El apocalipsis según Saint-Germain

Detrás de la prosa de Alexander Lernet-Holenia se esconde una imaginación desconcertante y unas muy agudas facultades reflexivas. 
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Afirma Álvaro Mutis que “el encanto que tienen” los libros de Alexander Lernet-Holenia (1897-1976) radica en una “manera de ver la vida que (…) pudiera parecer obsoleta y fuera de moda y, sin embargo, resulta de un sabor nostálgico, de una poesía y una riqueza de situaciones y de personajes, que los hacen extrañamente dignos de adornar un presente cada vez más chato y más innoble”. Nadie, sin embargo, más lejos de una arqueología de los buenos sentimientos y las buenas costumbres que Lernet-Holenia. Como en sus novelas El barón Bagge (1936) y El conde Luna (1955), quizá las más conocidas de su prolífica obra, en El conde de Saint-Germain (1948) la nostalgia por el esplendor del Imperio Austrohúngaro se enfrenta cara a cara con las dos guerras mundiales y los regímenes totalitarios que le sucedieron. Suntuoso cultivador de lo fantástico, donde lo mismo cabe la lírica y el suspense que la mitología y la historiografía, Lernet-Holenia retrata con mano experta a las víctimas propiciatorias de lo sobrenatural, seres obsesionados con las vueltas y revueltas de su destino. Así Philipp Branis, protagonista de El conde de Saint-Germain, quien huye después de cometer asesinato y cuya culpa, creada por su sentido entre esotérico y profético del orden, lo habrá de conducir al oscuro tribunal de la muerte o la ausencia. Sin perdón ni olvido, pero también sin los privilegios y atenuantes de la locura.

“…si las desgracias no se contentan con sólo ser toleradas por nosotros, sino cuando deciden derribarnos por completo, entonces se conjuran entre sí, no se despilfarran apareciendo solas, sino que se reúnen en torno a nosotros como los buitres alrededor de los moribundos en un campo de batalla”, leemos en las primeras páginas del manuscrito confesional de Branis, supuestamente confiscado por la Gestapo en 1938 y rescatado por el propio Lernet-Holenia. Tal y como ocurre con el protagonista de El conde Luna, la culpa de Branis desata una campaña ultraterrena de justicia, dirigida a vengar un crimen prácticamente realizado en defensa propia. Pero las desgracias nunca vienen solas, mucho menos si obedecen a un destino más proclive a la tragedia griega que al demonio del mediodía cristiano.

De acuerdo con el “manuscrito”, Carlos Des Esseintes, un empleado de segunda que se jacta a viva voz de su abolengo y longevidad, se convierte en el objeto de fabulosos vaticinios por parte del conde de Saint-Germain durante una recepción diplomática. Una vez que Branis mata por celos al “elegido” Des Esseintes —curioso homónimo del protagonista de Contra natura, de Huysmans—, las desgracias se suceden ininterrumpidamente. Marie, esposa de Branis y motivo de disputa amorosa entre éste y Des Esseintes, fallece al poco tiempo de parir a un bastardo que queda bajo la tutela del asesino. El bastardo se encargará de recordarle, gracias a una memoria increíblemente viva (o, mejor dicho, amniótica), cada detalle de la muerte que detuvo la carrera de Des Esseintes. Lo que vendrá después será el castigo natural del crimen y la reorientación del rumbo destinal: la huida de Branis, su captura y, finalmente, su desaparición a manos de la Policía Secreta de Austria. En el bastardo volverá a brillar la trunca luz de su verdadero padre, en cumplimiento a los augurios hechos por el conde: “Pues le digo, señor mío, que incluso los días del nombre de Herr Des Esseintes (…) perdurarán más que los de Austria”. Como Edipo rumbo a Colono, Branis emprende la fuga una vez que la tragedia ha sido consumada, por lo que su acto de escapismo —quizá inútil, pero asistido por una voluntad ajena disfrazada de lucidez mayor— es más un inevitable regreso al origen, al punto remoto donde todos los cabos sueltos del presente se atan, que una escapatoria al incierto futuro.

Aunque así lo parezca, la prosa de Lernet-Holenia no sólo es una entretenida desmesura: sabe ser, asimismo, agudeza reflexiva, pericia argumental y, como ocurre con Borges, una docta y fascinante confección de la ucronía histórica. Pero una novela fantástica no lo sería cabalmente si entre sus páginas no atestiguamos la paulatina conversión de quimeras y supercherías al culto de lo real. “…mediante los acontecimientos tanto naturales como inexplicables de la existencia —explica Lernet-Holenia en una ‘Nota preliminar’— parece formarse un proceso mítico en que consiste el esencial curso del mundo.” Escrita bajo la advocación del nazismo y de la segunda posguerra, El conde de Saint-Germain es una alegoría de la incesante reencarnación del mal, del sacrificio de justos e inocentes como una forma extrema de apreciar el equilibrio roto y la virtud perdida de los hombres. La preeminencia del mal despertó en los hombres la ambición del bien supremo —de allí su razón de ser: ambos viven de la sangre de su mutuo adversario—, pero toda ambición termina por volverse incontenible y condenar a sus beneficiarios y emprendedores. El escalofriante alivio de leer a Lernet-Holenia está en reconocer que habitamos un infierno a imagen y semejanza de nuestro mundo, donde nuestras almas son incapaces de advertir la corrupción de los cuerpos y conciencias que han dejado atrás. Las desgracias, como buitres, rondan nuestra carroña anticipada y palpitante.

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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