamo temblón de un malagua,
ni sombra cuál me da
y el dardo cuál.
Ocupado y veloz,
no en tus negocios
ni en los míos, Señor,
navego hacia la mar
que es el morir.
Ocupado y veloz como algún taxi
cuando cae la lluvia
y anochece.
(“Ocupado en guardar cabras”)
Aunque generalizar siempre es un riesgo, hay consenso en que tanto sus aportes como los de Hinostroza (más centrado en Pound) ponen fin a la influencia francesa y española en la poesía peruana, que se puede rastrear hasta Arturo Corcuera; y, a su vez, es probable que buena parte de los mejores frutos que aún ofrece esta estética, como afirma el poeta José Carlos Yrigoyen en su polémico ensayo La hegemonía de lo conversacional, sean producto de esta herencia.
Como en 1972 la poesía era importante, la tensión entre Cisneros, poeta consagrado entre las letras hispanas, y la propuesta del “poema integral” ya referida, provocó una colisión: Antonio Cisneros y Jorge Pimentel se retaron a duelo poético en el auditorio del Instituto Nacional de Cultura. Parece una novela de Bolaño porque fue el tipo de materia en que se inspiró el autor de Los detectives salvajes. Sobra decir que toda la inteligencia peruana asistió al evento, desde Chabuca Granda y Susana Baca hasta el último universitario hábil, pues en 1972 existía la sensación de que la poesía era uno de los campos donde estaba en juego una parte de la identidad nacional. Dicen quienes fueron que las balas fueron poemas y el auditorio rebosó. Y si bien las versiones difieren acerca del resultado (sería un exceso atribuirme el veredicto), y el duelo terminó con un acto histriónico (un poeta disfrazado de la CIA disparó balas de fogueo en la última intervención de mi padre), en ese duelo la poesía peruana hizo algo clave para sí misma: pensarse, evaluarse y confrontarse. ¿Qué mayor signo de madurez se le puede pedir a un gremio?
Piénsese ahora, desde el reposo, una obviedad: para ir a duelo con alguien hay que considerarlo un igual. Desde entonces, entre Cisneros y mi padre se mantuvo una respetuosa y amable distancia que cumplió, salvo menciones ocasionales, cuarenta años.
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Cayó el chopp vacío sobre la mesa y Toño, quebrando el silencio, dijo:
“Yo a tu padre lo adoro. Tú eres como mi hijo, ven acá.”
Y me abrazó como si lo fuera.
Al día siguiente, con la reseca de mi primera gran borrachera, regresé a casa y empecé a leer la poesía de Cisneros como por vez primera, es decir, sin prejuicios, y donde antes había encontrado manierismos y opacidad hallé un manantial del que bebí gozoso, pues pocos como él lograron recuperar la capacidad de la poesía para nombrar el mundo (ese talento por lo específico del que habla Ortega):
Llueve entre los duraznos y las peras,
Las cáscaras brillantes bajo el río
como cascos romanos en sus jabas.
Llueve entre el ronquido de todas las resacas
y las grúas de hierro. El sacerdote
lleva el verde de Adviento y un micrófono.
Ignoro su lenguaje como ignoro
el siglo en que fundaron este templo…
(“Domingo en Santa Cristina de Budapest y frutería al lado”)
Muchos años después, cuando publiqué poesía, Toño tuvo la generosidad de invitarme a recitar en eventos que él organizaba y me dedicó otras concesiones que un espíritu mezquino no se habrían permitido para con el hijo de su rival.
Por eso, cuando me enteré de su muerte, compungido, llamé a mi padre y le pregunté cómo se sentía.
“Lleno de tristeza”, me contestó lacónico. “Cuando un poeta muere, todos los poetas mueren.” ~
(Lima, 1978) es poeta, escritor y periodista. Este año Alfaguara publicó su libro La ciudad más triste.