En 2013 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) nos volvió a dejar mal parados en el Environmental Performance Review, que compara el desempeño ambiental de los países miembros. México resultó ser quien menos recauda en términos de impuestos ambientales de los 34 países que pertenecen a este organismo. También es el que más subsidia acciones que alteran el equilibrio ecológico, como el consumo de gasolina o la agricultura extensiva, acabando con ecosistemas que albergan el 12% de la biodiversidad mundial. La OCDE estima que México perdió en 2010 cerca del 7% del PIB por degradación ambiental[1]. Si sumamos las eventos climáticos extremos como las sequías, inundaciones y huracanes el número es mucho mayor.
En teoría, la política ambiental de un país busca lograr o mantener una calidad ambiental mínima que considere la salud de los ecosistemas y de las personas. En México, esta política está a cargo de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales y una de sus herramientas de las que dispone para implementarla son los impuestos ambientales o ecológicos, que modifican el comportamiento y consumo de las personas. El ejemplo más simple es una sanción a quien tira basura en la calle. Si esa persona sabe que la multa es alta y probable, dejará de tirar basura, y la sociedad en su conjunto se beneficiará de una ciudad limpia. Uno de los primeros impuestos ambientales en México fue el cobro de un centavo por litro de gasolina consumido en la ciudad de México para crear un fideicomiso de mejora ambiental. Con los recursos recaudados se financiaron obras e infraestructura para mejorar la calidad del aire, eliminando el plomo en combustibles, reduciendo las emisiones de coches, instalando verificentros, así como sistema de control de emisiones en la industria.
Los impuestos ambientales tienen muchas formas, pero todos buscan cambiar los precios relativos de bienes y servicios para lograr una meta ambiental. En México se implementó sin éxito un impuesto a las bolsas de plástico, por sus múltiples impactos negativos (la dificultad para reciclarlas, el taponamiento de drenajes y su uso como contenedores de más basura en las calles). El impuesto consistía en obligar a las empresas de consumo a vender bolsas para el empaque, creyendo que si las bolsas tenían un costo significativo, la gente preferiría ir con su bolsa de tela a hacer la compra. Pero, la pregunta que no se hizo fue: ¿cuál debería ser el precio de venta de una bolsa de plástico al público para que la gente prefiera utilizar una de tela? Hoy las bolsas siguen siendo “gratuitas” porque los supermercados prefirieron absorber el costo, que resultó ser bajíismo.
La efectividad de los impuestos ha sido probada desde mediados de 1800 cuando en la ciudad de Londres se puso en marcha la prohibición de quemar combustibles fósiles que dañaban la calidad ambiental de la ciudad y provocaban enfermedades que disminuían la productividad de las empresas (que sufrían el ausentismo del personal y por tanto de la operación diaria), como de las personas (que no cobraban) y de la administración pública (que al haber menos actividad económica recaudaba menos impuestos, como el impuesto sobre la renta).
Los impuestos ambientales se han utilizado con el doble objetivo de 1) desincentivar una actividad que deteriora la calidad ambiental, como la contaminación del aire generada por las plantas de electricidad que funcionan con combustibles fósiles, y 2) con lo recaudado mejorar ese sector, por ejemplo, a través de subsidios a las energías renovables. En México la Ley General de Cambio Climático prevé el desarrollo de políticas fiscales e instrumentos económicos y financieros con enfoque climático, con el fin de premiar a quien produzca energía más limpia y sancionar con impuestos y multas a quien contamina. Lo más interesante de este tipo de impuestos es que logran beneficios múltiples para toda la sociedad, ya que pueden internalizar los costos del daño ambiental que un agente infringe sobre otro, siempre y cuando estén bien definidos los derechos de propiedad. Otros beneficios incluyen la creación de empleo, desarrollo tecnológico e investigación científica aplicada. Además de la citada ley, existen otras tantas con sus respectivos reglamentos secundarios para fijar impuestos y subsidios ambientales, sin embargo su viabilidad política ha sido causa de constante de rechazo.
El caso más efectivo del uso de impuestos ambientales ha sido la combinación de elementos de política ambiental para reducir la lluvia ácida en Estados Unidos y en el norte de Europa. En ambos casos se buscó reducir la contaminación provocada por plantas de generación eléctrica que usaban carbón como combustible, limitando el volumen de emisión de los contaminantes responsables de la lluvia ácida que afectaba a la población, la infraestructura y la agricultura. La autoridad ambiental repartió permisos de emisión a las empresas de generación eléctrica con base en su tamaño y capacidad, con la obligación de reducir sus emisiones un 50% en diez años. Estos permisos podrían ser utilizados por las propias empresas o vendidos en el mercado de permisos. Ante esta regulación, las empresas podían decidir entre: a) mejorar su tecnología y usar menos permisos, pudiendo vender el excedente en el mercado, b) aumentar su generación y comprar más permisos de emisión, bajo el riesgo de enfrentar precios mayores, o c) cerrar la instalación y vender los permisos recibidos. A este principio se le llama “quien contamina paga”.
En 2010, en la Conferencia de las Partes de Cancún, y más tarde a través de la Ley General de Cambio Climático, México se comprometió a reducir 30% sus emisiones de gases de efecto invernadero para el 2020, y en 50% en el 2050. Aunado a esto, la Ley General de Cambio Climático prevé que la generación eléctrica proveniente de fuentes de energía limpias alcance por lo menos 35% en 2024. Para apoyar el logro de estas metas la reforma fiscal de 2013 presentó una batería de impuestos ambientales, principalmente enfocados en reducir el impacto negativo de los pesticidas[2], y a establecer una tasa impositiva a la emisión de gases de efecto invernadero provenientes del consumo de combustibles fósiles, con el fin de combatir el cambio climático. La intención es buena, pero no suficiente, pues no modifica el patrón de consumo de gasolina que usamos en el transporte. Si queremos penalizar el consumo de gasolina debemos acompañarlo de un incentivo a su opuesto, que puede ser el subsidio a combustibles alternativos, al transporte público de alta calidad y al coche eléctrico. No son opciones que compiten entre si, pues en realidad necesitamos de las tres. Desgraciadamente estos incentivos no existen en la Ley de Egresos de la Federación 2014 y los recursos dispuestos por el gobierno federal y en la forma de incentivos son mínimos o inexistentes.
Para 2024 México tendrá que lograr una mezcla de fuentes de energía que incorpore hasta un 35% de generación de electricidad a partir de fuentes renovables. Teniendo en cuenta que a finales de 2013 este valor era de 2.9%, y que el proceso de puesta en marcha de una planta de generación eléctrica nueva es de al menos 4 años, es previsible que la Ley General de Cambio Climático no se cumpla. Sin duda el 2014 será un buen año para ponerle dientes a esta ley, incluso la recién aprobada reforma energética ya prevé a través de un decreto las obligaciones sobre energías limpias y reducción de emisiones contaminantes que deberán reflejarse en la legislación secundaria correspondiente, así como el Programa Nacional de Aprovechamiento Sustentable de Energía. Si no se ponen en marcha incentivos, multas y sanciones concretas, la distancia entre los compromisos políticos y ambientales de México no será consistente con los recursos que se requieren para su implementación. Una vía para facilitar este empate es la combinación de impuestos ambientales relacionados con el consumo de combustibles, con el mercado de certificados de generación de electricidad de fuentes renovables, como herramientas y mecanismos que generan incentivos de mercado ideales para nuestro contexto.
Los certificados de generación de energía eléctrica renovable (Renewable energy certificates) son típicamente emitidos por entidades independientes de validación o agencias gubernamentales. Este tipo de certificados se utilizan en Australia, Estados Unidos y Europa de forma exitosa. Funcionan como un estímulo y obligación de cumplir con la cuota de energía renovable que una instalación genera, y su funcionamiento es relativamente simple y transparente. El regulador, en el caso mexicano sería la Comisión Reguladora de Energía, quien traslada a las empresas de generación (públicas o privadas) la meta nacional de contar con una mezcla de 35% de generación eléctrica basada en combustibles limpios. De esta forma, las empresas internalizan la obligación de generar electricidad con fuentes renovables en sus costos de capital y operación, generando un entorno más atractivo para las tecnologías más limpias y eficientes. Cada certificado se emite mensualmente con base en la generación eléctrica real despachada a la red. De esta forma, una empresa de energía eólica tendría 100% de su generación certificada como renovable, pudiendo vender el 65% de sus certificados en el mercado abierto. Por el contrario, las empresas que usaran combustibles fósiles se verían beneficiadas al adquirir certificados que les permitan lograr su obligación de contar con un 35% de energía renovable producida virtualmente en sus instalaciones. Las empresas reguladas por este mercado pueden intercambiar comercialmente certificados con base en sus planes de inversión y operación de largo plazo, en un mecanismo público de intercambio, similar a la bolsa.
Para cerrar la pinza de los impuestos y subsidios ambientales deberíamos asegurar una tasa impositiva a una gran cantidad de elementos que están presentes en nuestra vida diaria y que crean situaciones de riesgo a la salud pública en el corto plazo, como el cáncer asociado a la contaminación de alimentos, exposición a compuestos tóxicos, el estrés provocado por el ruido, la congestión y saturación del transporte, así como el riesgo asociado a inundaciones, sequías y huracanes que atentan contra nuestra seguridad alimentaria, cadenas de suministro y la competitividad de esta economía emergente. Además del beneficio en la calidad de vida, se pueden generar empleos, investigación científica aplicada, desarrollo tecnológico e inversión más sustentable. El esfuerzo merece la pena.
[1]La degradación ambiental se a la utilización de nuestros recursos renovables a una velocidad mayor a la que la naturaleza puede reponerlo. Otra forma de degradarlos, es inutilizarlos mediante la contaminación. Fuente: Tedel.org
[2] Se prevé que los impuestos ambientales a plaguicidas recauden 184.7millones de pesos, mientras que el impuesto al bióxido de carbono contenido en combustibles fósiles, excepto gas natural, permita una recaudación de 14,641 millones de pesos en 2014.
Es economista, promotor de un México más equitativo, de alta tecnología y bajas emisiones.