Antes de la Biblia, fue el oráculo. Quiero decir que antes de la literatura oficial hubo otro libro que don Gutenberg debió poner pronto a recaudo de inquisidores y acreedores. Se trata de un poema de los libros de la Sibyla, palabras mágicas que en el pasado abrían otras puertas a la sabiduría, que Gutenberg imprimió entre 1444 y 1448 pero del que hoy no quedan sino fragmentos. Sin embargo, según investigaciones de Goodrich y Briffault, existirían diferentes copias de este poema en las grutas de la Turingia, región conocida por los Montes de Venus donde se refugiaba entonces el saber de las Sibylas. Son los agujeros negros de la Galaxia de Gutenberg en esta Feria del Libro de Frankfurt, o mais grande mercado do livro del mundo.
Grande es este predio, señoras y señores lectores, y microbuses especiales trasladan a los visitantes hasta los pabellones que se extienden a lo largo y a lo ancho de varias manzanas. Una superficie de casi doscientos mil metros cuadrados para exhibir libros, discos, películas, calendarios, postales, cederroms. Por aquí corren agentes, editores y lectores aturdidos de fervor. Todo por un libro. Un impreso. Una hoja por la que hace quinientos y pico de años Gutenberg se endeudó hasta la muerte. Estamos en los interiores de un edificio generoso en vidrio que suspende buena parte de su esqueleto de acero por encima de una autopista, y cuando asciendo por la escalera mecánica veo pasar los automóviles debajo de mis pies. Por el piso vuelan hojas. No están en blanco, no. Es el otoño que sopla aquí afuera y vuela.
Un aluvión amenaza con arrasar el pabellón número cuatro. Son los mamotretos de Mohamed Ali, depositados en un ring, el cuadrilátero donde el ex pugilista se fotografía con medio mundo el día de su visita. El manual del boxeador más amado de la historia. Todo es superlativo en él, el más grande, el mejor, el más bello. El más pesado y el más caro. Su autobiografía pesa treinta kilos y cuesta 3500 dólares. Claro que es una edición limitada. Nada más que diez mil ejemplares. Una verdadera trompada a la galaxia de Gutenberg.
Babel se desplaza por el Centro de Traducciones, 52 lenguas traducen a Paulo Coelho, una alquimia para derretirse en un borrón de tinta en la carpa de los autógrafos. Los rusos bailan. Bailan y recitan y leen y tienen un pabellón inmenso pleno de casas editoriales y están en el Foro Internacional y en todo Frankfurt y la Feria suena en ruso. El idioma del país invitado. En la Literaturhaus los poemas cuelgan como ropa tendida de una cartulina roja para que el visitante se sirva. “No tengo dudas de que la literatura rusa es enorme”, acusa Jürgen Döschner de la Organización Reporteros sin Fronteras por la televisión, “pero Rusia no tiene ninguna cultura en derechos humanos”. La escritora rusa Anna Politkowskaia, flamante ganadora del Premio Ulisses de Reportaje Literario, prestigioso galardón de cincuenta mil euros otorgado por la revista Lettre International, no pudo llegar a Frankfurt. Su libro Le déshonneur russe, sobre Chechenia, la convirtió de un día para otro en una exilada. Pero los directivos de la Feria Internacional se apresuraron a comentar que su ausencia no se debía a razones políticas.
Sentado a los pies de la escalera, un hombre ofrece un canasto lleno de poesía. Son rollos de papel anudados con cintas de color verde, roja, azul. Los rollos salen gratis del canasto para la mano que los elige al azar. Son rollos del mar vivo. El señor se llama Georg Oswald Cott, nativo de Braunschweig, Alemania; ganó ya más de un premio y distinción y reseñas en los periódicos y regala su poesía en la Feria del Libro sentado en el pasillo entre el Pabellón
cinco y seis, dedicados a expositores internacionales. Entre ambos pabellones el Club Bertelsmann, y la televisión. Por aquí desfilan notables, modistos, cantantes, bestsellers y profesionales del espectáculo y de todos los rubros ajenos a la literatura y que ahora escriben. La imagen vale por mil palabras, pero se la lleva el viento. Será por eso que ahora los más más del mundo escriben memorias, autobiografías, libros de cocina. Hasta libros para niños, ay,
Madonna, quién te ha visto y quién te ve, Woody Allen o Johnny Cash, todo bien. Escribir está de moda. Todos a la caza de un lector.
“Es para mí un misterio que libros interesantes como los de Schopenhauer (¡y los míos!) no encuentren lectores…”, se extrañaba con su humor a toda prueba Witold Gombrowicz, el genial escritor polaco. Pese al mercado, el rigor de sus leyes y fusiones editoriales el misterio permanece: con toda la batería de mass media a su favor siempre habrá libros que no se vendan mientras cenicientas que nacieron para la guillotina inesperadamente repunten… Y aunque cada vez dependa menos del azar, la literatura de la buena, con su diversidad y su riesgo, sobrevive a los modelos impuestos. Conviene sin embargo ejercitar la mente, convertirse por un rato en Lektor con “k” que así se llaman los editores en alemán y preguntarse: ¿Quién se animaría hoy a editar una novela “arriesgada” como Rayuela? ¿Ganaría el Ulises alguno de los más jugosos concursos literarios del momento? ¿Aconsejarían los editores la eliminación de algunos cantos de La divina comedia a fin de hacerla “más ligera”? ¿Le recomendarían escribir una novela a Jorge Luis Borges?
Hasta el Bolshoi ha llegado a la Feria. Y orquestas, teatros, óperas y una disco rusa con Vladimir Kamine a la cabeza. Bailan los rusos y Günter Grass también, como si fuera esa noche la última vez. El Nobel Grass se zapatea a ritmo de boogie y gypsie su libro Últimos Bailes como un Zorba de la poesía. El poeta brasilero Romano Affonso da Sant’Anna escribe un epitafio al mundo y Carmen Boullosa reza un largo poema y Humberto Ak’abal el poeta quiché de Guatemala deja las voces de todos los pájaros en el Centro Internacional; Fatima Mernissi propone la noche 2002, el poeta Todd Swift pone fuera de órbita el planeta Bush. Lecturas y lecturas al costado de ventas millonarias y una tarta de cebolla cuando el estómago dice basta.
La literatura es el territorio de la libertad, corroboró Susan Sontag al recibir el Premio de la Paz otorgado por los libreros de Alemania. La libertad de la lectura en el mercado de la Biblia junto al calefón. En un laberinto subterráneo de la Turingia, a salvo de bombardeos, piras y censuras de todo orden y caos, casi como una prolongación de la naturaleza, las primeras impresiones de la poesía de la Sybila se regocijan. Pero no se lo digan a nadie, todavía. –
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